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Óscar Soria Gamarra / El almuerzo

Era la una menos cuarto del día jueves 10 de abril. Hacía unos veinte minutos que los disparos que atronaron los aires toda la mañana, habían amainado. Tanto los de los fabriles que, en su avance hacia El Alto, ganaron posiciones en los bosquecillos de eucaliptos de Villa Victoria, como los de los infantes de los regimientos Pérez y Abaroa, que tenían sus piezas emplazadas y sus fusileros escalonados en el cerro.

En el minúsculo patio de la última de las casitas del barrio, de la que más se ha alejado del caserío y que está ahí, encaramada sobre la escarpa del cerro, están jugando tres niños: uno, el más pequeño, mira y escucha a los otros dos, desde la pequeña puerta del dormitorio; ellos lo recriminan y le hacen indicaciones:

—Tú tienes que ser el rosquero, con tu pipiripi. Vos nos disparas, seguido, seguido.

—Subite, pues, a la cama. No ves que ese es El Alto… El pequeño los mira contrariado:

—Yo no quiero ser el rosquero.. . La hermana mayor, la Teresita (doce años, pero toda enérgica, toda una buena madrecita, a falta de la que se fue al Cielo) sale de la cocina, cargada de sus viandas y, al ver a sus hermanos, comienza a regañarlos:

—¿Quién les ha dado permiso para salir del cuarto? Se han de hacer matar. ¡Éntrense! —Yo iré contigo… —¡No, no, no! Hay que saber trepar y correr. —Entonces, te miraremos…

—Oye, Lucho, tú eres el mayor. En vez de ayudarme… La Teresita cocinó afanosamente toda la mañana para su padre que, junto con otros fabriles, está luchando contra la Rosca. El bosquecillo de eucaliptos que se ve más arribita de la curva del río, es donde se han parapetado y donde hay que llevar el almuerzo.

La pequeña cocinera coge con una mano la canastita del pan y los cubiertos y con la otra el portaviandas; y, después de echar una mirada por la puerta de la calle, se lanza cerro arriba, ocultándose entre los pedrones y promontorios de arena de orillas del río.

Doña Dolores, la chola del lado, le grita al verla:

—¡Teresita, espéramelo pues al Robertito! Y, en seguida, llama a su hijo:

—¡Oye, Roberto, apúrate pues! Ya está yendo la Teresita. Aparece un chico, de ocho a nueve años, con su canasta y su ollita y, pasando junto a su madre, echa a correr hacia la Teresita que, agachada entre unas piedras, lo espera. Mientras doña Dolores sigue alborotando y regañando al pequeño.

—¿Has puesto el pan?.. . ¿Oíme, y la sal?… Ay, este alocado. Y termina rezando:

—Niñito, Diosito, te lo encomiendo.

La Teresita y su protegido, él delante y ella detrás, llegan rápidamente al final del terreno desigual y naturalmente defendido. Les queda, ahora, por recorrer unos 25 o 30 metros de gradiente descubierta y exenta de todo amparo. Ella ayuda al chico a trepar sobre el ribazo y le alcanza su canasta y su ollita.

Robertito echa una mirada al sendero que tiene delante y, empeñoso, comienza a subir la pendiente.

Ha dado apenas cinco pasos, cuando se escucha un disparo. ¡Jiu!, y la nubecita de polvo del impacto se advierte, ahí, casi entre los mismos pies del pequeño. Doña Dolores ha caído de rodillas y, juntando las manos, pide:

—Mamita de Copacabana, protégemelo a mi guagua…

Solo durante un segundo vacila el hombrecito. Se rehace inmediatamente y, bien penetrado de su papel, poniendo el máximo de cuidado en cada paso que da, sigue adelante…

El tiroteo se oye allá, en El Alto, por detrás de la ceja Arrecia y se hace intenso; luego, poco a poco, declina.

Robertito llega ya al final del sendero. Y unos brazos fuertes se lo llevan entre los eucaliptos.

Mientras tanto, la Teresita ha saltado sobre el declive y, con paso menudo y rápido, está subiendo el caminejo, cuando, uno tras otro, estallan dos disparos. ¡Kjj…jiu! ¡Kjj…jiu!

¿Qué ocurre?… La Teresita pone el portaviandas en el suelo. Uno de los disparos le ha hecho impacto y un hilo de caldo se escapa y chorrea por el agujero. Angustiada, la chica rasga una punta de su pañuelo y, ayudándose con el dedito, trata de taparlo. Y, en ese momento, suena otro disparo. ¡Kjj.. .jiu!… la cocinerita se queda unos segundos inmóvil, como sorprendida de que eso le ocurra a ella, allí y en ese instante; y, en seguida, se desploma, ya inerte, montoncito de nada, sin alma y sin aliento.

Un alarido se oye, ahí, en el bosquecillo.

—¡Teresita…!

El Anselmo, fusil en mano, corre sendero abajo.

Arriba, en El Alto, vuelven a oírse tiros. Se combate y se muere. Se oyen gritos y se percibe un movimiento de gentes. Una voz se esparce entre los combatientes: «¡Los mineros…!».

Alguien emplaza la ametralladora frente a los prisioneros y voces broncas discuten lo que harán.

En eso, aparece el Anselmo, observa un momento la escena y escucha. Y, en una repentina decisión, se precipita, de pronto, sobre la pieza, da un empujón al miliciano que la maneja y, lanzando una demente carcajada, se pone a disparar. Ta—ta—ta—ta—ta… ta—ta—ta… En dos segundos, el oficial y los soldados son un informe montón de cuerpos ensangrentados.

Ta—ta—ta… ta—ta—ta—ta—ta. Siempre riendo, el Anselmo termina la banda de proyectiles, mirando cómo la ráfaga levanta diminutas nubecitas de polvo delante de los cuerpos caídos.

Efectivamente, son los mineros de Milluni que llegaron, tomaron a dinamitazos la base aérea y ahora han iniciado su marcha hacia la ciudad. Y los soldados del Pérez y del Abaroa, resultan entre dos fuegos, el de los mineros desde El Alto y el de los fabriles desde abajo.

El padre de la Teresita, arrodillado, palpa, mira y abraza el montoncito de carne herida que es su hija. Y, durante unos instantes, su dolor se le hace lágrima y sollozo. Mas, luego, oye el tiroteo del combate y las voces de sus compañeros. Deja entre dos troncos el yerto cuerpecito de su hija, empuña su fusil y se lanza cerro arriba, enloquecido y vociferante.

…Un último reducto de ametralladoras ha sido cercado y reducido en medio de acre vocerío. Los exaltados milicianos rasgan y arrancan la guerrera del oficial y las blusas de los soldados y, a empellones y golpes, los conducen hasta un paredón cercano.

Luego, se queda sollozando sobre la pieza.

(Tomado de Cuentos fuera de serie de Bolivia, antología recopilada por Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho)

Óscar Soria (La Paz, 1917—1988) Escritor y guionista de cine. En 1944 ganó un concurso de cuentos del periódico ‘La Razón’ con el relato ‘Los que nunca fueron’; ‘Preces en el cerro’ cuento que ganó el 2do. Premio en el Concurso de Cuentos de la Revolución, en 1953; ‘Mis caminos, mis cielos, mi gente’ (1966), ganador del 2do. Premio en el Concurso Cincuentenario de ‘El Diario’, en 1954; ‘El saldo’ que obtuvo el primer Premio en el Concurso Permanente de Cuento del diario ‘La Nación’ de México, en 1954; ‘Contado y soñado’ crónicas de una visita a la ciudad de Río de Janeiro, editado en 1957 y que obtuvo una Mención Honrosa del municipio de aquella capital; ‘Seis veces la muerte’, cuento que ganó el primer Premio en el Concurso la Universidad Técnica de Oruro, en 1964; ‘Sangre de San Juan’ con el 2do. Premio también en Oruro, en 1967. Se formó en el terreno del cine de manera autodidacta.

Escribió para los cineastas Hugo Roncal, Jorge Ruiz, Antonio Eguino, Paolo Agazzi y Danielle Caillet. Entre las películas que ha guionizado están: Revolución (1963); Aysa (1965); La vertiente (1958); Ukamau (1966); Yawar Mallku (1969); El coraje del pueblo (1971); Pueblo chico (1974); Chuquiago (1977); Amargo mar (1984); Mi socio (1982); Los hermanos Cartagena (1985). Novela: Contado y soñado (1957). En cuento: Mis caminos, mis cielos, mi gente… (1966); Sepan de este andar (1991). Guion: Chuquiago (1977); Mi socio (1982). (Con datos del Diccionario de la literatura Boliviana de Adolfo Cáceres Romero

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