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Víctor Hugo Viscarra – Cadáveres y Cía.

Víctor Hugo Viscarra*

He pensado que, para mí, el trabajar como yo lo hago no es traumático ni complicado. Si bien es cierto que a nadie le gusta este oficio, yo me considero algo así como un carnicero, porque, al final, es precisamente carne lo que pasa entre mis manos.

Mi horario de trabajo es de 12 horas continuas y no puedo descansar un fin de semana o un feriado –aunque podría hacerlo–, porque por ahí sucede algo importante y, por descansar, puedo perderme algunos pesitos.

Pero parece que no les he contado que soy uno de los dos morgueros que atendemos este sector del hospital. Nosotros nos encargamos tanto de camuflar los errores de los médicos, como de charquear a cuanto muertito produce nuestra ínclita ciudad, y que necesariamente tiene que venir a terminar de enfriarse sobre una de nuestras mesas de cemento.

No es una labor muy cómoda que digamos, mas, tiene algunas satisfacciones que de cuando en cuando le dan un dulce sabor al trabajo, y si bien no es mucho lo que se gana, algo es algo.
Por ejemplo ayer, creo que al medio día, trajeron los restos de una cholita de unos veintitantos años de edad, a la que habían sacado del fondo de un barranco, lugar al que habría ido a parar por problemas
sentimentales. Si bien no la encontraron en posición decúbito dorsal, estaba echa mierda, porque durante la caída su cuerpo había chocado repetidas veces contra las salientes del barranco, que al llegar al fondo,
de la cholita no quedaba casi nada.

Toda ella era una miseria, pero antes de que llegara el forense de turno para realizar un examen de lo que quedaba del cadáver, con un alicate le saqué el engaste de oro de su dentadura y –ojo clínico– calculé que de allí se podía obtener tranquilamente unos 150 dólares.

Con el tiempo uno llega a encariñarse con los muertitos porque aparte de sus familiares y conocidos– nadie se acuerda de ellos; muchas veces he tenido tristeza cuando nadie viene a reclamar por uno de ellos.

Se siente como si el corazón se nos rompiese a pedacitos, pues ellos están abandonados y no tienen siquiera un perrito que les aúlle a manera de despedirlos cuando sus almas ya han abandonado para siempre este perro mundo.

Y es que todos, de alguna manera, somos egoístas y desnaturalizados. Mientras nada nos falte estamos felices y contentos; mas si vemos que un muerto a gritos nos suplica que lo enterremos, nos importa una vaina que se pudra o no, porque, ¿quién lo manda a que se muera?

Aún así, esa especie de miedo que tiene la gente para palpar a un difunto ha permitido hacerme de unas lucas que el finado no logró gastar en vida; y como tampoco lo hará en la otra, inevitablemente tienen que venir a parar a mis bolsillos. Es más, con el debido cuidado que implican los deudos, hay veces en que uno se encuentra joyas, anillos, relojes, ropas finas, tarjetas de crédito (¿pa qué servirán estas tarjetas, no?), aretes y otras cositas más, que harían reír hasta a los cascarrabias más impenitentes por lo inverosímil y ridículo. Como el caso de aquel viejito de noventa y tantos años que guardaba en uno de sus bolsillos una revista pornográfica brasileña a colores y un par de preservativos, aunque en su entrepierna, allí donde mora el instrumento reproductor, el moho y las telarañas demostraban que desde el siglo pasado dicho instrumento había pasado a la reserva inactiva. Vale decir que el propietario era excombatiente de la guerra del catre.

Como les estaba contando al principio de esta pérdida verbal de tiempo, yo trabajo 12 horas continuas y mi hermanito menor es el que cubre las restantes 12, por lo que se puede decir que este negocio lo manejamos en familia. No es que trabajemos por necesidad, me atrevería a decirles que lo nuestro es hereditario o vocacional.

Mi abuelo fue traficante de ganado en el altiplano. Mi padre era carnicero del mercado Lanza y un día, en el matadero, la conoció a mi mamá mientras ella lavaba los intestinos de una vaca a la que habían hecho
feliz rato antes. Tras mirarse entre ambos y darse cuenta de que estaban hechos el uno encima de la otra, se dieron la mano y ese saludo –gracias a la vaca– quedó sellado con sangre.

(Mi hermanita mayor vende menudencias en el mercado Rodríguez y mi hermana menor reparte fiambres y embutidos en friales y almacenes).

Una de las cosas que no entiendo (perdón por la confianza) es que no puedo estar tranquilo si por lo menos dos veces al día no me pierdo entremedio de las polleras de una chola cualquiera. Actualmente yo vivo con tres, y a pesar de que a cada una le doy su cuota diaria de cariño –cama de por medio–, en cuanto miro un par de caderas que hacen bailar una pollera al compás de su meneo, el diablo se me encorajina dentro de mis pantalones y pierdo la calma. No estoy tranquilo mientras mis manos no recorran aquellas carnes sedientas de lujuria y pecado, y mis jadeos no se pierdan en los labios de la chola elegida, al tiempo que los resortes de mi camastro rechinan como lamentos de talabartero.

Es cierto que el alcohol despierta los recuerdos, y los secretos pierden su ingenuidad en cuanto ese alcohol embriaga nuestras palabras. Creo que por eso ahora me siento borracho y no sé qué es lo que les estoy contando.

Les juro por la Virgencita de las Siete Cruces que esta es la primera vez que me estoy tomando unas copitas, y esa especie de falta de costumbre me ha volteado con tres vasos de t’irillo recalentado. Pero, como me han contado que los borrachos al día siguiente no se acuerdan de lo que hablaron o escucharon, estoy tranquilo, porque de lo que he dicho, mañana, ni por San Judas Iscariote se van a acordar una palabra.

Así como les iba contando, ese asunto de las polleras me tiene tan loco que a veces pienso que cuando estoy encima de mi cama, todo el relajo lo realizo maquinalmente y más que un semental me asemejo a un robot. Todas esas cosas las realizo automáticamente, o como si estuviera supeditado a un libreto: hablarle a ella, convencerla, llevarla a mi cuarto, trancar la puerta, desvestirla, desvestirme, acostarnos, funcionar, y acabada la función vestirnos, darle unos pesos, acompañarla hasta la esquina, chau, mirar otras polleras…

Para ser la primera vez que me estoy tomando unos tragos, se puede decir que estoy borrachito y decepcionado; y si a ratos lloro un poco no me hagan caso, porque ¿qué son dos lágrimas sobre las mejillas de una persona que desde hace miles de siglos solamente ha visto cadáveres y polleras?

He perdido la cuenta de las mujeres que he tenido, como también de las que me han abandonado en cuanto descubrieron en qué consistía mi trabajo. ¿Hijos? Cuando me contaron que mi cosa no solo servía para hacer pis, la población de nuestro país estaba por los cuatro millones de habitantes, ahora, gracias a mí, está llegando a los siete millones.

Para mí los cadáveres son una especie de herramienta de trabajo, porque si algún día –Dios no lo quiera ni el Diablo lo permita– me llegaran a faltar, puedo quedar relocalizado. Es más, por las noches, cuando mi turno se extiende hasta el día siguiente, yo me doy el lujo de dormir tranquilo, porque si sé evitar las maldades que a mis espaldas me quisieran hacer los vivos, ¿qué puedo temer de los muertos echados sobre las mesas de cemento del anfiteatro y que solo hieden por efecto del formol que les he enchufado en determinadas partes de sus cuerpos?

¡He visto tantos de ellos, de ambos sexos, que ni siquiera el cuerpo más bello que viene a parar a mis manos, por decir el de una cholita de 15 años –futura Miss Camposanto– me despierta el deseo o las ganas de resucitarla a través del caldito de cardán humano!

Nuevamente les pido que me perdonen por este llanto. A mi edad, cuando los 40 años que tengo me encorvan los pensamientos, y yo tontamente creía ser el más ducho entre los vivos, me he enamorado como un animal de dos patas, como un eunuco recién castrado, como luciérnaga enamorada de una linterna de pilas… y ella no me ha hecho caso. Es más, se ha burlado de mi cariño, y si hasta ahora no me ha mandado a la mierda, es porque ella es una cholita bien educada.

Se llama Virginia y tiene 16 años hermosamente distribuidos por todo su cuerpo. A través de la gente, me enteré de que ella nunca había conocido hombre, y que su boca solamente había besado ese crucifijo que protege su pecho, y que, cuando ella camina, parece –me refiero al crucifijo– que se quebrara el par de secretos que palpitan al compás de su corazón.

Y me enamoré aquel maldito día en que, paseando por el mercado, el vaivén de su pollera llenó de luz mis ojos; y por primera vez –cosa rara– el sexo perdió su entusiasmo y mi devaluado corazón latió más fuerte en honor a ella. Yo, precisamente yo, el morguero más antiguo del hospital, quise ser el más servil de los esclavos con tal de que Virginia sea mi diosa, mi ama y mi patrona.

(Supe que mi hechicera llevaba nombre tan lindo porque alguien la había llamado así, no recuerdo dónde ni cuándo, y ella atendía prestamente a dicho llamado).

Parece que este mi relato les ha hecho dar sueño porque están cabeceando como si no se animaran a dormirse, o sí, y esto es bueno, porque como están igual que una lombriz arrastrándose en medio de un pomo de clefa, les voy a seguir contando mi desgracia (al final el que está pagando los tragos soy yo). Esta mañana, por primera vez en mi vida, me falté al trabajo y me vine a esta cantina para buscar en el alcohol el alivio –desesperado al no haberlo podido encontrar en ningún otro lugar– que tanto estoy necesitando.

¿Ya les conté cómo ella, al enterarse de mi subdesarrollado cariño, se burló de mí, y me dijo en mi cara que primero muerta antes que dar su amistad a un achachi-anciano como yo, que primero el purgatorio al infierno lleno de formol donde yo era algo así como un profanador de cadáveres? Fue tal la gracia que le provocaron mis sentimientos que una tarde, cuando pretendí probar sus labios, recibí un sopapo. Pero a mí me pareció un regalo divino, un premio especial de los dioses para los que, amando por primera vez en la vida, aman con el alma, y solamente recibimos casi nada, o en vez de nada, asco y desprecio, cuando no un sopapo.

Como de costumbre, yo volví a mis muertitos y muertitas, pero mi corazón quedó perdido en el laberinto de los desaires de mi odiosamente amada Virginia. Por sentirme cerca de su lejanía, alquilé un cuarto en la casona donde ella vivía, y varias mañanas encontré mi puerta impregnada de orines, basuras y otras mierdas. En cuanto me veía, escupía mi camino; antes que un saludo afectuoso, mil maldiciones salían de esa su boquita, y por si acaso, forzaba a salir un vientecillo sonoro de entremedio de sus sinuosas posaderas y –odio de por medio– me gritaba: “¡esta es mi respuesta a tus macanas!”.

Sé muy bien que cualquiera puede dormirse al escuchar esta charla tan ordinaria y de segunda categoría, y si los ojos de ustedes ya no dan más, debe ser por efecto de lo que hemos estado tomando. Aún así,
me escuchen o no, les cuento que desde que la conocí a la Virginia, mi felipito-chiquito-trabajador-hartito me dejó tranquilo. En cuanto yo miraba una pollera, este mi amiguito se alborotaba, pero bastaba que mis pensamientos volasen en pos de los desprecios de la que ya sabemos, para que yo quede como perro pateado por gato cimarrón, y el mundo se me transforme en un vía crucis donde mi amor era tan solo una comedia mal interpretada. Virginia era lo mejorcito que Dios había hecho el día 6.666 de su Creación.

Ya les he contado que las carnes que componen el ser humano, sea hombre o mujer, no tienen secretos para este par de manitos que al no encontrar senderos desconocidos mientras los recorrían buscando
autopsias anónimas, bisturí de por medio, se metían en las carnes y solo salían de allí manchadas de sangre coagulada de pecados. También les he contado que a mis 40 mil años me había enamorado como llokalla recién destetado de ubre prestada, pero (ahora sí están más borrachos que este absurdo sentimiento hecho lamento), les cuento que anoche, a mi amor vuelto dolor llamado Virginia, lo he tenido entre mis manos. La trajeron porque el guión que dirigía su vida ella lo había roto antes de deshojar la
segunda página; y cuando vi su cuerpo sin vida y bellamente hermoso en sus 16 años, comprendí que mi orgullo no iba a permitir que la desnutrida muerte me fuese a quitar aquello que mis noches de insomnio habían labrado con tanto dolor y desengaño.

Esperé la madrugada. Después, cuando los lamentos de los enfermos se perdieron entre somníferos y estrellas, y sin que nadie se dé cuenta, cargué su cuerpo hacia mi cuarto, lo deposité en mi camastro, apagué las luces, y levantando sus púberes polleras, le robé en muerta su virginal pureza, porque habiendo estado viva, yo, el morguero más antiguo del hospital, solo le llegué a causar asco y menosprecio.

Yo sé que eso está mal hecho. Es más, si bien esta tarde sus familiares la enterraron a mi cruel Virginia, yo, estimados señores (ya están todos mulas de borrachos), quería decirles que la bala impaciente que espera destrozar mis ideas y decepciones, dentro de este revólver que se abriga en una de mis axilas, lleva el nombre de ella. Es por eso –primera vez que abandoné mi trabajo– que si a alguno le interesa, dentro de unos instantes mi puesto estará vacante, y yo me convertiré en uno más de los que colaboran con su cuerpo a los estudiantes de medicina en sus tareas prácticas…

Nació en La Paz en 1957 y falleció en 2006 en la misma ciudad. Habitante del submundo urbano. Es autor de Coba: lenguaje secreto del hampa boliviana (1991), Relatos de Víctor Hugo (1996), Alcoholatum & otros drinks (2001), Borracho estaba pero me acuerdo (2002), Avisos necrológicos (2005) y Chaqui fulero (2007).  

“Cadáveres y Cía.” forma parte de Relatos de Víctor Hugo. Cochabamba: s.e.
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