A finales de marzo, desde la terraza de mi casa en Miraflores, veía como las aguas del río Orkojahuira se tornaban transparentes, la paralización del aparato productivo tuvo ese efecto inicial. Parecía un presagio de la brevedad del confinamiento, una promesa de retorno a la normalidad. Mientras se endurecían las restricciones sanitarias emergía una especie de conciencia colectiva ingenua. En medios de comunicación y redes sociales se difundían esperanzas vagas: “Pronto volveremos a abrazarnos”, “Resistiré”, “Sé un héroe, quédate en casa” consignas optimistas convertidas en hashtags. Pocos imaginaban el devenir de los acontecimientos, dábamos por sentado retornar renovados a la rutina.
Confiábamos en las burocracias gubernamentales, la ciencia médica y las organizaciones mundiales de salud, mirábamos su intervención como una guía para vencer al COVID-19. Esas ilusiones se frustraron ante la dolorosa realidad.
La pandemia golpeó a Latinoamérica con fuerza, pero su llegada no podía darse en un peor momento a Bolivia. Desde finales del 2019 las heridas sociales producidas tras la caída del MAS han empeorado. Vivimos la crisis sanitaria bajo el efecto multiplicador de la crisis política. Ese enfrentamiento es el responsable de que los diferentes niveles del estado no hayan podido coordinar eficientemente para enfrentar la pandemia.
El duelo entre el MAS y los demócratas está costando vidas, enormes pérdidas económicas y generando las condiciones para un nuevo enfrentamiento social. Que miembros de ambos bandos enfermen no fue suficiente para generar una tregua. La lucha política no amainará, de hecho, la postergación de las elecciones nacionales agudizará una crisis cuyo pico más alto aún no podemos divisar.
Los demócratas usan la pandemia como excusa para postergar indefinidamente las elecciones. Salvar vidas es el discurso perfecto para camuflar intereses prorroguistas, el oficialismo intenta, implementando políticas macroeconómicas populistas, jugarse el todo por el todo para seguir siendo una opción electoral. El MAS recurre a la vieja estrategia de movilizar, paralizar y desgastar, plan que, de no existir la emergencia sanitaria, funcionaria dada la pobre base social de los demócratas. El problema es que la ciudadanía no puede movilizarse mientras las distintas crisis la golpean. Convocar a bloqueos y movilizaciones fracasará porque las prioridades se centran en reactivar negocios, salvar economías familiares, sanarse y llorar muertos. Es imperativo contar con un gobierno democráticamente elegido que permita superar este mal momento pero la pandemia es un factor que no se pudo controlar. El MAS capitaliza el descontento popular de lugares donde su base electoral es grande pero es una batalla perdida a mediano plazo porque no existen las condiciones para generar focos de presión social a nivel nacional. El partido de Evo Morales está atrapado en su propia radicalidad. Carlos Mesa y Comunidad Ciudadana también están cautivos, presos en un confort señorial. Deberían intentar penetrar en el electorado duro del MAS pero se les está acabando el tiempo. Mesa no sabe cómo realizar esa tarea, además, el racismo y la constantes agresiones del gobierno transitorio empujaron al MAS a cerrar filas para enfrentar a todos las amenazas que lo flanquean.
El clima político se polariza, es posible que su resolución se liquide de manera similar al desenlace del conflicto de finales del 2019. El MAS caerá ante la imposibilidad de articular un bloque popular amplio, no reconciliarse con las clases medias urbanas será la señal de su nuevo fracaso y esa reconciliación es imposible mientras mantenga un discurso tan intransigente. El gobierno transitorio operará con la misma brutalidad habitual: detenciones, represión y procesos legales. El MAS tiene en contra no solo al aparato represivo del estado sino también al antimasismo y a la emergencia sanitaria. Militares y policías, odio e indiferencia. Son demasiados, no puede ganar.
Comienza agosto y desde la terraza de mi casa veo fluir las aguas negras del río Orkojahuira, como si una gigantesca fábrica de alquitrán vertiera sus deshechos sin misericordia. En su margen, donde familias pobres tienen casas de calamina improvisadas, mujeres vestidas de negro queman una pila de ropa vieja y, a lo lejos, una jauría de perros hambrientos arrincona a un gato cimarrón para devorarlo. Las redes sociales se han convertido en obituarios y canales de pedidos desesperados de auxilio. Familiares, amigos y colegas han caído enfermos o están muertos. Hace una semana una amiga me llamó llorando para contarme que su tío había muerto en el asiento trasero de un taxi tratando de encontrar una farmacia aprovisionada de medicamentos. Al caminar por la calle Villalobos se ven decenas de personas enfermas hacer largas filas en laboratorios privados. Gente muere en sus casas o camino a hospitales con el sistema de salud colapsado. Esa es la dolorosa realidad, la desintegración de ilusiones mientras la crisis política se precipita a una resolución violenta.