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La santa

-Crónicas del viento-

Del otro lado… Todos queremos saber qué hay del otro lado, pero ¿Estamos preparados? El otro lado siempre es un misterio, siempre es una tentación, y en una frontera, el otro lado es siempre un desafío. Por esas cosas de la vida (o de la historia), me ha tocado en suerte estar muchas veces en la frontera. Varias fronteras, todas las fronteras. Algunas son ajetreadas y movedizas, con un gran gentío permanente cruzando en ambas direcciones, en cambio, otras son intensamente solitarias. No las hay mejores o peores, solo distintas.

El hecho al que voy a referirme ocurrió en una frontera de las que hay muchas, y podrían ser infinitas. Aquella noche, el cielo se excedía de estrellas, y la luna era un escándalo, encumbrada en tanta inmensidad. El aire fresco, que arrastraba consigo el desabrigado perfume de la lluvia sobre la tierra, acariciaba con femenina suavidad el alma.

Mis compañeros dormían, al igual que los gendarmes, pero la inquietud de mi espíritu (siempre he sido un hombre de espíritu inquieto) me impedía conciliar el sueño, así que salí a respirar el fresco de la intemperie. Por momentos, la suave brisa se transformaba en un viento que arreciaba, y hacía al frío más intenso, y en otros levantaba columnas de polvo y arena formando figuras que yo, con la lucidez insuficiente del insomnio, jugaba a descifrar.

    Y en esa comodidad que inspira el encontrarse con uno mismo –al que la mayoría llama soledad –me fui dejando arrullar por el silencio. Ya casi adormecido busqué refugio en una reposera. Subí el cuello de mi abrigo y resguardé las manos en los bolsillos. Así, aturdido por tanto silencio nocturno, cuando ya estaba confiando en toda esa nada circundante, vi como, de esa especie de bruma, que no era otra cosa que el polvo que el viento arremolinaba, emergía irrefutable la dulce figura de una muchacha que me miraba silenciosa. Me cautivaron su rostro apacible; su piel morena; la blanca sonrisa, tan amplia como una aurora, y esos enormes ojos almendrados, del color de la noche. Igual su larguísimo cabello azabache, en cuya rusticidad, el estrafalario y cándido brillo plateado de la luna, ocultaba la apetencia clandestina del exceso. Igual que una imagen santa, levitaba. Parecía flotar. Allá, del otro lado… detrás de la línea blanca que marcaba el lugar de la frontera; el límite político, el imaginario muro que acentuaba la marca cruel que te hacía ser de allá o de acá. El portal invisible que hacía creer a los del otro lado que nosotros éramos del otro lado.

Hubiera podido cerrar los ojos y dormirme. Y al día siguiente contarlo como un grotesco sueño, pero no. Me quedé absorto, mirándola desconcertado. Si tengo que describirla, solo puedo decir que era muy bella, no aparentaba más de catorce años. Y había en la profundidad de sus ojos, una expresión de desafortunada angustia. Entiendo que la imagen me produjo, en principio, la intención de salir corriendo, pero estaba aterido, pasmado, inmóvil, no había en mi cuerpo un músculo capaz de obedecer la orden de mi cerebro.

 Trataba de convencerme de que todo era un sueño. Que terminaría de un momento a otro, y me sorprendió la impactante campanada de su voz. No puedo explicar cómo sé que era su voz, porque sus labios no se movían. Era como una comunicación telepática que me decía: MAÑANA… NO SOY YO… NO ESTOY ALLÍ… MAÑANA… BUSCA BAJO LA TAPA… YO NO SOY YO…

Quería gritar o correr pero no podía mover ni un dedo. Si antes estaba aterido, ahora me hallaba paralizado. Me era imposible discernir entre lo real y lo onírico. Ese estado desesperante se interrumpió cuando sentí una mano que me sujetaba por el hombro, y, al girar mi cabeza, no había nadie. El viento se detuvo repentinamente. La imagen había desaparecido, y todo alrededor se había tornado calmo y apacible. No puedo precisar qué hora era, ni el tiempo que había transcurrido en esa escena. Solo puedo asegurar que me encontraba sobresaltado y temeroso. Así que, si n pérdida de tiempo, decidí entrar a mi dormitorio y acostarme, con la convicción de que sería inútil, pues no me dormiría después de esos sucesos.

Al día siguiente, temprano, ya estaba en mi puesto de trabajo. No estaba cansado, pero aquella visión me había influenciado. No quise contarle a nadie lo vivido, aunque, íntimamente, hubiese hablado con todos para saber si alguno podía orientarme hacia alguna respuesta a alguna de las mil preguntas que me atormentaban.

Aquel día, el tiempo transcurría con normalidad. Gente que cruzaba de aquí y de allá, pero con algo en común: todos querían ir del otro lado.

Yo buscaba a mi santa en las caras de todas las jovencitas que cruzaban. La mano de mi jefe, tomándome por el hombro, me sobresaltó, recordándome el miedo sufrido. Se rió, primero. Y me extendió un expediente de un cortejo fúnebre que haría el cruce a pié: -Los papeles están bien, una adolescente de catorce, pero extrememos los controles –me dijo, y se fue. Cuando ya casi terminaba la tarde y el cielo enrojecido le daba los últimos colores al horizonte, se levantó un viento idéntico al de la noche anterior, pero esta vez, de la nube de polvo emergió primero un gendarme, y luego el cortejo fúnebre. Lento.

El joven alférez me dijo: -Ahí viene el acompañamiento. Tengo órdenes de dejarlo pasar. Inmediatamente un hombre alto, corpulento, de bigote y riguroso luto, me entregó unos papeles al tiempo que me decía –Ya está todo listo –No era una aclaración.

Detrás de él, una mujer de unos cuarenta años, lloraba desconsolada junto a otro hombre mayor que dijo ser el médico familiar. Luego, al ataúd, sostenido por media docena de muchachos de unos veinticinco años, le seguían tres mujeres de treinta y pico, dos niñas que no superaban los diez años, y otro grupo de hombres, todos mayores de edad. Cortejo extraño para una niña de catorce.

Sabiendo cuales iban a ser las consecuencias, miré fijamente a los ojos del grandote, y con seriedad y firmeza, le expliqué –Voy a necesitar que me abran el féretro. Pasó de todo. Empujones, gritos, insultos, amenazas, una gran confusión, gente corriendo, más gritos, personas caídas. Cuando pude sacarme al gendarme de encima, me paré, el viento ya no corría, los niños que ocasionalmente se encontraban en el lugar lloraban asustados, al igual que algunas de las mujeres. Del cortejo fúnebre no quedó ni rastro, salvo el féretro, que había quedado ahí, abandonado. Entre cuatro lo pusimos a altura y lo abrimos. El frío me recorrió la espalda cuando vi el rostro de mi santa, y recordé el acertijo, “BUSCA BAJO LA TAPA”, pero ¿Qué quería decir “NO ESTOY ALLÍ. YO NO SOY YO?

Solo los judíos enterrarían a sus muertos sin ropa, cubiertos por una mortaja de seda. Yo, que soy agnóstico, recé una oración por su alma, le pedí perdón por lo que estaba por hacer, y le abrí la mortaja desde el pecho. Aterradora fue mi sorpresa cuando pude ver, a la altura del esternón, una costura longitudinal, grosera, sin ningún respeto. Necrofilia pura.

Ella no era ella, no estaba allí. Era solo un envase que una banda de inescrupulosos necrómanos había abusado para intentar el peor contrabando que se puede pensar, la muerte, en polvo, refinado y de la más alta calidad.

Nunca más volví a ver esa imagen, tampoco nunca la pude olvidar, y jamás viví otra noche de viento. No como esa noche. No como ese viento. –

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