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Televisión, antes y ahora

De: Raúl Trejo Delarbre / Inmediaciones

La televisión vulgarizó —en todos los sentidos del término— a la cultura del siglo XX. La transmisión de imágenes a distancia contribuyó a democratizar, en alguna medida, el consumo cultural. Esa ampliación en el acceso a contenidos audiovisuales tuvo costos impuestos por el formato simplificador y estereotipante de la televisión y, también, por el interés comercial que determina la mayor parte de sus programas. La cultura televisiva fue cultura de masas y viceversa. Modas y clichés, pero también consensos e ideologías, tuvieron que pasar por el cernidor de la pantalla televisiva y antes por las decisiones corporativas que orientan a ese medio, para llegar a la sociedad.

La televisión, como cualquier otro medio de comunicación, no muestra toda la realidad sino segmentos de ella. Los retazos de la producción artística, los acontecimientos noticiosos o los eventos deportivos, entre tantos otros contenidos que propaga, deben ceñirse a las limitaciones de tiempo (un recurso evanescente en la siempre apresurada televisión) y desde luego a las restricciones técnicas.

Las imágenes, primero en blanco y negro y más tarde en color y ahora más nítidas gracias a la alta definición, se han perfeccionado. Más allá de la calidad técnica, la televisión mantuvo tres características. En primer término es un medio hecho por pocos (productores y  administradores) y dirigido a muchos.

En segundo lugar la televisión abrevia, reduciendo su complejidad y riqueza, prácticamente cualquier discurso (literario, político, periodístico, etcétera). Quienquiera que busque cabida en ella tiene que ajustar su mensaje al lenguaje sucinto, ligero y directo que la televisión requiere. La cultura, trasladada a la televisión (hay excepciones, pero escasas) padece ese proceso simplificador y, entonces, con frecuencia desnaturalizador.

El tercer rasgo inherente a la televisión y que ha definido las maneras como sus audiencias reciben y miran esos contenidos radica en su carácter de medio de comunicación frío como lo denominó el pensador canadiense Marshall McLuhan. La atractiva amalgama de imagen y sonido, el discurso continuo y autorreferencial, así como la unilateralidad en la transmisión de mensajes (las escenas llegan al televisor sin que tengamos posibilidad de responder a ellas) propician una atracción magnética.

La televisión no nos pide nada excepto que permanezcamos frente a ella, mirando el desfile de escenas que presenta. No es preciso responder, pero tampoco reflexionar ante el televisor. Por supuesto nunca somos receptores impávidos, dispuestos a digerir mecánicamente los mensajes de la televisión. Pero a diferencia de la prensa y los libros que involucran al lector (por eso a menudo “dialogamos” con el texto que estamos leyendo pero en cambio nadie en su sano juicio “dialoga” con el televisor), o de la radio cuyos mensajes acústicos necesitan ser complementados por nuestra imaginación, la televisión sólo exige atención.

Los personajes de la televisión (actores, locutores, concursantes, reporteros) nos resultan cercanos. Con ellos, adquirimos una familiaridad

que no le adjudicamos a quienes aparecen en otros medios. La imagen del televisor impone su contexto y al lograr nuestra atención intensa nos coloca, así sea momentáneamente, en su realidad. Los personajes que miramos cotidianamente se tornan en referencias públicas, independientemente de que compartamos o no lo que dicen. Por eso hemos hablado de “Jacobo” o de “Joaquín” al referirnos a conductores que ocuparon la pantalla para dar noticias durante décadas, o de “Saby” o “Verónica” en el caso de conocidas actrices de telenovela.

No basta con aparecer en televisión para ser parte de esa galaxia de personajes. Hace falta la asiduidad que dan la comparecencia semanal, o incluso diaria, gracias a la cual hacemos de la observación de esos personajes una costumbre. Y hace falta que ellos se ciñan al ya mencionado lenguaje conciso y directo de la televisión en donde los gestos (pocos, pero notorios) dicen más que muchas palabras, las palabras (pocas, pero enfáticas) son complemento de la imagen y el mensaje (noticias, emociones, escenas) demanda nuestra atención con recursos icónicos y acústicos que siempre resultan estridentes. Como hemos dicho, no es suficiente estar en televisión para beneficiarse de la atención y sobre todo la confianza de los televidentes. Eso les sucede con frecuencia a los políticos, cuando aparecen en televisión con discursos, explicaciones e incluso ademanes que no se adaptan al estilo televisivo.

La televisión nos permite reconocernos como parte de una nación y del mundo y nos acerca a los acontecimientos. Más allá de la ordinariez y parcialidad de sus contenidos, pero junto con ellas, Televisa llegó a ser uno de los principales factores de integridad nacional.

La señal de esa televisora contribuyó a homogeneizar las concepciones que en todo el país tenemos acerca de lo que es México, con más eficacia que cualquier proyecto cultural o educativo del Estado. Al mismo tiempo la televisión nos permitió enterarnos, en ocasiones con inquietante oportunidad, acerca de hitos o virajes de la historia. Los funerales de John F. Kennedy, en noviembre de 1963, trajeron a los bisoños televidentes de aquella época la conmoción después del atentado. El programa “Nuestro Mundo”, transmitido en junio de 1967 con señales en vivo desde 14 países, fue la primera constatación, en directo, del mundo globalizado al que estábamos llegando. En el televisor vimos la llegada a la Luna una inolvidable noche de julio de 1969 y, dos décadas más tarde, la significativa caída del Muro de Berlín.

Hoy hemos perdido, junto con la capacidad de asombro, la conciencia de la simultaneidad entre los sucesos y su transmisión. En vez de ello tenemos la permanente y comprobada sensación de que ocurren muchas cosas, todo el tiempo, en todas partes, sin que por lo general podamos discernir lo importante, de lo intrascendente.

La televisión, a partir de ahora

En el siglo XXI, la televisión es otra cosa. Cada uno de sus rasgos se ha modificado en el entorno que algunos denominamos Sociedad de la Información, definido por las redes de datos organizados y propagados de manera digital. La televisión sigue tenido un papel muy relevante para transmitir eventos pero ya es desplazada como fuente principal de información.

De las noticias, nos enteramos en las redes digitales. Twitter tiene una agilidad que supera las previsiones de cualquier medio de comunicación.

En la anterior etapa de la televisión, en todas las redacciones de periódicos y noticieros era indispensable tener un televisor sintonizado en CNN. Ahora lo que resulta imprescindible es tener conexión para enlazarse a Twitter y otros espacios de la Red de redes.

El apabullante exceso de datos de toda índole hace más necesario que nunca el trabajo de selección y jerarquización por parte de los medios. Sin embargo quienes manejan los medios convencionales, y en primer lugar la televisión, no han comprendido las implicaciones de ese nuevo entorno. Los noticieros de televisión tendrían que explicar los acontecimientos y darles contexto, en vez de empeñarse en repetir notas que los internautas ya conocieron, horas antes, en las redes sociodigitales.

La televisión aún ocupa un sitio central como fuente de información o entretenimiento entre quienes no tienen Internet o la usan poco. Pero para los jóvenes, por ejemplo, es un medio prácticamente ausente. La televisión (es decir, la transmisión de imágenes y sonido a distancia) no desaparecerá al menos en el mediano plazo. Pero las maneras como se le utiliza han trastocado los rasgos que la definían.

La simplificación retórica que define a la televisión se mantiene en muchos espacios en línea, llegando a un patente empobrecimiento de la expresión en redes como Twitter. Sin embargo en Internet hay una flexibilidad y variedad de espacios y recursos que no tiene la televisión. Internet es un medio cálido. A diferencia del carácter frío de la televisión, que ofrece el mensaje completo sin que el televidente tenga que esforzarse para interiorizarse en él, Internet y especialmente redes sociodigitales como Facebook, Twitter e Instagram, requieren de la participación de la gente. Ante el televisor éramos espectadores. En Internet somos usuarios.

La contemplación del televisor ha cambiado. Ya no tenemos que aguardar un programa a una hora fija porque lo grabamos en el decodificador o lo encontramos en línea. Desde hace tiempo veíamos películas en DVD (y antes en formatos que hoy parecen antediluvianos) y la televisión por cable y satélite incluye centenares de canales con una especialización de contenidos que ha contribuido a mermar las audiencias de la televisión abierta y que son opciones para audiencias con intereses específicos. Los grandes ratings y la popularidad de los personajes de la televisión han sido reemplazados por una multiplicidad de señales, opciones y contenidos. Además, como bien sabemos, existen servicios de descarga continua (no hay equivalente para el término streaming) que se encuentran asentados en Internet.

Los servicios como Netflix para algunos son televisión porque, aunque en otra plataforma tecnológica, implican la distribución de contenidos audiovisuales a distancia. Sin embargo muchos de tales contenidos son producidos, y todos ellos son difundidos, por empresas distintas de las televisoras tradicionales.

Netflix registra al instante las preferencias de sus públicos. Los gustos de esas audiencias se retroalimentan. Modas y tendencias culturales son redefinidas o ratificadas a cada momento. Entre esos contenidos hay espacio para la búsqueda y la calidad, que eran infrecuentes en la televisión tradicional. Los jóvenes no miran el televisor pero consumen programas de televisión en la computadora, la tableta o el celular. Ya no compramos televisores sino pantallas que conectamos  a variadas fuentes de contenidos.

La tendencia a mirar varias pantallas a la vez rompe con la contemplación magnética del televisor. Quienes navegan en la computadora o tienen en las manos el iPad o el celular mientras ven además el televisor ejercen un nuevo consumo audiovisual, menos intenso porque deja a un lado la concentración en una sola pantalla pero a la vez menos dependiente del antiguo aparato receptor. La contemplación pasiva deja su sitio al consumo múltiple y activo, especialmente cuando dejamos registro en las redes sociodigitales de nuestras reacciones ante el acontecimiento o el programa en directo que estamos mirando en el televisor.

Gracias a las redes sociodigitales la televisión recupera en esas ocasiones su carácter como medio de masas pero ahora, además, con interlocutores que retuitean un mensaje pero que también pueden propagar sus propias opiniones.

Así se articulan nuevas interacciones entre medios como televisión, Internet y cine. El selfie que el actor Bradley Cooper tomó con el celular de la conductora Ellen DeGeneres durante la ceremonia de entrega de los Óscares, en marzo de 2014, hizo evidente esa convergencia.

Se trataba de un recurso comercial para anunciar una marca de teléfono celular pero, sobre todo, esa imagen mostró las posibilidades de interacción entre diferentes plataformas tecnológicas y entre el espectáculo y sus espectadores.

La foto de Jennifer Lawrence, Meryl Streep, Brad Pitt y otros actores fue retuiteada, durante la transmisión de ese programa, dos millones cien mil veces. La televisión es otra, en el entorno digital. Está dejando de ser el centro de un sistema mediático concentrado, para ser parte de un ecosistema con intensa, descentralizada, a menudo confusa pero también plural,  irculación de mensajes.

La televisión puede aislarse en ese entorno, pero también podría ser parte de una nueva conversación social. Eso depende, al menos en alguna medida, de la exigencia de sus públicos.


Raúl Trejo Delarbre es investigador en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.
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