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Génesis

Sisinia Anze Terán

Hubo un tiempo en el reino de los cielos, cuando la Tierra era aún una bola de fuego flotando en el universo, en el que Dios, mezclando polvo de estrellas fugaces y el suspiro de una lejana galaxia, sopló su omnipotente aliento, dando vida a un hermoso y perfecto ángel al que bautizó con el nombre de Luzbel, el portador de Luz. Con el tiempo, Luzbel se tornó vanidoso y arrogante; se sublevó contra Dios y puso, hábil y astutamente, a millones de ángeles en contra del Creador desatando un caos. El arcángel Miguel, el jefe guerrero del ejército celestial, combatió contra el ángel rebelde e izando su espada dorada logró finalmente vencerlo. Dios, con todo el dolor de su existir, echó a Luzbel y a sus ángeles rebeldes fuera de su reino. Los lanzó a las insondables y oscuras profundidades de negros abismos, dejando que la maldad y la fealdad de la esencia de Luzbel se moldeara en su propio aspecto; miles de ángeles que odiaban al Creador también sufrieron la misma suerte, convirtiéndose en horrendos demonios. Todos cayeron, y la caída fue interminable, perturbadoramente aterradora.

Los planetas, aferrados a sus celestiales ejes, crujían al girar. Luzbel cayó pasando cerca de Júpiter impregnándose de su brillante irradiación y revistiéndose de chispas fulgurantes. Flotó por el nebuloso Neptuno, pero no pudo aferrarse a él. No pudo detener la sinuosa caída. Los planetas se alejaban con estrepitosa velocidad y se perdían a lo lejos; eran residuos en el espacio, y al instante, ni siquiera eso. Luzbel lloró de impotencia y frustración, sus lágrimas se deslizaron y recorrieron ruidosamente el firmamento, giraron con premura cobrando impulso, adquiriendo cinético brillo; succionadas por la energía de las raíces de la Vía Láctea, daban vueltas en el infinito y, cada una de ellas empezó a despedir chispas y a arder con diáfano color. Adoptaron el aspecto de claras, luminosas llamaradas solares, formando un collar de meteoritos. Luzbel admiraba las maravillosas formas que aparecían en su caída: estrellas muertas, estrellas que nacían, estrellas de polvo brillante, cometas, meteoritos y nebulosas; cuerpos que se condensaban y que ejecutaban una febril danza. ¿Dónde acababa el Universo? El cosmos estaba repleto de tonos discordantes y Luzbel continuaba cayendo, empujado por un huracán de estrellas sin nombre que con sus sarcásticos tonos le cantaban burlonas. Luzbel caía perdido, desamparado, asombrado, empequeñecido, humillado; ardía de frustración. ¿Dónde estaba cayendo? Pendía en el espacio con relucientes figuras aferradas a una negra cortina ante él. No podía tocarlas; intentaba, pero apenas podía rozarlas en su caída. De pronto, se dio cuenta de que nunca le había interesado conocer sus nombres; había empleado todo su tiempo en admirar su propia belleza. Vio una estrella amarilla, pero monstruosa devorando ávida las luces del espacio; más lejos, había otra azul que lanzaba oleadas de seductora energía hacia el infinito negro; otra gigante atraía hacia su presencia un centenar de quemados planetas.

Luzbel y el resto de los ángeles estaban convirtiéndose en una sola llama que se precipitaba en chorro y se derrumbaba hacia los pliegues del infinito. De modo casi instantáneo, el grupo entró en la atmósfera de un planeta desconocido, cayendo a plomo igual que un juego de lustrosas joyas. Atravesaron la corteza incandescente por distintos niveles hacia el centro del planeta, donde densos cristales los envolvió. Sus atenuados cuerpos se entrelazaban con moléculas de amoníaco, azufre y metano. Rodaron estrepitosamente por ardientes charcos de lava que anidaban en desolados y untuosos mares de nafta y en géiseres de petróleo. Jadeantes por el peso de toneladas de negra atmósfera planetaria que oprimían sus cuerpos etéreos, Luzbel y compañía quedaron tendidos sobre un continente de fuego. El ángel caído exploraba el grande y escabroso núcleo en llamas, que se alzaba en quebrados y metálicos estallidos y lo acogía con ruidosas ondas. Ahí gobernaría y se haría llamar Lucifer por su sequito. Abrigando un profundo odio hacia Dios, no descansaría hasta encontrar venganza.

Dios, en su más pura gloria, en su más sublime amor, quiso dar una oportunidad a aquellos ángeles caídos que deseaban volver al Él. Volverían, pero antes deberían recuperar la confianza del Creador y demostrar que eran dignos de su perdón. Dios escogió la Tierra, la tomó entre sus manos apagando el fuego de su superficie y, enfriando su corteza, creó los mares, lagos, montañas; puso toda clase de animales y plantas, y encarnó al primer ángel arrepentido. Creó su cuerpo similar a la de los seres celestiales con la diferencia de que a éstos les equipó con músculos, articulaciones, tendones, huesos y un sistema de funcionamiento que les permitiría valerse por sí mismos en aquel mundo desconocido. Dios, antes de regresar al cielo, sopló su aliento divino sobre su creación otorgándole vida: un complejo organismo con procesos metabólicos y emocionales. El ser, al que había denominado hombre, despertó y un mundo nuevo se filtró dentro de sus pupilas. Aspiró una bocanada de aire que penetró por primera vez dentro de sus pulmones, sintió agujas en los ojos, percibió un laberinto de tubos bajo la piel y un fluido que recorría a chorros dentro de éste. Oyó el incesante golpeteo dentro de su pecho que hacía eco en sus glándulas, sintió cómo su cuerpo se llenaba de calor, y como el roce del aire erizaba su piel. Al instante, brotaron llamas en su cráneo, la mágica danza de sus neuronas empezó a desatar relámpagos dentro de su cabeza. Percibía perezosos pensamientos que se abrían paso con lentos y pegajosos goteos hasta las profundidades de su conciencia. Este cuerpo nuevo, esta disposición de órganos, carne, músculos y huesos contendría su alma.

El ser oyó el traqueteo sobre las piedras que se extendían por los ríos de aguas claras. Un agudísimo plañido. Un fragor intenso. Una llovizna de relucientes gotas. Un burbujeo de savia. Alas que se desplegaban, chapoteos, siseos. No había otro ser igual o similar a él en los alrededores. El hombre se encontraba dentro de una gigantesca esfera de soledad.

Escuchó ruidos tan nuevos y ajenos a su entendimiento, así como el canto tan dulce de un ruiseñor. Sometiéndose a ese hechizo, ¿cómo podría resistirse? La magia de la melodía embrujaba a su alma, haciéndose cada vez más dulce. El hombre levitó en sintonía con el infinito. Apoyó sus manos al suelo y sintió esa misteriosa textura de la tierra, tan húmeda y granulosa que quiso estrujarla entre sus dedos con una fuerza que no sabía ajustar. En cuanto se puso de pie; la brisa, apasionadamente viva, explotó provocando que sintiera el tironeo de sus músculos y la fuerza con la que sus ligamentos lo sostenían. ¡Qué maravillosa estructura conformaba su cuerpo! Dio un paso inseguro, titubeante, tambaleando su estructura. Tanteó su peso familiarizándose con la gravedad; dio otro paso levantando emanaciones de flamígera pelusa. Su mente estaba clara, y sus percepciones dulcemente exactas. El ambiente estaba cálido y fragante; unos pequeños seres daban vueltas en un liso cielo azul, desplegando sus enormes y maravillosas y coloridas alas. ¿Qué eran esas asombrosas criaturas?

Miró al cielo y sus ojos se desviaron hacia una enorme esfera de fuego; la intensidad de la luz que ésta emitía era tan poderosa que no podía mantener la vista sobre su resplandeciente forma; se cubrió el rostro con ambas manos y sintió punzadas en los globos de los ojos. El opresivo astro se encontraba a baja altura sobre el colorido horizonte. Qué hermoso panorama tenía al frente: un jardín lleno de rosas, tulipanes amarillos y blancos, narcisos, juncos y palmeras, flores azules en abundantes racimos, un árbol con hojas menudas, otro con hojas enormes; robles, abedules. Eran hermosas formas que su cerebro intentaba descifrar. Esbeltos árboles con ramas verdes, ensortijadas espirales de viscosas y vibrantes enredaderas, enormes flores en cuyo interior fluctuaban estambres de espumosa superficie, esparciendo polen de terca apariencia. Siguió caminando solo por secretos valles y atravesó picos con orlas de légamo. Vio claroscuros. Luz que descendía danzando hasta los chispeantes pólipos de arena donde extrañas criaturas rastreaban sueños dormidos. Vio aves en sus nidos y reptiles nocturnos en sus agujeros; vio imponentes raíces de árboles y vastos arbustos; bellas flores que se entrelazaban, retorcían y se extendían sin límites. Preciosos minerales relucían en la corteza del planeta. El hombre localizó ríos y mansos lagos. Tocaba todo y él era tocado por todo. Los canales de su mente se llenaron de colores como pozos, emitiendo sedientos ruidos de succión mientras la violenta luz se introducía en su cráneo. Todo vibraba en ondas multicolores. Todo era radiante. Del centro de una simple hoja brotaban mil gradaciones de tonos verdosos, ¡Qué artista el Creador! El cielo era un prisma, y el hombre danzaba bajo el hermoso rayo multicolor, su piel reflejaba las indescifrables y cavernosas confusiones de luz y sombra. Suspiró profundamente. Existía, estaba con vida dentro de un extraño cuerpo, plenamente vivo al final de cuentas.

Caminaba explorando aquel mundo lleno de fascinantes componentes cuando paulatinamente empezó a oscurecer y plateados cuchillos de luna cayeron sobre la Tierra ondulándola con suaves desplazamientos. La azulina luz de la luna avanzó y fue a posarse sobre el hombre despojándolo de todo color. Bulliciosos temblores azotaban a la noche que acababa de nacer. El hombre sintió terror a la oscuridad.

Al despuntar el nuevo día, vio una silueta resplandeciente y sutil cerca de él. Era Dios extendiéndole los brazos para estrecharlo contra su pecho. El hombre lloró de profunda felicidad porque, recordó su existencia en el Reino de los Cielos, su rebeldía y la fatal caída a las profundidades del infierno. Se abrazó a Él y, por primera vez, sus cuerdas vocales emitieron sonidos. Pidió perdón por haber escuchado a Luzbel y haberse rebelado. Dios lo miró piadosamente y le explicó que había creado la Tierra, ese maravilloso paraíso, sólo para él, para que, a través de su conducta y libre albedrío, le comprobase que era digno de volver a la Gloria de Dios, a la Fuente Divina. Finalmente, mirándolo a los ojos le puso por nombre Adán.

En una segunda visita, cuando el Sol había galopado varias veces por los cielos que cubrían ese hermoso jardín, Dios le prometió a Adán una compañera y fue que creó a la mujer y le puso por nombre “Eva”. Adán la recibió con alegría. Las pulposas plantas suspiraron, se estremecieron, se balancearon. Una aromática fragancia casi afrodisiaca se extendió y el mundo gimió de placer. La anatomía de la mujer era delicada y frágil; poseía unos senos dispuestos en lo alto de la caja torácica: prietos, turgentes y pletóricos. Su cintura era estrecha, sus caderas amplias y redondeadas. Fina vellosidad dorada cubría su bajo vientre, y como una flecha subía hacia el esternón. Entre sus contorneadas piernas, donde Adán tenía sus órganos genitales, había sólo una hendidura. El hombre y la mujer vivirían en el jardín, procrearían descendencia; unidos por el sentimiento del amor, concebirían hijos, y cada uno de ellos se llenaría del espíritu de un ángel rescatado del abismo. Llegarían al mundo sin recuerdos, ni conocimientos; indefensos, dependientes de sus progenitores; crecerían hasta valerse por sí mismos y crear descendencia por cuenta propia; así el ciclo continuaría hasta el juicio final, hasta que todos los ángeles del abismo negro del pecado fueran rescatados. Mientras tanto vivirían gozando de las maravillas que el Creador puso para ellos en aquel mágico jardín.

Un día, Eva reposaba bajo la sombra de un abeto, su larga cabellera azabache caía como una cascada de aguas negras sobre sus pechos. Olía despreocupada una flor cuando escuchó su nombre; el llamado provenía de la copa de un árbol semejante a un paraguas de carnosa piel. Cuando alzó la mirada vio a una criatura alargada enroscada a una rama. Ésta bajó deslizándose hasta quedar frente la mujer, le susurró al oído y la tentó a comer del fruto prohibido del árbol que Dios había incrustado en el jardín y del cual, ya desde el primer día, les había advertido no comer. La mujer se dirigió hacia el árbol y dubitativa tomó el fruto entre sus manos, era rojo y apetitoso. A Eva se le hizo agua la boca, pensó que al comerla obtendría la sabiduría de Dios, tal como el extraño ser le había susurrado al oído. Eva le dio un mordisco desatando una ráfaga de inquietudes y, cuando apareció Adán, influenciado por su compañera, también mordió del fruto. Repentinamente una sensación de vergüenza nació entre ambos. Enroscado en el árbol y sumergido en las oscuridades, el tentador reía placenteramente porque había rescatado lo que le había sido arrebatado de sus dominios. Ahora sabía que con el poder de la persuasión, podría ir recobrando a sus amados ángeles caídos.

Cuando el Creador bajó a verlos, con ojos tristes y añorantes comprobó que Adán y Eva le habían desobedecido, y un incontrolable torrente de decepción lo invadió. Los echó del jardín a las áridas laderas sin nombre, sentenciándolos a sufrir las inclemencias del tiempo, el hambre, el dolor, el sufrimiento y, finalmente, la muerte. Adán y Eva se encontraron con un mundo hostil, tenebrosamente desolado. Ahí afuera las formas eran extrañas, había muchos troncos abultados de sucio color marrón sin ramas, hojas ni flores. De esos grotescos troncos pendían cascadas de pulposas hojas negras que se extendían hacia un nauseabundo pantano. El suelo se agitaba, temblaba y se agrietaba por donde asentaban los pies ampollados. En repulsivos cráteres criaturas nocturnas, reptantes, largas, líquidas y plateadas se deslizaban hacia una llanura estéril. Hombre y mujer caminaron atravesando áridos desiertos, y cuando la noche cayó por vez primera en esas desoladas tierras, los relámpagos rasgaron el horizonte y los truenos bramaban y se alejaban entre brumas grisáceas, mientras ellos corrían en busca de refugio. Las silenciosas explosiones de los relámpagos perfilaban remolinos de lluvia. Los azotaban vientos huracanados. El retumbar de los truenos inundó el cielo de grises y pesadas nubes mientras éste se ponía blanco y trazaba imágenes ardientes en las retinas de la desesperada pareja. Cuando ingresaron en la sombra de un solitario tronco, y las estrellas se hicieron visibles en los retazos negros que dejaba la maraña de hojas muertas, escucharon aullar a una manada de bestias carroñeras.

Al día siguiente emprendieron el viaje enterrándose en las profundidades arenosas del desierto. En el recorrido apareció un gigantesco ojo incandescente que parecía mirarlos con malevolencia: era la superficie de un oasis en cuyas aguas se reflejaban los rayos del Sol. Bebieron, percibiendo el crujir que sacudía a sus estómagos vacíos, y por primera vez la dolorosa sensación de hambre hizo presa de ellos. Así pasaron los días, aprendiendo a sobrevivir en aquel mundo que les había dado la espalda. Con el tiempo se acostumbrarían a su nuevo entorno, y encontrarían la manera de sobrevivir a los tortuosos embates de un planeta deprimente. Tendrían hijos, envejecerían, sus cuerpos frágiles se deteriorarían hasta que el último hálito de fuerza se extinguiese, encontrando finalmente la muerte física, y así el ciclo se repetiría hasta el fin de los tiempos.

Lucifer empezó con una minuciosa tarea de ataque, mandando a sus huestes demoniacas a la Tierra para que pudieran susurrar dudas al oído del hombre, arrastrándolo al pecado e impedir de esta manera su evolución espiritual. Dios, viendo la oleada de maldad que invadía a la humanidad, mandó al mundo a su ángel más audaz hecho hombre, para que enseñase Su palabra y muriera lavando el pecado original: el haberse rebelado contra Él.

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