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Imputaciones a la carta

Siento tener que romper la promesa que me hice hace algunas semanas de ya no referirme públicamente al estado desastroso de la justicia, pero la reciente imputación penal al Ing. Edgar Villegas por el delito de instigación pública a delinquir ya raya en lo esquizofrénico y no podré cumplir aquella.

No estoy descubriendo el hilo negro si afirmo que la judicialización de la política o la politización de la ley no son novedades. Pero lo novedoso es la impresionante creatividad que tienen nuestros jueces y fiscales para, velozmente, endilgar la comisión de delitos y adecuarlos incluso a la más magnánima conducta, si se trata de quien no conviene al gobierno o no tiene poder político o económico.

Pero, en los últimos cinco gobiernos (incluido el de Jeanine Añez), la judicialización de la política se ha constituido en un fenómeno que no es exclusivo de estos periodos constitucionales ni privativo de nuestros jueces. Más bien se ha vuelto una tendencia de grandes alcances, pues sus límites espaciales tienden a coincidir con los del planeta y sus límites temporales, con los de la modernidad. Claro que, como ya dijimos, en la Bolivia de los últimos por lo menos quince años, tenemos el ingrediente siempre repulsivo de una sobredosis venenosa de quienes están a cargo de la administración de la justicia y de los agentes del Ministerio Público, que superan ampliamente el reporte de Transparencia Internacional que nos sitúa como el tercer país más corrupto de Sudamérica.

Por eso la judicialización de la política en Bolivia tiene características propias, pero ante todo muy gravosas para la democracia, porque, como rasgo muy propio, no se reduce al activismo de los jueces en cuestiones políticas, sino también al de actores políticos y sociales que los invocan (entiéndase: ordenan), lo que permite distinguir nítidamente entre una judicialización promovida por los ciudadanos y los movimientos sociales, es decir “desde abajo”, y una judicialización impulsada por las élites políticas, o “desde arriba”. En definitiva, en la “democracia” boliviana, que desde nuestra perspectiva es más eleccionaria que de libertades y garantías plenas, existe una abismal diferencia cualitativa entre los derechos de los políticos en ejercicio del poder y los de los ciudadanos comunes, y peor si esa notabilidad se la debe a su disentimiento con el poder político.

No diría que en los últimos años se han dado casos emblemáticos de imputaciones, sentencias condenatorias y encarcelamientos sin ningún fundamento fáctico ni de derecho, porque las injusticias han menudeado en el raquítico sistema judicial boliviano; a pesar de ello, se me vienen a la memoria casos como el del hotel Las Américas, en que sin ningún sustento se ha montado una tragicomedia malvada “desde arriba” para privar de libertad a quienes en su momento eran amenaza política, o la farsa de más de 200 procesos abiertos a Marco Aramayo que halló la muerte tras ser torturado, sin ningún castigo a los responsables.

No conozco personalmente al Ing. Edgar Villegas, pero por unas semanas del 2019 fue quizá el hombre más mediático del país. Denunció graves irregularidades en las elecciones generales de ese año, lo cual aún, si no se ajustara a los hechos, es un derecho de expresión inalienable; el mismo derecho de opinión que en su momento se ha adjudicado, por ejemplo, el exprocurador del Estado, que hace unos dos años puso en escena un sainete con un “recuento” de votos encargado a no sé quienes y que, por supuesto, dio como resultado unas impolutas elecciones. Ello no lo incriminó, pero sí lo puso en ridículo.

El Ministerio Público, en su afán de atenuar la sinrazón de haber imputado a Villegas por instigación pública a delinquir, adujo que ese tipo penal no amerita ni detención preventiva ni cumplimiento efectivo de privación de libertad. El caso es que quien no adecúa sus conductas a tipificaciones, aun de delitos de bagatela, no tiene por qué ser condenado ni a un día de trabajos comunitarios. Pero lo que sus acusadores buscan, a falta de un tipo penal que válidamente pueda incriminarlo, es su descalificación social, porque un reo rematado aún sea por delitos menores, pierde ciertos derechos que nuestra trágica justicia pronuncia a pedido, a la carta.

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