Carlos Battaglini
“No sabemos muy bien lo que tiene, pero creo que lo podremos salvar”. Son las palabras del doctor informático ayer sobre las 19 horas pasadas. Entraba el sol por la puerta de mi casa, dotando de claridad a la estancia. Yo, teléfono pegado a la oreja derecha (a donde, si no) daba paseítos cortos, nerviosos, por la cocina, por el comedor y asentía continuamente y creo que de vez en cuando decía “de putamadre”.
Sí, parece ser que mi portátil se va a salvar. Ya llevamos muchos años juntos. Me ha dado pocos disgustos en los casi seis años que llevamos compartiendo soledad. Pero tiene muy mala fiebre: cuando se pone malo, le sube la temperatura muchísimo. Digamos que tiene unas fiebres aparatosas. Pero es fuerte, un toro, y siempre sale para adelante. Vamos juntos.
De manera que ayer tampoco pude contar con el androide. Y un día más (aunque esta vez he dormido bien) no he podido continuar con mis relatos y en su lugar, actualizo mi blog. Un asco esto de los blogs. No sé cuántos hay en Internet, pero si superan el millón, no me extrañaría nada. Hay tanta, tanta información que uno no tiene más remedio que descartar, rechazar.
Y ahora, cuando mi perrita me acaba de rozar las tibias, sensación maravillosa, me acuerdo que en Londres, allá por el año 1995 me encontraba en el barrio de Knightsbridge, donde habitan los megadescomunales almacenes Harrods.
Veníamos de contemplar varias salas atestadas de figuritas, joyas, alfombras, vestidos, muchísimas salas, todas de una calidad increíble. Y se abría otra sala, y otra, y otra, y todo de calidad, y todo perfecto y todo maravilloso, hasta que me dije, “¡ya no puedo más!. Es demasiada belleza. Demasiada belleza”. Y recordé que hoy en día hay que renunciar a la belleza, seleccionarla, casi a diario.
Lo voy a decir. Me gusta leer El País. A pesar de que creo que mucho de sus “opinadores” tienen un nivel dudoso, lo cierto es que este periódico siempre te muestra algo, un nuevo camino, una nueva senda de belleza, una oportunidad a la curiosidad.
Disfruto abriendo casi a diario la sección cultural y encontrándome con entrevistas a escritores, comentarios de arte, música etc. Todo eso está muy bien. Durante la semana se puede sobrevivir.
Los problemas comienzan el fin de semana. Con los malditos suplementos. Allá que me levanto y veo encima de la mesa del comedor una pila de periódicos, revistas y demás y me empieza a entrar una especie de estrés. Supongo que les pasa a aquellos que lo quieren leer todo. Ya desde pequeño, pegaba mi cabeza al cristal trasero del coche para leer todos los carteles que se presentaban a mi vista. Era una manía, una obsesión, un juego y creo sinceramente que aprendí más a leer así, que en el colegio.
Cada vez que veo algo “leible”, sufro la tentación de abrirlo, hojearlo, darle un buen vistazo. De ahí que cuando llega el fin de semana y me encuentro con la montaña de papel no sepa que hacer. Abro el suplemento dominical y siempre hay algo, casi todo, que me gustaría devorar. Hace unos años, tenía por costumbre irme a acostar todos los domingos a las 3 de la mañana, leyendo todo lo que traía El País los domingos. Ya era una norma.
Ya no. Ahora tengo claro que mi prioridad son los libros, las novelas. Que los fines de semana tengo más tiempo y por tanto, los abordo con más intensidad. Las revistas siempre pueden esperar, los suplementos no hacen más que darle vueltas a temas ya manidos, a sucesos de los que ya han hablado o volverán a hablar en breve. Los libros, es otra historia.
Pero claro que sigo leyendo los fines de semana los suplementos de El País, muchas veces el Babelia vale la pena. Pero desde hace tiempo he tomado la gran decisión: renunciar. Decir que no. Que no voy a leer todos esos tochazos, que no me voy a cansar la vista con tanta información, que no vale la pena. Y creo que el problema es ese, que hay tanta información, tanta belleza que al final deja de ser bello.
Pierde la gracia. Sería cansino si en la calle todas las tías estuviesen buenas. Al principio, como en Cracovia, como en Praga, el hombre (o la mujer si fuese al revés) abriría la boca, pensaría que está en el paraíso, pero luego sería demasiado. No puede ser que hasta la tía que carga las bombona de butano tenga unas tetas descomunales y unos labios ultracarnosos. Too much for the body buddy!!
Y así me pasa los findes. Que hay demasiada buenorra, un exceso de irrealidad, un “efecto Harrods”, un abuso de la capacidad humana, que es como sabemos, limitada. Así que desde hace algún tiempo, me limito a hojear lo que viene el finde, a seleccionar y a renunciar, si no, acabaría un poco más loco. Muchas veces, desde hace un tiempo, ni abro nada.
De ahí que Internet me parezca demasiado. No se puede abarcar todo eso. Nunca se podrá asimilar tanta información y siempre, como un hotel abandonado y enorme, hay más puertas por abrir, y siguen abriéndose compartimentos, pasillos, posibilidades y tu ahí, detrás, harto ya.
Pones en google, el nombre de algún personaje, un escritor, una tenista, y te encuentras con más de un millón de resultados, ¡¡joder!!. Internet, creo que lo he descubierto, me aísla de la realidad, me hace perder el contacto con la carne, con los ojos, me introduce en una esfera fría, helada, irreal que me desespera un poco. Y así vamos.
Ayer, por cierto, mientras veía un reportaje sobre Chris Evert, casi lloro. Es increíble el grado de sensibilidad en el que actualmente me hallo sumergido (releyendo esta frase, me ha sonado cursi). Respiro bajo una mezcla de nervios, expectación, sabor a cambio que hacen que a veces ni sepa donde estoy. Todo es un vivir, pero bajo un áurea extraña que hace que me emocione por nada, que me entristezca por nada, que mis sentimientos se hallen a eso que dicen, “flor de piel”.
Y me encuentro en el cuarto, observando a la bella Evert, como narra su última victoria épica frente a la gran Navratilova. La lucha, la emoción, los gestos del triunfo, y de repente, me veo en frente emocionado, casi derramando lágrimas. A lo mejor deseando casarme con una mujer parecida a Chris.