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Primavera a campo abierto

Maximiliano Benitez

 Varios insectos se pegan como lapas a la lámpara y al ordenador. Hace un calor insoportable, un amago de verano difícil de combatir como no sea perdiendo el sentido, y decido mantener la ventana abierta de par en par para que salga el humo especiado del tabaco. Pero no corre una brizna de aire, el ambiente se estanca, forma una gelatina pegajosa pero intangible. El humo del cigarrillo, en la penumbra de la noche, semeja a una fantasmagoría sobrevolando silenciosamente la sala, yendo en arabescos hacia la oscuridad de la cocina, un poco más allá del salón. Todo tipo de insectos secundan su vuelo de manera desordenada, y una vez dentro, se dan cuenta de que no hay a donde ir como no sea a alimentarse sobre mi piel o volver al exterior. Esto de regresar a la noche es tan difícil para los insectos voladores como para los seres humanos reconocer un error por evidente que sea.

Mi familia duerme al otro lado de la puerta de la sala, ajenos a lo que ocurre, a lo que me ocurre. Procuro mantenerla cerrada y hermética con una de mis camisetas tapando el intersticio entre la puerta y el suelo para que no les llegue el aroma del tabaco; de manera que cuando los insectos entran, atraídos por la luz de la lámpara, casi no tengo manera de evitarlos ni de echarlos, y ellos, ávidos de vida, curiosos a más no poder como un crío frente a un ordenador con internet, quedan atrapados en la trinchera de mi espacio nocturno. A veces se me pegan a la espalda, especialmente en estas noches calurosas, cuando decido trabajar (permítanme referirme a esta actividad como trabajo, por piedad) sin camiseta. Se me pegan porque, al posarse, al aterrizar, quedan adheridos por el sudor, y acaban picándome hasta morir, como diminutos kamikazes.

 Los insectos voladores (al igual que las cucarachas) son insufribles; unos por repugnantes y los otros porque nunca se deciden a cumplir su objetivo. Pienso que, si lo que necesitan es mi sangre, por qué no ir al grano en lugar de zumbar durante toda la maldita noche al oído, sin decidirse a hacer nada? Por qué no morir con honor en lugar de desgraciar la vida, el sentido último de su existencia con ese vuelo fútil, innecesario, tan poco acabado? A mí los insectos me ponen un tanto nervioso. Vuelan por todas partes y pican, los cabrones pican en la oscuridad, o en la penumbra mejor dicho, no me dejan concentrar. Estoy bañado en sudor. Bebo un trago y otro más y otro también para humedecerme por dentro, para olvidar el ataque silencioso, el bastardo seseo, la molestia gratuita.

Esto de corregir un texto de madrugada es toda una prueba de honestidad. Nunca más (me digo o maldigo) volveré a escribir un texto sin hacer una mínima corrección como hice con este ladrillo. Llevo varios meses así, luchando contra el cansancio, mis precariedades, la repetición de palabras, los pleonasmos, las faltas con y sin culpa, la exacerbación, la pedantería, la resaca, el malhumor, la fugacidad del tiempo… Me repito esto casi durmiéndome, con el aliento a tabaco y alcohol y la mente turbia, iluminada por momentos, a veces, pero turbia, a veces extravagante, y por eso mismo pueril.

Me levanto de la silla con mucho esfuerzo, con pesadez, aburrido por abatimiento, y voy al baño a ver qué cara tengo a las cuatro de la mañana. No siempre es la misma. Me gusta descubrir cómo se deforman las facciones después de tantas horas de trabajo, acurrucado contra el escritorio por momentos. Bueno, no es que me guste, pero me sorprende/o. A veces, de hecho, ya puestos a imaginar, me veo como un boxeador tras un combate, sí, una especie de onanismo del que trato de huir como de la estupidez, pero lo pienso. Bah, eso me gustaría en realidad: tener cara de boxeador; mala hostia, orgullo maltrecho, rabia siempre contenida…

La mala hostia sí que la tengo ahora que lo pienso.

 Mi cara continúa siendo la misma frente al espejo, pero, si acaso, un poco desdibujada, casi el boceto de una caricatura. Sonrío y murmuro algo, no recuerdo qué, generalmente un insulto o una burla. Luego regreso al foso; aún queda algo en la copa y en el rellano de la mente. El tabaco continúa encendido: puedo ver desde la perspectiva del baño, la delgada, finísima línea de humo alzándose y perdiéndose en la oscuridad. Alguien me llama desde la penumbra, levanta los brazos, infinitesimal, enorme, lejano, interno, ahogado en mi pensamiento: “Eh, no me dejes aquí!”, parece reclamarme. Entonces me pongo en marcha. Yo no abandono tan fácil, me cuesta entregarme, y por esta razón acabo como acabo. Es una pena, me digo, una pena que trabaje tanto en algo que no tiene ninguna importancia moral. Para qué? Hay una porción de gente sufriendo todo tipo de contingencias, otra porción de gente afanada en perpetuar esas carencias, y una pequeñísima (en proporción) cantidad de seres que pueden llamarse humanos, intentando hacer algo para cambiar esta situación. Y yo aquí,  estéril y taciturno, amargado e inconexo.

Regreso una vez más al espejo, como si quien hablara fuera otro, o mejor aún: como si tuviera que someterme al juicio o escrutinio de un tercer actor. Esto es casi una rutina, y digo casi porque no es saludable hablar de un hábito tan poco saludable como si se tratara de una actividad lúdica o metódica. Sucede y punto. Finalmente me duermo en el sofá, a un lado del foso, inoperante, opaco en estos pensamientos a medida que el sueño va gobernando los  párpados. Siento los picotazos de los bichos. Sí, me pican, pero ya no me importa. Ellos no me importan. Trato de acomodarme bien en los cojines para ahorrarle a mi hija el triste espectáculo de verme por los suelos. No es forma de acabar tras la contienda, pienso para consolarme, si es que existe consuelo alguno.

Cuando despierto son las seis de la mañana, todos aún duermen pero ya es de día. Levanto las persianas y el amanecer me impacta en la cara, me obliga a entrecerrar los párpados, huérfanos de luz. Qué belleza de día se ocultaba tras las persianas. Decido dormir un poco más, una especie de tregua. Mi hija se levanta, horas después, como si las persianas alzaran su vida. Mi hijo y mi mujer ya han marchado a trabajar. Resuelvo alzar el cuerpo del sofá. El día, la vida, me reclaman. Desayunamos juntos. Hago unas tostadas con aceite y tomate, con jamón del barato, ese que cuesta un euro, mientras intento recordar lo que sucedió anoche. Todo despierta o vuelve  a mi mente, en un lapsus, un refucilo. Todo lo que de verdad me importa de la noche anterior vuelve a mí, como los residuos que no quisimos echar al cubo de la basura la noche anterior y siguen ahí, en la papelera. Dogan, el turco.

Anoche murió Dogan. No es necesario que sepan ustedes de quién se trata, simplemente lloré por él. Un autor sabe que si algo sucede en la ficción sencillamente pasa, sin más, aunque tenga que ver con las propias experiencias del autor. Es ficción. Lo sabemos. Y sin embargo lloré por un  personaje que no hubiera existido en el papel si no fuera por mí. Yo le di el oxígeno para vivir en mi mente durante todo este tiempo.

“Ahora es de día”, me repito para acabar de volver al mundo de los vivos y terminar la taza de café con leche. Jana prepara su carterita y salimos a que nos dé el aire tibio de primavera. Cruzo un “buenos días” con un vecino y continúo. Me digo “si supiera lo que pasé anoche”, y sigo. Sigo por defecto, por inercia. Me aferro tiernamente a la mano de mi hija, pienso que dentro de poco ya no querrá ir de mi mano, en un año como máximo, no más, y cojo instintivamente con fuerza sus deditos, como si fuera la última vez, como si fuéramos a despedirnos. Mientras caminamos hacia El Rastro, hablamos de cosas que no tienen importancia: la forma de las nubes, las piñas que encontramos en la senda del parque, las aves que llegamos a ver en el río, los tesoros que encontraremos en los puestos del mercadillo… Me pongo a su altura, a su pequeña altura que es, calculo, un poco más alta que la mía. Un par de horas y hallazgos más tarde, ya con nuestros tesoros dominicales, nos sentamos en una farola de Plaza Mayor a comer un bocata de calamares. No hay tantos turistas como de costumbre y se puede pasar allí tranquilamente sin pensar en lo que ha cambiado Madrid en estos años. Hago un esfuerzo en no pensar en nada en concreto y me concentro en el bocadillo; Jana come en silencio, intentando que el bocata no se le desarme. Sin saber por qué, me encuentro hablándole de Dogan.

    ─Anoche murió uno de mis personajes. Y, sabes qué? Me dolió mucho.

─Y por qué no lo dejaste vivir?

─No sé. No podía vivir. Son cosas que pasan, como la vida misma. Pasó y no pude evitarlo ─expliqué.

─Pero si tú eres quien lo escribe. Cómo no vas a poder evitarlo? ─me dice, gesticulando.

─Ojalá fuera tan fácil, Jani.

Luego nos tomamos un helado de camino a casa, bajando hacia el viaducto. La tarde no puede ser más luminosa, más despejada.  La brisa del Manzanares me da en la cara, cierro por un momento los párpados para verlo todo. Jana me suelta la mano y corre con los brazos abiertos, como queriendo abrazar el aire. Yo me río porque la mitad de su helado acaba por los suelos y no se ha dado cuenta. La veo tan feliz, tan viva, y yo tan muerto, tan abatido. Perplejo y convencido, inmune y permeable. Firme y decidido ante los pocos que me rodean, pero cristal hecho añicos en la trinchera, donde me refugio, donde aguardo armado hasta los dientes. Me recrimino pensar todo esto, dejarme ganar por la inercia de un pensamiento sempiterno; ser el colmillo y la cola de la misma serpiente.

Acabamos el helado y cruzamos el puente de Segovia. Dedicamos unos minutos a levantar un censo de las aves que alcanzamos a ver. A lo lejos, un brazo ya esquelético del Vicente Calderón anuncia su caída final, el final de una época en el barrio. Pienso en los bloques de edificios que seguramente construirán en su lugar, pero también en las zonas verdes que usarán a modo de excusa para hacerlo. No está mal (me digo) lo de las zonas verdes en una ciudad cada vez más populosa y huérfana de identidad. Zonas verdes para pseudo atletas enardecidos por la vida eterna y batallones de ciclistas en imaginario tour a toda pastilla. Esta ciudad va cada vez más rápido. Ahora, de hecho, ya no caminamos, vamos en patinete: transeúntes, viandantes, estudiantes, turistas, parejas, como marmotas motorizadas. Llegará el día en que, al regresar de uno de mis viajes a Asturias, me tope en la carretera con un enorme cartel en letras brillantes: “Madrid, ciudad de vacaciones. Bienvenidos”. Todo esto en castellano, inglés y chino.

Me hace tanta gracia que se lo digo a Jana y se echa a reír; le causa gracia lo del cartel y lo de las marmotas motorizadas. “Con casco”, agrego para rematar. Nos reímos un buen rato con eso. Llegamos a casa exhaustos de la larga caminata. Jana se echa un rato a descansar pero yo no me decido a hacer nada. Sé muy bien lo que pasa; aún conservo la mueca de la sonrisa y no quiero perderla. Pero miro hacia el escritorio y pienso en todo aquello. Preparo un café y pongo la radio. De esto, me digo mientras suena un tema de Pink Floyd, se trata también vivir.

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