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Masaco con chocolate y silbido

Ener Chávez Justiniano

Cocinero amateur

Era prácticamente un ritual. ¡Machuque y deshilache silbando!, sentenciaba con ese acento beniano que nunca perdió pese a los más de sesenta años vividos en la ciudad de La Paz. “Pa que salga clinudo el masaco hay que echarle  harto charque y cuidar que esta punta de vela tacuses no se lo coman”, decía Ethel mientras vigilaba que sus nietos no den fin con el preciado ingrediente.

Lejos de mi querida Bolivia, mi paladar recuerda con nostalgia el gusto y sabor del masaco, comida beniana preparada con plátano verde, de la especie Musa balbisiana de la familia Musaceae, conocida como “macho” y que se combina mágicamente con charque frito en unos morteros hechos de madera que llamamos tacú y que desde niños aprendemos a vigilar esperando la recompensa de que nos toque una hilacha del sabroso charque martajado. Por eso se conocen como vela tacuses.

Por lo general, las reuniones familiares eran los sábados de cada semana, día que estaba destinado a compartir afectos, anécdotas, penas, pero ante todo mucho amor, acompañados de un banquete, casi siempre, de comida del oriente boliviano. Los preparativos los iniciaba temprano, sendas llamadas telefónicas recibíamos cada uno de sus hijos con diversos encargos “Comprame un racimo de plátanos macho que estén bien verdes, no pintones y, cuarto kilo de manteca de cerdo, al fin sólo vamos utilizar 100 gramos”. “Hijita vení temprano pa poner a hervir el charque”. Había decidido que ese día comamos un masaco de charque acompañado de una taza de chocolate caliente de nuestra finca “El Tejere”.

Los comensales superábamos las dos decenas entre “hijos, nietos, bisnieta y demás colgandijos” como decía ella. Casi siempre, la primera en llegar era la tercera hermana, ella, en estos casos, ponía el charque a hervir “pal ejército hay que sancochar un poco más de medio kilo. Dale una buena lavada primero no vaya a quedar muy salado”. Luego llegábamos el resto. Cada quién tenía oficio. “ Ponete de una vez a pelar los plátanos, ya sabés, cortalos en rodajas gruesas y que alguien te ayude a freír”.

“Este charque ya está blandito”. Ella sabía reconocer, con un simple pellizco, el punto de cocción exacto en el cual debía estar aquella carne para ir directo a ser machucada y deshilachada. Debía tener una textura tierna, pero no tanto como para desaparecer con los golpes de la especie de mazo de madera que la aplasta contra el tacú. “agarra la manoetacú y machacá este charque. No lo cortés mucho”, decía la viejingui (diminutivo de vieja con dejo oriental). “Qué queden larguitos, más o menos así”, mostraba con sus dedos el espacio que se formaba entre el pulgar y el índice. “Pa que salga clinudo”. Sí, clinudo, adjetivo que mi madre utilizaba, como la gran mayoría en el Beni, para hacer referencia a las crines de caballo y que vaya a saber cuándo y cómo derivó en esa pronunciación.

El más fuerte era el encargado de empuñar la manoetacú y destrozar el charque. Uno, dos, tres golpes al pedazo de carne hervida. “Ay hijo…, cortalo puej primero en pedazos más chicos, parecés no sé qué…” Aquel papel de tipo fuerte solía ser mío, aunque atributos me faltaban, agarraba con una mano los pedazos de charque y los golpeaba con fuerza varias veces. Cuando ya se podía deshilachar fácilmente con los dedos, era el momento de dejar de golpear, entonces aparecían las manos de los nietos, que velaban el tacú con ansias, para deshilachar el charque y dejar escurrir uno que otro pedacito en sus pequeñas bocas. Este era el momento más musical de la jornada. Mi querida madre instruía “¡ya!, ayuden pero silbando”, su experiencia y las enseñanzas recibidas de su madre Isabel, y ella a la vez de su madre y así sucesivamente de madre en madre, le hacían tener la certeza de quien silbaba no podía meter a entre sus dientes pedazo alguno de charque, haciendo de esta manera el más estricto control de calidad.

Así era, la música siempre nos acompañaba. Los desafinados silbidos de los más pequeñitos hacían un ensamble singular con la incomparable voz de doña Gladys  Moreno o con las guitarras de “Los Taitas” o, a veces, con canciones de Édith Piaf o los tangos de Gardel. Mi madre, sin respetar la obligatoridad de silbar y masticando un pedazo de charque, se agarraba de alguno de nosotros y, tal cual como lo dice Joaquín Sabina, se ponía a soñar con los pies, desplazándose con su pareja entre la cocina y el comedor como si fueran las tablas del escenario de un gran teatro como, el Municipal de La Paz, el Ópera de París o el Colón de Buenos Aires que se dio el gusto de conocer.

Sin duda, el baile la distraía de sus achaques, pero no de vigilar la producción gastronómica, ella era experta cocinera, de tal manera que no se daba licencias para descuidar el mínimo detalle, los silbidos iban desapareciendo, era momento de continuar,  “¿ya están fritos los plátanos? Entonces cambien. Vos fritá el charque y vos machacá los plátanos”. Nuevamente me aferraba con firmeza a la manoetacú. Los plátanos recién salidos del aceite, emitían un sonido agudo y permanente hasta que eran aplastados con el primer golpe desapareciendo, de esta manera, sonido y resistencia del plátano recién frito.

El masaco ya estaba por entrar en la fase final de producción, faltaba el acompañamiento, “a ver vos, como quien no hace nada, sacá una pasta de chocolate de la caja y ponete a rallar”, decía Ethel a la primera persona que veía sin oficio. Ahora, las pastas de chocolate, ya no son las mismas, cuando era niño, en Trinidad, en la casa familiar, recuerdo la pequeña tienda de mi abuelita Isabel en la que vendíamos unas pastas de chocolate, elaboradas por sus propias manos,  parecidas a una pelota que ocupaba la totalidad de mi palma, como muchas cosas en estos tiempos se han reducido de tamaño, pero el gusto y su aroma no han cambiado.

Para hacer el chocolate, recuerdo, hay que poner a hervir agua en una gran olla, cuando empieza la ebullición se incorpora el chocolate rallado. Se tapa el recipiente teniendo cuidado de dejar un breve espacio para que no rebalse el preparado y, a fuego lento, se deja cocer durante 30 minutos.

“A ver, ¿cómo está el plátano?” Ethel certificaba que esté correctamente molido, “dame campo, hay que echarle un poquingo de sal, no mucha porque el charque es salado y hay que tener cuidado de no pasarse. Volvé a machacar…”. Nuevamente la manoetacú golpeaba el preparado para que la sal se incorpore perfectamente, luego de eso, mandaba a incorporar, de a poco, el charque frito.

Los puñados de charque se intercalaban rítmicamente con los golpes del mortero. La conclusión de la preparación ya estaba muy cercana. “Pasame esa sartén, hay que derretir y calentar esta manteca”, explicaba mi madre mientras ponía como tres cucharadas de esa manteca blanca y pastosa en ese pequeño recipiente que reservaba siempre para ese fin y que por el demasiado uso se había tornado color negro.

El momento que la manteca estaba muy caliente, Ethel ordenaba hacer un hoyo profundo en la preparación, la medida perfecta era el extremo de la manoetacú que cual trépano que perfora la tierra, hacía un espacio para recibir el candente líquido grasoso. Con maestría sin igual vaciaba la sartén en el pozo, “mecla con cuidadito… ya va a estar listo”.

Según yo, el masaco ya estaba en el punto justo para acariciar nuestros paladares, sin embargo, faltaba el ingrediente final, que no aportaba sabor ni color por ser agua pura y cristalina. Cuarta taza caliente del líquido elemento era rociada por todo el preparado. La función de este último ingrediente, es de darle la textura perfecta para poder deleitarse usando el mejor cubierto que tenemos como seres humanos. Nuestras manos.

Las preparaciones estaban listas, exquisitos olores invadían todos los ambientes de la casa, los aromas a canela, clavo de olor y chocolate que emanaban las burbujas saltarinas de la olla competían con el frangacioso humo del masaco recién preparado.

Como dirían los grandes chef profesionales, emplatar era otro arte que, sin duda alguna, mi madre dominaba. Dejando de lado los dolores reumáticos en los más grandes platos planos que teníamos, directo del tacú, sacaba el masaco formado sendas montañas que luego eran alisadas con una cuchara. Uno tras otro salían los platos con su delicioso cargamento llegando a la mesa, en forma simultánea, con las tazas de chocolate humeante.

Para sentarse a la mesa, Ethel tenía que estar impecable, se quitaba el mandil que había utilizado para supervisar la preparación de la comida y se ponía una de sus mejores prendas, peinaba sus ensortijados cabellos iluminados por escasas canas y resaltaba sus labios con un carmín intenso. Ella sabía que no faltarían las fotografías de la mesa y el retrato oficial del evento, por tanto no podía verse mal.

“Toda la chamuchina a la mesita de allá”, indicaba la abuela refiriéndose a todos los niños, pues donde nació la palabra chamuchina se utiliza para nombrar a las cosas menudas. Pese a ser y ejercer, nadie le decía abuela, ese adjetivo no era de su agrado pues, para ella, denotaba vejez y con ello se sentía archivada en el olvido, razón por la cual, casi todos le decían Mami Ethel. “Si no hay sillitas, siéntense en el suelito”, completaba la orden.

El desfile de platos, platillos y tazas terminaba, toda nuestra ansiedad estaba por ser satisfecha, algunos servían sus porciones en platillos para degustar con sus cucharillas, otros preferíamos compactar una porción equivalente a un bocado con la punta de los dedos y llevar a la boca el manjar. “No hay nada como un buen masaco pero con chocolate de El Tejere”, era el infaltable cometario de mi madre que lo pronunciaba mientras dibujaba una sonrisa con sus labios recién pintados e intentaba frotar las palmas de sus manos deformadas por la artritis que la aquejaba.

Nunca esperábamos la sobremesa, las charlas iban y venían por sectores, los niños, tomando en la mesita pequeña y sentados en el suelo, contaban sus juegos e inventaban otros.  Los mayores entremezclábamos charlas desordenadas, de rato en rato se escuchaba un comentario sobre la buena calidad de la comida. Por ejemplo, se viene a mi mente la vez que conocimos la etimología de la palabra masaco, alguno refería que derivaba de masa de plátano, otros especulaban que tenía su raíz en palabras derivadas de los idiomas mojeño trinitario, itonama o guarayo ; sin embargo, la explicación era más simple y tenía que ver otra vez con los velatacuses. “Cuentan”, comentó alguna vez una tía “que un peladingo velacú le puso el nombre, dice que estaba ahí velando el tacú mientras su madre hacía masaco. Ella, ya le había dado un pedazo de charque y el niño le decía ¿ma saco?, pidiendo sacar más charque. Y desde ahí se quedó con masaco”. No se tiene la certeza de cuán verídica es esa anécdota, pero es muy coherente, tampoco se sabe si el niño decía ¿más saco?, o ¿ma saco?, preguntando –en un caso- si tenía permiso para sacar mayor cantidad y, como en la región del Beni no se pronuncian ciertas “S”, la pronunciación quedaba de esa manera, o tal vez se refería a la contracción de mamá en cuyo caso la palabra quedaba construida como se conoce.

Con el tiempo, los sábados familiares fueron creciendo, cada vez con mayor frecuencia recibíamos en casa a nuestra entrañable tía que inexplicablemente siempre andaba apurada y con un problema a cuestas, tampoco faltaba el querido primo barbado con su tierna esposa y nuestra otra prima, sus hijos y su esposo que le doblaba en estatura; también solían llegar la pareja de tíos de accionar correcto que le daban el toque de distinción a la mesa.

La comida siempre alcanzaba, pues mi madre tomaba todas las previsiones del caso utilizando la cantidad de ingredientes que solamente ella conocía de acuerdo a su experiencia y tomando en cuenta la cantidad de comensales. Por ello, concluida la comilona, muchas veces, alguien pedía una hoja y un lápiz para apuntar los ingredientes y las cantidades exactas.

“Bueno, escriban… para 4 personas, ingredientes.”

Para el masaco:

– 6 plátanos verdes grande, de esos que están en la parte de arriba del racimo, si son de la parte de abajo entonces 2 por cabeza.

– Cuarto kilo de charque de vaca, que sea lomo, cadera o nalga depende como le llamen donde vivan

– 3 cucharadas de manteca de cerdo o res, de acuerdo al gusto y disponibilidad.

– Sal a gusto, muy poca.

Para el chocolate:

– 80 gramos de chocolate rallado para litro y medio de agua.

“Bueno, ya que tenés la receta, vos sos la encargada de invitar la próxima masaqueda”, comenta Ethel al mismo tiempo que levanta las cejas a manera de gesto de incredulidad.

La satisfacción estaba estampada en nuestros rostros, la chamuchina había abandonado sus lugares, el sector emulaba un campo de batalla en que no había quedado intacto ningún centímetro y aquellos silbidos se habían transformado en eufóricos gritos, por suerte, en el patio, lejos del comedor donde nos reuníamos los mayores.

Por nuestra parte, todos nos dábamos tiempo y hacíamos espacio para para seguir disfrutando de la comida y de la buena charla. Pa la próxima qué les parece un locrito de semilla”, consultaba mi madre aunque rara vez cumplía el acuerdo. El siguiente menú estaría en suspenso hasta las primeras horas del esperado sábado familiar.

Hoy, los sábados simplemente transcurren, quienes participábamos de esas inolvidables reuniones hoy poblamos distintas ciudades de Bolivia y el mundo, sólo nos queda el entrañable recuerdo y las recetas de quien supo hacernos felices mientras nos acompañó.

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