“Con el terror de la ciudad y con el estruendo del eco en la montaña, me siento aterrado” - Jaime Saenz -
Hay mucha necesidad de narrar y de narrarnos. Salem Arce Tavares se encuentra ahí donde “el papel es el único verdadero oyente en un mundo de oídos indiferentes”. Y es en esta necesidad de narrar que se cumple un milagro, el milagro lacaniano de la lectura, de cuando es el libro en leer al lector generando la indestructibilidad de las historias, de los perfumes y de las percepciones, de las palabras, las canciones y los sabores, de las memorias remotas y las imágenes. Describiendo así el estado de animo de nuestra época, que es violento y violento es el resentimiento por un complejo de Edipo mal metabolizado, por la ausencia de una pureza en el deseo, en la responsabilidad y en el empeño. Sepultado el siglo corto no hubo referencia alguna que el orden del caos, una postilla a un macabro teatro de danzantes sin dirección, ságomas de Beckett en un paisaje desnudo y cementado. Nihilismo o muerte, mientras la anterior generación sigue buscando los valores que engulle esta generación, la generación de las pasiones tristes. Describe la liberación que cree lograr el ser posmodernista, con el sexo, la violencia y la apología a una realidad cruel. Historias que se yuxtaponen creando un finísimo rompecabezas, un mosaico de vidas que se atraen y se rechazan con voluntad y sin pathos. Anteros en lugar de Eros, Ares en lugar de Thanatos.
La escritura de Salem Arce es un film sin interrupciones, una serie televisiva sin el tiempo para un café, unas galletas, una distracción de este irrazonable mundo que lo lleva “a divagar un poco con la belleza oculta en las palabras”. Viendo a Quentin Tarantino o a Lars Von Trier, recorriendo el estilo persuadido de John Fante, los perfiles psicopáticos de los villanos que nos ofrecen asco, miedo, pena, compasión, tristeza, ira, y todo lo anormal que tiene solamente una vida distinta de lo normal, una vida de mayor o menor duración. Tramas escalofriantes que conducen siempre al guion cinematográfico, afilando un lenguaje que desafía a una sociedad ya homologada y dominada por el capitalismo más salvaje, y una concentración milimétrica que logra definir muy atentamente la distancia que separa la tragedia de la comedia. Todo sentimiento va desnudándose, el egoísmo y la envidia, el odio y el miedo, el dolor y la rabia. Escritura viral. Ironía cruda. Realismo crudo porque no llega a la suciedad de Raymond Carver o de Richard Ford y bordea solamente cuanto escribió otro boliviano, Victor Hugo Viscarra. Nada de nuevo bajo el sol que alumbra, alguien dirá, pero con una manera nueva de decirlo. En una narración bien hecha dos más dos hacen siempre más de cuatro. Hay ficción que saben narrar exquisitamente las mentiras y la sempiterna dicotomía que diferencia el ser humano de cualquier otro animal.
Salem Arce escribe enfrentando aquella libertad que en nuestra sociedad consumista ha generado, como anunció visionariamente el poeta Pier Paolo Pasolini, una forma inédita de esclavitud. Será por eso que le hace decir a uno de sus personajes: “¿Alguna vez te preguntaste de dónde vienen las palabras?”, las palabras que aun buscan un lugar en el teatro de las imperfecciones humanas, un sitio adonde sea permitido aun “reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio”.
Salem Arce continúa en su intento de gobernar lo invisible, y lo hace con una herramienta tan antigua que es la escritura, propio porque la palabra es como la sal, y la palabra como la sal es siempre importante.
Maurizio Bagatin