Carretera
Llevaba seis horas conduciendo cuando se le ocurrió, por primera vez en semanas, que quizá no sería bien recibido en la fiesta y al verlo todos recordarían algo, la visión o el relato de la visión de dos cuerpos desnudos, la visión o el relato del desastre del amor o de lo que en algún momento pudo serlo.
Todo eso había sido hace mucho, en las postrimerías de la adolescencia. No se veían hace casi ocho años. En esos casi ocho años sin contacto –el primero, la invitación lujosa y fría de pocas semanas atrás-, la vida había seguido su rígida y agobiadora marcha silenciosa.
Le faltaban unas tres horas para llegar, calculando el tiempo que demoraría en encontrar la iglesia. Quitó el disco que tenía puesto y apretó el buscador de estaciones. Hizo que se detuviera en una donde sonaba una cumbia. Sujetando con firmeza el volante, cerró los ojos y contó hasta diez. Los abrió. Volvió a cerrarlos. Contó hasta quince. Los abrió. Era un juego peligroso pero fascinante. Mientras más rápido, y en ese momento iba a más de cien, tanto mejor. Mientras más llena la carretera, mejor.
¿Qué le diría? ¿Qué sentiría viéndola? ¿El futuro marido habría tenido noticias de él? ¿Por qué lo invitaron? ¿Como señal de que el pasado ahora sí estaba muerto? ¿Lo estaba? ¿Cuánto pensó en ella en esos casi ocho años? ¿Por qué nunca intentó localizarla después de las primeras treinta o cuarenta tentativas frustradas por una familia decidida a no permitirlo? ¿Ella habría intentado? ¿Por qué nunca logró querer tanto a nadie más? ¿Ella pudo? ¿El futuro marido le haría recuerdo a él?
Se acomodó el cabello. Porque se lo exigían en el trabajo, ahora lo llevaba corto. También le exigían ir de traje, todos los días menos los viernes. Lo hizo lavar, e hizo que le lustraran los mocasines, aprovechando el descanso. Demasiada preparación -curiosidad, ganas, necesidad- para empezar a pensar a esas alturas del viaje que quizá no sería bien recibido.
Lo invitaron y tendrían que atenerse a las consecuencias. Probablemente no las habría. Sólo nostalgia. Sólo tristeza inofensiva.
Buscó en la guantera la botellita de whisky que compró la noche anterior, mientras le llenaban el tanque. El primer sorbo, el primero en horas, descendió con ardor. Un hombre de voz ronca, presumiblemente dañada por años de cigarrillo, se puso a hablar en la radio. Saludó a todos los que aún estarían rondando la noche. Es aconsejable no volver, decía, sin explicarse bien, hablando más consigo mismo que con los posibles oyentes. Ya habrá años para eso. Y más años. Viejos lobos, para ustedes, esta canción.
¿Cómo sería el hombre físicamente? ¿Cuánto habría sufrido por una mujer que un día dejó de amarlo, porque empezó a amar a otro o porque se cansó de sus horarios, de su temperamento melancólico, de su afición al programa nocturno?
Conducir le encantaba. Conducir de noche aún más. Las carreteras estaban vacías y uno podía distinguir fácilmente los otros coches, luces encendidas, el paisaje clausurado en la oscuridad.
Su padre -madre al lado- había muerto conduciendo. Él era niño y no recordaba nada y tampoco creía que ésa fuera la causa de que le gustara tanto. Fue algo rápido. Un descuido, según se presupuso luego, y el camión abalanzándose sobre el pequeño Volkswagen modelo 63. Menos de dos segundos ajenos que definieron su vida. Menos de dos segundos, un accidente, cruzar la intersección sin fijarse que del otro lado venía alguien, que lo cambiaron todo para siempre.
Durante años se esforzó por imaginar los detalles mínimos, las causas secretas, cualquier indicio que le ayudara a entender el error. En ese tiempo también se empeñó en recobrar a sus padres. Forzando la memoria, ayudándola con fotografías. A excepción de una tarde en un balneario que no sabía dónde estaba y que tal vez ya no existía (un balneario que buscó infatigablemente hasta cumplir los dieciséis), y de un par de tardes en las que sus padres y él aparecían duchándose juntos, una familia entera y desnuda bajo agua tibia, lo demás se había perdido. Absolutamente todo. Incluso lo que vino inmediatamente después. El velorio con ataúdes cerrados, ocultando los restos de cuerpos desfigurados, irreconocibles. La caravana hacia el cementerio. El funeral donde debió hacer de personaje principal, huérfano reciente.
En muchos momentos de su vida, más de los que cabía imaginar, deseó haber estado con ellos ese día. La pareja celebraba diez años de casados e iba de viaje a festejarlo. Él tenía sólo seis y lo dejaron donde tía Lucía, hermana menor de su madre. A partir de entonces nunca volvió a casa. Casa dejó de existir. Casa todavía no se había terminado de pagar y fue embargada. Casa fue derruida y construyeron en su lugar un edificio muy alto.
Viejos lobos, ha habido atracos y disparos. Mujeres han perdido la virginidad. Han sido infieles por primera vez. Viejos lobos, el hombre comenzó a hablar encima de la canción, desordenado, indescifrable: en el horizonte empezaba a asomar la primera luz, varios han muerto en unas cuantas horas. La noche es un universo. Hemos sobrevivido. Podemos decir que hemos sobrevivido, guardó silencio durante dos o tres segundos, tosió, la canción disminuía de volumen. Ahí les va otra, dijo al fin, por las ganas de seguir vivos.
Divisó una población. Cientos de lucecitas encendidas, aunque todos durmieran. No sabía el nombre. No se le ocurría cuál podía ser. No recordaba que a esa altura de la carretera hubiera una tan grande.
Cogió la botella de whisky y bebió. Un batallón líquido abriéndose espacio, arañando, hiriendo. Fue acercándose. Estaba fascinado. ¿Habría hecho un mal desvío en algún momento? Acercó el coche a una cantina abierta, anunciada por un cartel enorme. Decidió bajarse, descansar.
En los treinta pasos que dio hasta la puerta del lugar pudo darse cuenta que se trataba de un pueblo menos pobre que la mayoría de los anteriores, todos anclados al borde de la carretera. Había luces de neón y varios coches aparcados en las aceras desiertas. Había, también, lejos pero visible, una gasolinera inmensa.
Se acomodó el traje y la camisa ligeramente arrugada. La cantina estaba vacía. Al fondo del mostrador una mujer dormía apoyada sobre sus brazos cruzados. Despertó con el sonido de la puerta y lo miró sin decir nada.
Buenas noches, dijo él.
Buen día.
¿Aún atienden?
Algo en la mujer lo puso nervioso. Sus ojos. Era bizca. Gorda y bizca y posiblemente no había conseguido marido todavía. Posiblemente no había cogido aún. En unos cuarenta años, calculó, ni una sola vez. Nadie le habría sobado las tetas ni el culo jamás. Nadie le habría susurrado su deseo al oído.
En medio de esos pensamientos, inevitables -siempre encasillaba a los desconocidos imaginando sus vidas sexuales-, descubrió el cansancio de toda la noche, recibió la carga completa en una sola entrega. Mientras la mujer le respondía que sí, hosca, todavía un poco dormida, escogió una mesa que le permitiera ver el coche por la ventana. Pidió whisky.
¿Del bueno o del malo?, preguntó ella.
Del bueno, dijo él.
Le trajo una copa llena a medias y otra con cubos de hielo. No hubo sonrisas ni gestos de ningún tipo. Los ojos mirando cada uno a su lado lo desconcertaban. Siempre había sido así. La abuela Mercedes también era bizca. La abuela Mercedes había sido la que abrió la puerta del dormitorio, esa vez. La dueña de la visión y del relato de la visión. La que permitió que terminara de desencadenarse la tragedia.
Dentro de unas horas me caso. Ella volvía callada a su sitio, desde donde lo miró, sorprendida de que le hablara. Con la chica a la que siempre he amado. Por eso voy tan bien vestido.
¿Aquí?, preguntó, desinteresada.
Voy de paso. De hecho, ¿dónde estamos?
La gorda respondió. No era un nombre familiar. No era un nombre que le recordara nada. Le preguntó por la carretera. Era la que pensaba: le hacían falta dos horas y media más de viaje. Dejó de hablarle. Se distrajo con el whisky. Mirando hacia fuera.
Siempre le gustaron las ventanas.
Mirar hacia fuera, por más convulsionado que estuviera, lo dotaba de una serena sensación de paz. Una especie de alivio expansivo que nacía en el pecho y llegaba a todas partes, al cuerpo entero, a las extremidades, adormeciendo, sosegando. Podía pasarse horas así. Lo había hecho mucho. Durante los años de colegio y, sobre todo, en el semestre y medio que soportó de universidad.
Su padre tampoco había estudiado y se las arregló bastante bien. El mundo, más que de profesionales necesitaba de los otros, gente que estuviera dispuesta a hacerlo todo y a cobrar menos de lo estipulado.
Él llevaba seis años trabajando en la misma empresa, desde los dieciocho. Empezó con los encargos y poco a poco fue ascendiendo. Ahora atendía uno de los cubículos y, con frecuencia, por el trato amable que recibía de su jefe, pensaba que lo hacía aún mejor que los demás, profesionales todos. No es que fuera más inteligente que ninguno de ellos (no había trabado amistad con nadie): simplemente se encontraba en condiciones de dedicarle al trabajo más tiempo del requerido. A veces, por ejemplo, cuando no podía dormir, llegaba a la oficina dos o tres horas antes que sus compañeros, sin recibir nada a cambio, y también decidía quedarse hasta después de la hora de salida, aunque no necesariamente a trabajar. Tenía la ventana y algún trago en la gaveta y el lugar le resultaba grato para hacerse preguntas e intentar responderlas.
Lo que más lo ocupó los últimos meses, antes de que le llegara la invitación, era su propia adolescencia y juventud y los cambios que se suscitaron repentinamente. ¿Por qué fue tan inquieto durante tanto tiempo? ¿Adónde se fue esa inquietud? ¿Pudo desaparecer realmente, esfumarse sin dejar rastros o dejando lo contrario, un letargo continuo, esas ganas de estarse quieto, de no conocer gente, de evitar el mínimo esfuerzo? ¿Qué lo impulsaba a orinar en la mayonesa de los kioscos de sus innumerables colegios y de la cafetería de la universidad? ¿Qué lo llevaba a mojar los rollos de papel higiénico para luego arrojarlos al techo de los lavabos? ¿Qué hacía que en todos los partidos de fútbol terminara peleando a puñetes con jugadores del otro equipo, con jugadores del suyo propio o con el árbitro?
Tía Lucía, tío Mario y la abuela Mercedes fueron siempre comprensivos. Amenazaban con trasladarlo a un orfanato, a un seminario de curas, al campo, pero nunca lo hacían. A lo mejor ése fue el problema. Y Ana, que siempre intercedía a su favor.
De regreso en el auto, acelerando a fondo, recordó los primeros años en su nueva casa, acompañado de su nueva familia. Esos recuerdos no se le aparecían claros ni evidentes, pero al menos estaban. Eran buenos recuerdos. Recuerdos felices. Llenos de ella. A pesar de todo, a pesar de que él estuviera atravesando una etapa demasiado revoltosa, Ana era la que lo había decidido siempre todo. La que iba primero. La que volvía hace mucho.
El hombre de la voz ronca ya no estaba en la radio. La apagó y terminó el whisky de la botellita, menos bueno que el del bar. Se sintió un poco mareado y feliz. Por haber llegado a los recuerdos. Por haber llegado a la Ana de ese tiempo. ¿Soportaría verla ahora, más vieja, más agobiada por la vida? ¿Soportaría no verla? ¿No llegar a la fiesta? ¿Desviarse? ¿Volver?
Te voy a mostrar algo, le dijo un día, tendría nueve o diez años, él once meses más. ¿Qué es?, preguntó. Una película, dijo ella. Quizá ése había sido el principio de todo. No era seguro, pero quizá. La culpa, entonces, si fuera posible ubicarla, si existiera de verdad, la habría tenido tío Mario.
Eran las tres de la tarde y los dos, como casi siempre en esa época, estaban solos en casa. La abuela Mercedes aún acompañaba a tía Lucía al trabajo y ese día la criada no iba a limpiar. Se sentó delante del mueble de la televisión. Ana terminó de poner el video y se sentó a su lado. No sabía qué esperar, pero sospechaba, por la sonrisa y por el tono, que se trataba de una de esas cosas que no deben hacerse. Aparecieron los créditos. Luego aparecieron una mujer y su médico, en el consultorio de él, conversando. Comparadas con las filmaciones que solían pasar en la televisión o en el cine, ésta no era muy buena. Tengo que revisarla, decía el médico. Ella se desvestía entera y se echaba sobre la camilla. Sin que el médico se lo pidiera, abría las piernas y empezaba a acariciarse a sí misma, la vagina, las tetas. Sintió nervios. Una sensación extraña en el estómago y un entumecimiento en los brazos. Hubiera preferido no seguir viendo pero le dio vergüenza decirlo. Ana sonreía y miraba la televisión y lo miraba. Se notaba que ya había visto la película.
Cerró los ojos. Negro por diez segundos y luego paisaje, negro y la velocidad por quince segundos y luego paisaje. Abrir y cerrar los ojos, conduciendo. Sentir vértigo, adrenalina. Jugar con la muerte. Provocarla. Decirle que no se le tiene miedo, que se está preparado, que no es tan terrible como se nos ha hecho creer. Negro por veinte segundos y luego el coche desviándose y tomar el control y paisaje. Cada vez menos árido. Paisaje con casas pobres. Paisaje con casas no tan pobres. Paisaje con edificios a medio construir, plazuelas de tierra, basurales. Paisaje con gente empezando a funcionar, hombres y mujeres abriendo tiendas, las puertas de sus casas. Paisaje con ciudad.
Eran las nueve y cuarto cuando llegó, luego de más de nueve horas de viaje. En la invitación constató la dirección. Encontró la iglesia al primer intento.
Faltaba aún más de media hora para que empezara la misa. Estacionó el coche y fue en busca de algún bar. Encontró una cafetería. Pidió whisky y le respondieron que sólo tenían cerveza. Aceptó y después de algunos minutos pidió una más (me caso dentro de media hora, le dijo al mesero, un muchacho muy delgado y joven). Estaba nervioso. Tenía miedo.
Quería llegar unos minutos tarde, una vez iniciada la misa. Necesitaba decidir cómo se comportaría. Cómo saludaría a Ana y a tía Lucia y tío Mario. Qué les contaría de su vida. Cómo insinuaría que se había enterado demasiado tarde del fallecimiento de la abuela Mercedes, semanas o meses después de que sucediera, y había llorado durante varias noches seguidas, por no haber estado ahí, por no haberlo sabido mientras sucedía. Cómo insinuaría que los echaba de menos y seguía agradeciéndoles los años de cuidados y cariño. Cómo les haría saber que había cambiado, que se tranquilizó, que asumía la invitación como una señal de reconciliación, estaba muy feliz, ya podrían recuperar los años perdidos. Quería ordenar sus ideas antes de ponerse de pie, salir de la cafetería, cruzar la calle y llegar a la iglesia. Imaginarlo todo antes de vivirlo.
Que Ana estaba embarazada no lo habría imaginado jamás. Fue lo primero que notó, el vientre ligeramente abultado. Que tío Mario estuviera tan demacrado tampoco. Sentado en uno de los bancos del fondo de la iglesia, la misa retrasada más de lo habitual, se puso de pie para verlos entrar. Todos, también de pie, se emocionaron y aplaudieron. Apareció el novio con su madre. Era alto y fornido y su rostro, de rasgos aún infantiles, no se correspondía demasiado con el cuerpo. Llegó donde Ana, cubierta por un velo, y se sonrieron. Le acarició el brazo después de saludar a tío Mario con un apretón de manos.
El sacerdote –de sexualidad dudosa, pensó, mirándolo fijamente: ¿en qué grupo lo pondría?, ¿en el de los onanistas compulsivos o en el de los homosexuales aquejados de remordimientos y culpa, pero sólo después de coger?- hizo la señal de la cruz y todos los demás, al mismo tiempo, también la hicieron. Luego se sentaron a oírlo. Como le sucedía durante los años en que lo obligaron a ir a la iglesia, y como suponía que les sucedía a todos, se distrajo pronto.
Buscó a tía Lucía. Estaba sentada en el primer banco de la fila de al lado. Sólo alcanzaba a ver parte del perfil, las arrugas del cuello, el cabello en un sofisticado peinado empezando a encanecer.
Hay un momento preciso en la vida de todos, pensó, pero tal vez ya lo había pensado antes, cruzando la plaza principal de su ciudad, de la que adoptó como su ciudad después de que la familia lo expulsara, atestada de ancianos que ya no saben qué hacer con sus vidas, valerosos ciudadanos combatientes durante años en guerras finalmente perdidas y ahora incapaces de llevarse una cuchara a la boca, en el que se inicia la caída, un estrepitoso descenso. Es un momento preciso, localizable, y se dio cuenta que tía Lucía y tío Mario lo habían atravesado ya. Se les notaba. No podía no notárseles. ¿La muerte del único progenitor que quedaba? ¿La desaparición definitiva de los padres, que obliga a sustituirlos, ocupar sus espacios, dar un paso adelante en la fila? ¿Enfermedades, problemas económicos, falta de entendimiento? ¿Otras pérdidas, depresión? ¿Un amor conyugal tambaleante y dudoso?
A momentos dejaba de sentirse en control de sus pensamientos. Dos niños se sentaron en su banco. Hablaban entre sí al oído. Reían. Eso lo distrajo. Quería distraerse. Reconoció a algunos tíos y primos, incluso saludó de lejos a una conocida. No se sentía observado ni enfrentado por nadie. Todos empezaron a atender la ceremonia cuando el cura dejó de hablar.
Ana, una mujer vestida de blanco, igual de hermosa que siempre, casi una niña disfrazada de mujer, una niña jugando a que se casa y tiene hijos y crece, leía las frases a las que el novio diría que sí. El novio decía que sí.
Se le nublaron los ojos. Sintió ganas de llorar. La vio en cientos de fotografías mentales, sonriendo. Ana sentada a su lado esa tarde en que vieron la primera película. Ana sentada a su lado en muchas tardes parecidas. Ana en plazuelas y calles, en heladerías, en cines antiguos y centros comerciales recién construidos. En el patio, en la piscina, en la ducha. En el juego y la curiosidad permanente, de todos los días, a toda hora.
¿Quieres que lo intentemos?, preguntó meses después, una vez agotada la colección de tío Mario. Él ni siquiera sabía si podría. No respondió. Era de noche y sus padres habían salido a una fiesta y la abuela Mercedes veía una telenovela en su dormitorio. Estaban en la sala, sentados en el sillón.
Guardo esto y vuelvo, dijo Ana, sacando la cinta del equipo. Fue al escritorio y regresó muy pronto. Lo tomó de la mano y lo llevó al baño. Cerró la puerta. ¿Te gustan más?, preguntó. Sí, dijo él, ¿a ti? Sí, cada vez más. Siento algo raro, ¿tú? Sí. Luego se puso de rodillas y le abrió el pantalón, tomó su pene entre las manos, lo metió en la boca.
Sentado en uno de los bancos del fondo de la iglesia, atrás, donde podía pasar desapercibido, seguía creyendo que ése, el primero, en la boca de Ana, fue el orgasmo más placentero de su vida.
Al día siguiente, a la vuelta del colegio, hicieron el amor en su cuarto, ella debajo. Le costó entrar, más de lo que les costaba a los hombres de las películas, pero finalmente lo logró. Terminó mucho más pronto que los hombres de las películas. Ana no había gemido. Le preguntó si le gustó. Respondió que sí. Se acomodaron la ropa y volvieron a la sala.
Hacer el amor se hizo rutina. Todas las tardes, de lunes a viernes, en algún dormitorio o en el cuarto de trastos. Empezaron a mejorar. A convertirse en buenos amantes. En grandes amantes. En amantes tan hábiles como los de las películas.
La aventura duró unos tres años antes de comenzar a estropearse, antes de que él perdiera la perspectiva e insinuara la posibilidad de fugarse juntos a un país lejano, en el que nadie supiera que eran primos. Ella lo adoraba pero la inquietó su confusión. Nunca se había tratado de eso. Nunca se había tratado de nada. Sólo de jugar. De pasarla bien juntos. De quererse inofensivamente y sin futuro. De ayudarse el uno al otro a descubrir las minucias del placer sexual. Era mucho, pero nada más.
A él le costó asumirlo y en esa época acentuó sus travesuras colegiales, el asunto de la mayonesa y el orín, el de los rollos de papel higiénico sumergidos en agua y luego arrojados al techo, el de los dibujos obscenos en las paredes de los pasillos y algunos otros, que en varias ocasiones le significaron expulsiones inmediatas. Ella, para evidenciar la distancia, para asentarla, para ayudar a que su primo asumiera la situación, cogió con varios compañeros e invariablemente le contó, pero de buena manera, acariciándole el cabello, diciéndole que ninguno sabía hacerlo como él, que todos eyaculaban en segundos, y prometiéndole siempre esa complicidad a prueba de balas.
Era una complicidad verdadera. Ella nunca contaba a nadie todo lo que le contaba. Siempre salía en su defensa ante las amenazas de tío Mario y tía Lucía. Se preocupaba por él y le hacía preguntas. Cuando lo veía triste se acercaba y le daba un beso en la mejilla y se sentaba a su lado y se quedaba callada, esperando que dijera algo, pero sólo si quería. Era la única amiga que había tenido. Salían a menudo. A todas partes. Y cogían mucho y seguían jugando a imitar a los personajes de las películas, todas las maneras en que esos personajes se daban placer.
A veces hablaban del futuro. Ninguno quería llegar. Ahora estaban ahí. En una iglesia donde ella contraía matrimonio y él la veía por primera vez después de años.
Hizo fila para acercarse a sus tíos, en el patio de la iglesia. Las palmas de la mano le sudaban, el corazón palpitaba más rápido.
Tío Mario no terminó de reconocerlo. No sólo estaba demacrado sino que además parecía enfermo, de la cabeza. Como si hubiera perdido las facultades más elementales. Tío Mario, dijo, y estiró la mano. Tía Lucía, a su lado, no sabía qué decir. Toñito, has venido. Quiso abrazarla pero sólo se animó a darle un beso en la mejilla, breve, frío a pesar suyo. Tal vez estaría sorprendida por el pelo corto, el traje, la huella de los años. Varias personas esperaban detrás. Volvió a dirigirse a su tío. Soy Antonio, dijo. El hombre sonrió y respondió apenas, muchas gracias. Tía Lucía preguntó si iría a la fiesta. Sí. Puedes ir en nuestro coche, Toñito, si quieres. Traje el mío, gracias. La fiesta será en casa. Sí.
Se fue a un costado del patio para no molestar. Desde ahí buscó a los novios. Estaban al otro lado, rodeados de gente. Se sintió cansado. Un cansancio que no se debía a la situación ni a la noche en la carretera, sino más bien a haber seguido siendo él mismo durante tanto tiempo. Como si un capítulo de su vida -el capítulo más importante- estuviera cerrándose al fin en ese momento. Y sintió que quizá lo mismo podía estar sucediéndoles a sus tíos y a Ana, aunque lo más seguro era que no, que sólo a él. El día que la abuela Mercedes los descubrió en el dormitorio, pensó, ella desnuda, atada a una silla, los ojos cubiertos, el culo al aire, enrojecido, él azotándole las nalgas con las palmas abiertas, no había concluido nada, aunque durante mucho tiempo creyeran que sí. Ocho años después se cerraban recién la historia y la desventura.
De nuevo empezó a lagrimear. Se restregaba los ojos con la manga del traje cuando Ana lo saludó, tomándolo por sorpresa. Has venido, le dijo. Se quedó callado, mirándola. Pasaron horas o más probablemente dos o tres segundos. ¿Ya sabes qué será?, le preguntó él, señalando el vientre. Será mujercita. Sonrió. Me alegra que estés acá, Toño. ¿También vas a la fiesta? Sí. Es en casa. Sí. ¿Estás bien? ¿Has estado bebiendo? No. Carraspeó. Gracias por invitarme.
No hubo más palabras. Ella se dio la vuelta y volvió donde su marido. Tío Mario y tía Lucía, y los padres de él, seguían rodeados de gente.
Iría a la fiesta y recorrería la casa en la que había crecido, la sala, la cocina, el dormitorio de la abuela Mercedes que tal vez ocuparía la nueva miembro de la familia, si pensaban quedarse a vivir ahí, con los que serían flamantes abuelos. En algún momento entraría a su cuarto, se echaría sobre la cama, rememoraría la vida anterior. Luego regresaría al jardín, donde seguramente estarían acomodadas las mesas. Hablaría con tío Mario. Le contaría sobre el viaje, sobre ese pueblo fantasma que no había visto nunca antes, sobre la mujer que lo atendió. Tío Mario no respondería. A lo sumo diría muchas gracias. Seguirían bebiendo y en algún momento se animaría a abrazarlo y también abrazaría a tía Lucía y a Ana y al marido de Ana. Sería una tarde feliz. Salió de la iglesia. Caminó algunos metros y cruzó la calle. Entró en la misma cafetería de hace un rato y pidió una cerveza. ¿Qué tal el matrimonio? El muchacho estaba parado al lado de la mesa, anotando la orden. Le respondió con un gesto que podía significar cualquier cosa, buena o mala o las dos. Yo también me casé en esta iglesia. ¿Estás casado?, preguntó él, sorprendido. Sí señor, sino no estaría aquí, atendiéndolo un sábado por la mañana. ¿Tienes hijos? Dos caballeritos muy saludables. Pensó en decirle que los quisiera mucho, que se cuidara de no decepcionarlos jamás, de ninguna forma, pero se quedó callado. Por el ventanal vio a la gente empezando a salir de la iglesia. Ahora mismo le traigo su cerveza, dijo el mesero, y se dio la vuelta y desapareció.
Biografía
Rodrigo Hasbún nació en Cochabamba, Bolivia, en 1981. En 2002 obtuvo el Premio Nacional de Literatura de Santa Cruz de la Sierra. Es autor de El lugar del cuerpo publicado en 2007. Ha publicado el libro de cuentos Cinco. Le concedieron el Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana y fue parte de Bogota39. En 2011 publicóLos días más felices, su segundo libro de cuentos.
Bibliografía
Relato:
Cinco, Gente Común 2006
Los días más felices, 2011
Novela:
El lugar del cuerpo, 2007
Premios
Premio Unión Latina a la Novísima Narrativa Breve Hispanoamericana 2008
Premio Nacional de Literatura Santa Cruz de la Sierra 2007
Premio de Guion de Literatura y Cine Petrobras