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Redención

Juan Jesús Martínez Reyes

Lo cogieron de los brazos y lo arrastraron por el árido sendero. A pesar de sus esfuerzos, él no pudo escapar de sus opresores. Ellos lo miraban con indiferencia. El sol canicular cegaba sus ojos. Una silueta aparecía por el horizonte. Era el líder, quien se acercaba al gentío. Cerró los ojos y los volvió a abrir. No, no es un sueño, pensó.

Cuando llegaron a explorar aquella tribu, creyó que estaba descubriendo una civilización antigua. Se aceraron a ellos, pero los atacaron y los persiguieron. Uno a uno fueron asesinados sus amigos. Solo él había logrado huir, hasta que lo encontraron.

Llegaron al lugar de la contienda, luego de la interminable caminata, para dejarlo sin fuerzas y sin aliento. El feroz caníbal de la tribu se acercó y lo rodeó como midiendo a su víctima. En su fiero rostro se veían las cicatrices de los estragos de las batallas.  

El viento silbó como plegaria fúnebre que llegó a atravesar todos sus sentidos. En ese instante, sus captores lo soltaron y lo dejaron a merced de su líder. El hombre se estremeció tanto que dio un respingo. En ese momento, su enemigo corrió y lo embistió como un toro salvaje, haciendo que caiga de rodillas al suelo.

Lo miró como una presa indefensa y daba vueltas a su alrededor. Sus huestes lanzaron dos espadas. Sin pensarlo dos veces, el hombre cogió el arma y la usó como bastón para incorporarse.

Como un rayo, el caníbal volvió a darle otra embestida con su descomunal cuerpo. Él cayó de bruces y besó la tierra. Su rival dio un grito de triunfo y sus fieles combatientes lo vitorearon. La exclamación de victoria resonó como un estruendo de guerra en las montañas.

Todos pensaron que no volvería a levantarse. Sin embargo, él se volvió a incorporar, por orgullo o quizás por terquedad. Cogió la espada y, miró fijamente a su adversario. El sanguinario enemigo se sorprendió de la tenacidad de su víctima y sonrió sádicamente. Corrió nuevamente para atacarlo, pero recibió un corte en el tórax y dio un grito desgarrador. Se alejó cogiéndose la herida. Ya te herí, desgraciado, murmuró el sujeto.

En ese momento, los secuaces de su rival lo cercaron como gacela e hicieron un círculo alrededor de él. El caníbal cogió la espada y volvió a correr como un potro salvaje. No pudo esquivarlo y su enemigo logró lacerar el costado izquierdo de su torso, haciendo que grite de dolor. Una mancha roja se asomó por su camisa. A la siguiente embestida, recibió un corte a la altura del vientre que lo hizo hincarse de rodillas en el suelo. Su enemigo estaba destrozando su frágil cuerpo.

Al verlo abatido, lo tomó del cuello. Con la espada en la mano, se preparó para dar el golpe de gracia. Un pavor inmenso se apoderó de su ser. Sintió la garganta seca. Su cuerpo trepidaba y palidecía su rostro.

Cuando todo parecía consumado, recordó las palabras de su padre: “Nunca te rindas, hasta que lo hayas dado todo.” Entonces, llenándose de valor, junto todas sus fuerzas y le lanzó un golpe en la ingle. Su adversario soltó la espada y, se tiró al suelo cogiéndose la entrepierna y gritando adolorido. Lo vio retorcerse en la tierra. Cogió la espada y, como una fiera se lanzó sobre su rival. Rodaron por la tierra, levantando el polvo lleno de sangre y sudor, hasta que se escuchó un agudo gemido. El antropógafo cayó de bruces.

Sus secuaces se quedaron perplejos por un momento, mirando al caído. Ovacionaron al vencedor y se arrodillaron. Se había convertido en el nuevo líder y levantó los puños en señal de triunfo. En ese instante, los súbditos arremetieron contra el perdedor y comenzaron a devorarlo vivo.

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