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Ni las palabras, ni los lectores, son inocentes

Un periodista tiene que saber que las palabras no son inocentes. Debe saber que son seres vivos que trepan por las paredes de la vida y de la muerte, que caminan a pasos de leyenda con intenciones capaces de hacer brotar agua fresca del estómago de las piedras, que pueden mostrar el universo de los personajes para recordar que en este mundo los seres puros no existen. Lo primero que tiene que saber un periodista es que cada palabra que coloca como un ladrillo en la construcción de una historia, no está ahí por mera casualidad. Debe elegirla porque esa es la palabra que merece ser recordada, pronunciada, aprendida, y mucho después, olvidada, porque vendrán otras para ocupar su lugar y dar paso a las que nacerán después, cuando el mundo sea otro o siga avanzando por su órbita de la repetición.

No es lo mismo decir, por ejemplo: cuartito, que cuartucho; mensajero, que correveidile; desocupado que, sin oficio; malvado, que sin corazón. Cada una de ellas goza de un sonido labrado a golpe de cincel, un color pintado en el interior de la memoria, anida en los escondites del pasado, de los libros que uno ha gozado incluso antes de conocer el sexo, de los viajes que han llegado para que la vida nunca más vuelva a estar quieta. Hay que elegirlas por el tamaño de su musicalidad, por la furia de su potencia, por la bondad de su significado, por el sabor que deja en la boca cuando se la pronuncia en voz alta, por el olor que emana cuando la pensamos antes de que llegue a los otros, por los vacíos que nos dejan cuando se nos van de las manos. Hay que atraparlas en el aire cuando revolotean por la habitación mientras miran por la ventana, hay que abrirles la compuerta de nuestro mundo interior para que bajen como el agua que cae de esa montaña que crece en el horizonte oculto de nuestros recuerdos.

No es lo mismo decirlas hoy, que decirlas mañana o dentro de veinte años, cuando sea tarde, cuando muchas palabras ya estén bajo tierra, muertas; o estén desgastadas o desempleadas o aburridas caminando solitas hacia los montes del olvido. Las palabras que se las repite una y mil veces se desgastan, pierden su efecto, se vuelven inútiles, envejecen, mueren y caen embestidas por las balas de otras palabras. Algunas son solo una estrella fugaz y quedaron ahí para que con su resplandor iluminen a las otras que vienen, o incluso a las que ya tienen la edad de Matusalén. A las palabras hay que decirlas, hablarles por su nombre; hay que escribirlas, contarles por qué están ahí; hay que leerlas, para que escuchen el latido de su corazón.
Una palabra se suma a otra y a otra. Juntas van formando una comunidad estructurada, van —si todas hacen su trabajo o si se las dejan hacer —escribiendo una historia monumental. No se trata solo de escribir bonito, de pintar un lienzo con imágenes poéticas y con sonidos de timbales. Se trata de construir una trama, de edificar personajes, de levantar héroes y después destruirlos, de que cada párrafo vaya consolidando un suspenso, anticipando el desenlace que vendrá después, advirtiendo que llegará un cazador con intenciones de desplomar al monstruo que habita en las entrañas de la sociedad.

Un periodista debe saber que sus lectores no se alimentan solo de noticias, que ahora más que nunca no se puede dar el lujo de ampararse en la pirámide invertida, en la fugacidad de una conferencia de prensa, en el trino mezquino de 280 caracteres. Debe darse cuenta que a la gente le gusta que le cuenten y que le cuenten bien porque los lectores, al igual que las palabras, no son inocentes.

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