Hace un par de años, en mi amada Estambul, escuché la conferencia de un periodista estadounidense que me dejó perpleja. Aunque la he contado varias veces, no se agota mi agobio.
Por primera vez conocí cifras reales, dimensiones geográficas, número de habitantes y las múltiples, infinitas, oscuras capas de las corporaciones en el descubrimiento del nuevo mundo con la revolución del internet, de la “nube”, de las nuevas tecnologías.
Él describió los nuevos estados, más extensos que el imperio romano cuando creía que todos los mares eran suyos; más poblados que China, India y Rusia juntos; más omnipresentes que todos los dioses que inventaron los hombres asustados por la soledad y por la muerte; más ricos que todos los reyes europeos y más anónimos que todos los pintores de las cuevas rupestres, de aquellos lejanos años, cuando los hombres pensaban que un añil o un blanco eran suficientes para contar historias.
En efecto, el estado Google o el estado Facebook y sus diferentes ramificaciones, los estados subalternos de WhatsApp, Instagram, Twitter tienen más alcance que cualquiera de los más poderosos imperios antes del siglo XXI y más habitantes que cualquiera de los países más habitados del planeta tierra.
En estos aciagos días de la cada vez más oscura pandemia originada en una república popular y feroz, los únicos estados victoriosos son esos estados sin bandera ni himno, ni héroes. En algunos periódicos se discute cuál superpotencia sacará mayor provecho de este caos terráqueo; vanos debates, todos son perdedores de una u otra forma y existen varios imperialismos que no volverán a gobernar el mundo.
En cambio, los dueños del firmamento ganan todas las partidas. No existen rivales. Los amateurs como los originados en Asia, son aún más peligrosos.
¿Dónde encontrar un refugio?
De pronto, estudiantes, profesores, padres, amigos, deudos, tuvieron que apararse en el desconocido Zoom para poder sobrevivir. Enloquecidos, sin reflexionar qué era, cómo era, de quién era, cuánto de privacidad quedaba en el camino, millones de millones de seres urbanos se pasaron a ese cuarto que no existe en la realidad.
Aprendieron los niños a saludar desde tan lejos. De pronto podían estar en la esquina del barrio, a dos cuadras, pero era prohibido atravesarlo con los pies descalzos. La maestra intangible hablaba a alumnos que podían estar o no estar, que de pronto eran sólo imágenes congeladas.
Desde enero, sólo por azar, releo 1984 y no puedo pasar las páginas porque comparto toda la angustia de los hechos autoritarios que conoció Georg Owen y que siguen actuales.
Los victoriosos, además, ganaron la partida a los libertarios.
¿Quién o quiénes podrían acusar a esas corporaciones informes y sin nombres ni apellidos de ser seres malvados? ¿Qué gladiador podría enfrentar a semejantes leones? Antes, con la imprenta era más fácil, igual que la radio. La televisión ya fue un salto al vacío y las redes son el peor engaño.
¡Ilusos si pensáis que son útiles para lograr una generación de personas libres!
El mundo no volverá a una normalidad porque ya no existía esa “normalidad” más que en la apariencia del bienestar económico y de consumos masivos. Encontrará una nueva hoja de ruta para ver cómo y dónde sigue el camino. Cualquier opción seguro que será construida sobre un planeta teledirigido.