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El diccionario

Unas semanas atrás, fui a la conferencia de Concepción Company Company, una de las académicas mexicanas más brillantes a quien siempre intento escuchar (se la encuentra gratuitamente en la aplicación “descarga cultura” de la UNAM).

Como siempre, el evento fue ameno, pues alternaba sus argumentos con un rapero de origen indígena que mostraba cómo se apropia de los términos desde la vida cotidiana. Así, cuando hablaba de la palabra chocolate, le seguía el joven rapeando la historia de su abuela que lo introdujo a los generosos sabores del cacao.

Company explicó la importancia de la palabra en todas las culturas, nombrar es existir. Y recordé a Octavio Paz: “los hombres somos hijos de la palabra, ella es nuestra creación, también es nuestra creadora. Sin ella no seríamos hombres”. Y por supuesto, también a Jaime Sáenz: “La fe que mueve montañas es la palabra -la fe que hace resucitar muertos. Los fundadores de religiones conocieron la palabra; eran poetas. Ellos eran la palabra…”.

En el momento de las preguntas del público, Company que es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, explicó que no hay un español correcto. Contó que a menudo a la Academia la gente pregunta ansiosa cuál es la manera adecuada de decir algo, y la respuesta es: “úselo como quiera”.

La lengua no es correcta o incorrecta, y la función de la Academia no es señalar cómo se dice algo, sino recoger los decires de su población, dijo Company. Eso no niega, por supuesto, que el lenguaje está inserto en lógicas de jerarquías, de discriminación o legitimación, de poder, que actúan en el ejercicio del lenguaje. Pero subrayó que su función como Académica no es juzgar, sino describir los usos de la lengua en determinados contextos.

Al concluir, estaba a la venta en Diccionario de mexicanismos. Propios y compartidos, editado por la Academia Mexicana de la Lengua en el 2022. El monumental proyecto que duró años en ser elaborado por una comisión de académicos bajo la tutela de Company, consta de más de 800 páginas, 10 587 lemas o artículos lexicográficos, 22 333 acepciones. Lo compré sin pensar dos veces.

Llegando a casa, empecé a leer la introducción -además de no dejar pasar artículos que salieron en la prensa local sobre el libro, como el de Juan Villoro titulado “Cómo hablamos”-. En la presentación se explica la importancia de la lengua que, además de permitirnos la comunicación, “nos hace depositarios de la cultura y de la visión de mundo de aquellos que la utilizaron antes que nosotros”. Se explica la importancia de la renovación, de la herencia, de la variación, de su carácter “pluricéntrica y multinormativa”. Y resalta el privilegio de poder “hablar y escribir el español”, que “es una actividad común a casi 500 millones de hispanoparlantes nativos, repartidos en 20 países”.

Luego vino lo más entretenido. El viernes tuve una reunión en casa con varios amigos. Saqué el diccionario y le abrí campo entre los vinos y quesos que invadían la pequeña mesa central del living. Empezó el juego. Cada quien tomaba el grueso libro entre las dos manos y buscaba la palabra más mexicana, la más descabellada, la más vulgar o culta. Paseamos por “chale”, “chula”, “chingón”, “guaracha”, “chingado”, “coger”, “llegue”, “nopalear”, “güey”, “güera”, “huevonear”, y un largo etcétera. La neta, estuvo divertido.

En fin, no es por presumir, pero ya poseo mi ejemplar que, como alguna vez lo dije en otro caso, más que un libro es un juguete. Y lo tengo con una bella dedicatoria que escribió Concepción Company en la primera página: “en un encuentro gozoso de identidad lingüística mexicana”.

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