A fines del siglo XIX, los conservadores bolivianos llamaban “macaquismo” a la supuesta afición de los liberales de “monear” irreflexivamente las poses y disputas del primer mundo. Especialmente las de París, de las que todos recibían noticias rezagadas, salvo por algún viajero suertudo. A los conservadores los movía también el temor a los tiempos y un apego interesado a ciertas tradiciones, no todas las cuales merecían ese celo.
No obstante, la figura del monito que remeda los gestos de su amo es una observación psicológica que habría que conservar como prevención colectiva de determinadas meteduras de pata. El darwinismo social y el racismo de algunas escuelas europeas en boga traicionaron, por ejemplo, a los liberales bolivianos que las adoptaron, prestos a condenar a los indígenas y su tradicionalismo “incivilizado”. Ciertos conservadores, religiosos, eludieron en cambio esas adscripciones, aun si la práctica social boliviana fue en general odiosa en la materia.
Esa debilidad sin filtro por la moda tuvo antecesores más de un siglo antes, cuando los borbones dispusieron que la administración colonial se ajustara a los usos ilustrados, muy “in” en los gabinetes europeos. La reacción que devino en la independencia americana estuvo vinculada a esa asimilación dócil de ideas y prácticas, sin considerar el suelo al que se trasplantaban.
En algún sentido, la censura indianista y katarista a la derecha y a la izquierda colonial se lee igual como crítica al “macaquismo”. La derecha, atenta a las lecciones de éxito de Occidente; la izquierda, a los libros de la editorial Progreso de Moscú o a las consignas maoístas de unos mimados estudiantes parisinos.
Obviamente que ése es un retrato grueso, que merecería un ensayo matizado. Las peloteras entre conservadores y liberales pueblan la historia americana –y la local– por más de dos siglos. Los nombres y las banderas cambian, las actitudes no. De tanto acoger, sin desmenuzar, las ideas y reyertas del “mundo”, olvidamos cómo hacer para convivir con respeto y construir un orden, pero aquí, no en París ni en Buenos Aires.
Adhiriéndose a los guerreros culturales religiosos, Víctor Hugo Cárdenas ha escandalizado pues al espectro más progre de la opinión pública. En una sociedad plural de verdad, una corriente minoritaria –como aquélla es aquí aún– no debería alborotar tanto a los abades y madres superioras de los dogmas antirreligiosos, salvo para aprovecharla (y así fomentarla, paradójicamente).
Eso no quita que el nuevo lenguaje de Cárdenas (sus importadas y envasadas menciones al “marxismo cultural”, y sus guiños a los evangélicos radicales) se explique menos por una epifanía, que por la prisa de hallar un bolsón electoral a la mano, duro y activista, emulando al impresentable Bolsonaro.
A causa de Víctor Hugo, cada pelotón de guerreros culturales, como otrora, se ve al espejo, bruñe sus cascos y siente en sus venas la gloria de su ejército mundial. Pocos recuerdan que, a diferencia de Buenos Aires –con los K– o Madrid –con Podemos–, aquí el Gobierno ha sido ambiguo y calculador en estas trifulcas, por su bastión de votantes y congresistas evangélicos. Los progres del MAS lo pasan por alto porque más fácil estrellarse contra el ajeno que lanzarle epítetos a un compañero de catre.
La realidad es aquí pues, gris y menos excitante que las vanidades de los que marchan a la guerra cultural que ocupa a otras partes del globo. Al menos en este tema, un juez podría citar aburrido la doctrina legal americana (para no acudir a la europea) que ha resuelto la contienda –siquiera formalmente y en la teoría–, para que nadie se agite tanto: la libertad religiosa implica respetar la opción conciencial de los menores, que los ateos no deban sujetar a sus hijos a clases de religión y que los religiosos puedan sustraer a los suyos de las doctrinas escolares opuestas a sus creencias, en tanto nada de eso importe violar derechos elementales. Así, los guerreros podrían ir en paz, envainar sus espadas y dejar el sumiso “macaquismo” por un día.