Homero Carvalho Oliva
El joven soñaba con incendiar el mundo, con escribir la historia en barricadas, entonando canciones de gesta. Llamó Nes de Fous a su utopía, una nave de locos, frágil y pequeña embarcación, hecha de consignas y furia, impulsada por el viento de la juventud. Partió hacia la tormenta con la certeza de que la revolución lo redimiría.
Pero los mares no tienen piedad con los idealistas. Su barco encalló en la isla del desengaño, un territorio sin banderas donde las promesas se deshacían como hojas barridas por el viento del otoño. Descubrió que las consignas no alimentaban y que la historia no esperaba por él. Los compañeros se dispersaron, la revolución se convirtió en un murmullo lejano; un recuerdo para sentir nostalgia.
Se quedó allí, varado en su propia memoria, escribiendo. Sus ilusiones traicionadas eran su única compañía, la brújula que le quedaba (por si algún día se iba al monte) y se comprometió a escribir sobre la lucha y el dolor de la derrota, sobre lo que quiso ser y lo que el tiempo le permitió. No sabía si su voz llegaría a alguien, escribir era su última trinchera y en la arena de los días comunes entendió que algunas revoluciones no toman las calles, sino las palabras. Y en ellas resistió.
