No, no hablo de una relación entre humanos, sino de la relación entre un humano (yo) y signos gráficos (las letras del alfabeto). Aquel vínculo marcó mi vida a fuego, ya que me ayudó a paliar los abismos de la soledad y fue (en realidad, sigue siendo) un camino excitante, misterioso y estimulante hacia el infinito o, por lo menos, hacia la composición del desorden que habita este mundo caótico, limitado y a veces insoportable. Por todo ello, las letras, que durante mi adolescencia aparecerían y desaparecerían de forma intermitente, fueron de las cosas más relevantes de mi vida hasta hoy.
El caso es que durante la segunda mitad de los 90 mi madre solía ir de vez en vez a Ciudad de México (por entonces México D.F.) y de uno de esos viajes (creo que de fines de 1997) me trajo un abecedario hecho de goma, cuyas letras, de todos los colores, podían desmontarse para ser colocadas nuevamente en el tablero rojo. No obstante, tal regalo quedó en el olvido por unos meses, pues comprensiblemente yo estaba mucho más interesado por los montones de dulces picantes y juguetes (una caña de pescar con peces y anzuelos, gorras y camisetas con estampados de dinosaurios, una mochila de payasito, un par de guantes de box, un barco de plástico con el que me daba baños de burbujas, un Pinocho de madera y un camioncito del mismo material) que mamá había traído de esas tierras lejanas del norte de América. Es que por entonces yo era solo un niño de tres años, alumno del prescolar de la Tía Mori, que vivía sin hermanos en la casa e incluso totalmente solo algunas veces, cuando mis padres salían a sus trabajos por las tardes.
Al siguiente año, a inicios de 1998, a mi padre se le encendió una luz: buscar el abecedario de goma traído por mamá hacía algunos meses y aprovechar los fines de semana enseñando a su hijo a leer. Es así que desde entonces papá se puso a la tarea de enseñarme los sonidos de esos 27 signos que tenía aquel olvidado juguete de goma, y luego algunas sílabas, para finalmente enseñarme a descifrar palabras completas. Y al cabo de varias sesiones impertérritas pero porfiadas, ya podía leer. Aunque lento, silabeando las palabras, ya podía descifrar algunos textos breves. Lo mejor de todo, lo recuerdo bien, era que ya tenía la capacidad de descifrar lo que decían aquellos libros de prehistoria y dinosaurios que me habían comprado durante el último tiempo, y no limitarme solamente a apreciar las imágenes de los mamuts, los dientes de sable, los trilobites y los pterodáctilos. Entonces mi fascinación por el mundo prehistórico creció lo indecible y es por eso que desde los siguientes años decidí, cuando fuera grande, convertirme en un paleontólogo. ¡Qué mundo fascinante! ¡Gracias, padres!
Desde los siguientes años, y hasta el comienzo del nuevo milenio, mi madre siguió alimentando mi interés por las letras, esta vez comprándome —cada vez que me portaba bien— las revistas de Anteojito (hermosa creación del historietista y artista gráfico argentino Manuel García Ferré y rival de la también legendaria revista Billiken), las cuales eran vendidas en varios puestos de periódicos del centro de La Paz. Joyitas traídas desde la hermosa y culta Buenos Aires, las Anteojito me abrieron muchos más pasadizos hacia el mundo del conocimiento. Anteojito, su tío Antifaz, su primo Hijitus y su amigo Calculín llevaron a miles de niños a nuevas experiencias, radicalmente diferentes con seguridad de las que hoy estimulan a los niños y se encuentran en los programas televisivos infantiles.
Recuerdo especialmente la portada del número que anunciaba la llegada del nuevo milenio, en la cual los cristales de Anteojito simulaban dos de los tres ceros del número 2000 (2001 sería el último año de la preciosa Anteojito). Por entonces yo cursaba el kínder en La Salle, en el curso amarillo, dirigido por la profesora Ingrid Biggemann, pero allí no decía a nadie que ya podía leer porque era demasiado tímido. De todas maneras, llegar a casa era lo mejor, pues, aunque solitario como siempre (mis padres se iban a sus oficinas), ya podía entretenerme ya no solamente viendo ilustraciones, ¡sino también descifrando el mensaje de las revistas y los libros de dinosaurios!
Para mí, así, con la habilidad de relacionarme con las letras, terminaba el caótico y turbulento siglo XX y comenzaba el XXI, el que me verá morir y en el que seguramente viviré lo más intenso de mi vida, lo cual espero esté relacionado con las letras.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario