La batalla de Villamontes
(Tomado del libro de cuentos Y al día siguiente igual,
La Paz, 3.600)
−El hombre acostumbraba ir al río cerca de la media noche y se sentaba durante horas sobre una piedra, sin hablar ni hacer nada −dijo la mujer Pez Dorado.
Este río se llama Pilcomayo (Pillko-Mayu: Río de los Pájaros). Nace en las montañas del norte y pasa por Villamontes, pequeña ciudad del sur de Bolivia, la más lastimada por la guerra. Villamontes fue −tristemente− conocida en todo el país desde la contienda con el Paraguay, conocida como la Guerra del Chaco. Allí murieron más de cincuenta mil compatriotas, sin contar los árboles y animales quemados y destrozados por las balas de ambos bandos. Sin olvidar el terror y la desesperación de los nativos y demás población civil de esta región seca y caliente. Si bien el río pasa dando vida a Villamontes, el resto del Chaco, sin agua ni alegría, fue simplemente un infierno para los combatientes de aquella época.
Ahora estábamos a la orilla de ese río, tranquilo y silencioso pero repleto de historias de muertes y tantas otras desgracias, que parecía sentirse el olor de la pólvora de más de ochenta años atrás.
−Todavía hoy, entre la arena de la playa, afirmó la mujer Pez Dorado, se encuentran cartuchos de balas y otros restos de esa contienda.
−¿Vienes de lejos?, me preguntó.
Ella bien lo sabía, pero quería escuchar de mi voz:
−Vengo de una ciudad alta y fría. ¿Y tú quién eres?, le pregunté a mi vez.
Me miró sorprendida, luego sonriente
−Nadie, me dijo.
−¿De dónde eres?
−Soy de aquí mismo.
−¿Por qué tienes un nombre tan extraño?
−Mi padre me puso ese nombre.
Me dejó callado un momento y ella se rió, dándome confianza.
−Ahora sí, Pez Dorado, le dije, sígueme contando de ese hombre.
−El hombre se quedaba ahí quieto, con los pies en la arena, sea tiempo de lluvias o tiempo seco, y no pronunciaba una palabra. Pero dicen que conversaba quién sabe con quién, por medio de qué gestos o idiomas, mirando el temblor de las aguas a la luz de la luna o de las estrellas.
Al notar mi atención y mi sorpresa, siguió hablando al ritmo de los suaves ires y venires del río en tiempo seco:
−Inclusive cuando no había luna ni estrellas se mantenía la claridad en este lugar y con los ojos de sus recuerdos seguía viendo las sombras de los algarrobos, las peñas, las aguas.
“−Más que ver, recordaba los tiempos de la guerra a la que no fue, pero sí sus hermanos mayores, y su padre, que desapareció para siempre en las arenas del olvido.
“−Dice que el hombre del río sentía presencias y sombras de otros seres. Queridos, temidos, desconocidos… Sólo él lo sabía. Con ellos, tal vez, hablaba durante horas, en silencio, notándosele apenas el temblor de sus labios gruesos, como si el mismo río acariciara su rostro dormido. ¿O más bien hablaba consigo mismo, hurgando sus sentimientos?, se preguntaban muchos. ¿Le rezaba a algún viejo amor pidiéndole que vuelva? ¿Iba al río para olvidar? ¿O simplemente no pensaba en nada, y más bien buscaba llenar de río y de tranquilidad su espíritu perturbado?
“−La gente comenzó a enterarse de sus aventuras nocturnas, pues más de un madrugador lo vio regresando a su rancho antes de que el nuevo día dé señales de color en las copas más altas de los árboles.
“−No se preocupen, ser sonámbulo no es delito, dijeron sus familiares, que sabían de esa extraña costumbre del hombre, del padre, del esposo aún en la mitad de la vida. Ya estamos acostumbrados, ¿qué hace cuando va al río?, se sienta durante horas y vuelve a acostarse a su vivienda, sin hacer daño a nadie. Al rato despierta en su cama, como todo mortal, y aquí no ha pasado nada.
A ver, a ver, las cosas se me van aclarando, o confundiendo. ¿O sea que era sonámbulo? Entonces, este misterio no es tanto que se diga, el sonambulismo no tiene mucho de poesía.
–Pero ya es mucho tiempo, dice que dijeron los vecinos a los familiares del hombre, si sigue así, no podrá soportar esos hábitos. Debe haber alguna cura, tal vez hurgando los motivos de…
−¿Y por qué va siempre al río en ese estado y no, por ejemplo, a sus potreros? ¿Qué dicen sus labios que tiemblan durante horas, como si conversara con las aguas turbias y contaminadas de la corriente?
El río Pillko Mayu, a pesar de su hermoso nombre, venía sufriendo maltratos sin cuento, especialmente en los cerros y los valles del norte donde se extraían minerales, cuyos restos eran echados a la corriente, envenenándola. En estos días, así como en los viejos tiempos, ya nada ni nadie se salva del maltrato y otras desgracias. El hombre también. El Chaco también.
−Así es pues, dijeron los familiares, apesadumbrados, pero cuando le hablamos, al otro día, él nada nos puede responder.
−Tal vez si vamos detrás de él y lo despertamos para preguntarle…
−¡No!, quién sabe si su espíritu se agite realmente y pierda otra clavija…
Pero ya les vino la curiosidad, y tal preocupación, que decidieron pedir ayuda a un Ipaye o adivino de monte adentro. ¿Conocen a alguno que sepa de estas cosas? Propusieron varios nombres con sus diferentes especialidades, hasta que se quedaron con un Ipaye que vivía en Campo Pajoso, especializado en atisbar el misterio de las almas y de las profundidades de los ríos.
Una vez en Villamontes, éste fue el discurso del adivino:
−El dueño del río me habla y yo escucho. El dueño del árbol me habla y yo aprendo. Sí, lo tenemos que curar al hombre. El Río de los Pájaros viene del norte, hasta su nombre es del norte, como una brisa fresca: Pillko Mayu. Runa simi. Quechua. Hermoso. Pero su Dueño no es un pájaro sino una calavera de vaca que aparece flotando sobre las aguas… ¡Ya sé! Lo seguiremos en su caminata hacia el río y dejen que yo le converse sin despertarlo.
La mujer Pez Dorado repetía a cada rato:
−Es que estas peñas y esta tranquilidad del río nos siguen recordando a la guerra.
Sí, la guerra seguía sucediendo, en medio de olores de pólvora y cadáveres y sudores de locura. La mujer Pez Dorado también me contó de una mujer antigua que murió hace algunos años.
−Y muy bien podía haber sido su madre, me dijo.
−¿Su madre de quién?
−La madre del hombre del río. De niña dizque andaba con su gente por distintos lugares del Chaco, huyendo de las balas de uno o de otro bando. Cuántas veces tuvo que escapar del mismo infierno. Ella no comprendía nada de los motivos de tanta muerte. Sólo sabía que quería vivir… Así pasaron los años y terminó la guerra, y ella creció y fue madre, y fue abuela, pero algo le quedó grabado en su cuerpo para siempre: el miedo a la muerte. La gente se reía de esa viejita, hasta hace pocos años, ¿sabe por qué? En estos últimos tiempos, llegó también al Chaco la costumbre de festejar la Navidad y el Año Nuevo con toda clase de petardos. Entonces, cada fin de año, esta señora corría a su cuarto si es que no estaba ya en él, se buscaba temblorosa algunas ropas y comida, hacía con ello su atadito que ponía en una canasta de bejuco y se metía debajo de la cama. Y nadie podía sacarla de ahí, ni con explicaciones ni con tirones, hasta que pasaran del todo los festejos y se le acabaran los bocados que había puesto en su canasta. Tanto vivió la viejita, recién hace algunos años murió para por fin descansar.
El Ipaye era un mestizo moreno y sin edad, de cuerpo como raíces secas, y cejas encorvadas que le daban un extraño mirar. Pero su sonrisa y sus palabras hacían que uno pudiera confiar en él.
−Ahora déjenme dormir para recibir los mensajes y los conocimientos. Dueño del Río, Dueño del Río… ¿Qué le has hecho a este hombre?
Eso me seguía contando la mujer Pez Dorado, y una vez más comenzaban a confundirme sus palabras. ¿Adónde había llegado yo? ¿Con quién estaba hablando? Y me dijo, y no le creí:
−Estás hablando con una mujer sencilla.
Qué iba a creerle yo, pues según mi ignorancia en cuestiones de mujeres, no existe nada sencillo.
¿Y cómo lo curó el Ipaye? Ella dice que él le dijo:
−Bien has hecho en venir aquí al río. Y bien has hecho en callarte. Te estás curando con tu propia medicina de silencio, sólo falta un empujoncito, digamos, una destapadita.
Y la mujer me dijo que el hombre no despertaba, como si no viviera más que en el mundo de adentro, y el Ipaye le seguía hablando, ¿qué ves?, ¿dónde estás?, y no sé cómo la mujer Pez Dorado sabía lo que estaba viendo y diciendo ese hombre con los labios cerrados sólo para que el Ipaye escuchara con sus orejas de animal salvaje:
−Veo sangre, veo sombras, huelo la pólvora, escucho gritos y retumbar de truenos y llantos y veo muertos y muertos y muertos…
Entonces el Ipaye le pegó un lapo en la oreja, con toda su fuerza. Pero el golpe ni siquiera lo hizo tambalear al hombre. Le dio otro, con la otra mano y ahora sí, comenzó a fluir la sangre por su nariz y por sus orejas, y más que fluir, saltaba como un chorro que hubiera estado comprimido. Negro, hediondo (esa noche la luna iluminaba como un sol), sangre a medias coagulada, producto de cuántos miedos y miserias. El río sonaba como si arrastrara troncos, o gente a punto de ahogarse, aunque no era época de lluvias, igual que ahora.
El hombre quedó tan débil que se tendió como un trapo en los brazos del Ipaye, y nos acercamos y él dijo ya está bien, ahora está mirando el río, el simple río de aguas sucias y tranquilas, es que estaba en deuda con el Dueño, ¿no vieron que pasaba por allá flotando una calavera de vaca? Era el Dueño del río, este hombre estaba en deuda con él, pero el Dueño ya se ha llevado sus pesares.
¿Murió o no murió esa noche? Este es un asunto difícil. La mujer Pez Dorado dijo que desde entonces se sanó y dejó de ir como sonámbulo al río. Y que vivió feliz durante muchos años, hasta que se fue a gozar de la presencia de Dios. Y yo digo no; desde el momento en que recibió el segundo lapo, comenzó a morirse realmente, como todos los hombres de este mundo, hasta que ya no lo encontramos en nuestros caminos, ni sus rastros.
¿Y yo mismo, quién era y dónde estaba? Sólo sé que volví a mi tierra y lo primero que me ocurrió fue soñar con la mujer Pez Dorado. Estábamos en las aguas y ella seguía siendo mujer y yo un hombre y me entré por su sexo blando como un pez pequeño, y esa gruta era de libertad y ternura, a pesar de que estaba con todo mi cuerpo retenido en su sexo salado y tierno.
−¿Y tú quién eres?, le pregunté, pegada mi curiosidad en su oreja y mi cuerpo en su cuerpo.
Ella volvió a reír y me dijo:
−Yo soy pues el Pez Dorado, la verdadera Dueña del río. Así como tú eres un Ipaye perdido en otras montañas. Ahora conoces el corazón de los hombres, intuyes el alma de los montes cálidos y la frescura de las aguas corrientes que vienen de las alturas.
Desperté mojado, en mi cama solitaria de una ciudad fría y lejana, porque ella, tal como vino, desapareció. Pero no estaba solo ni triste, puesto que me quedé –Ipaye de las palabras− con la pródiga suavidad de su sexo en las yemas de mis dedos y con una historia más para contar.
Biografía
Manuel Vargas Severiche nació en Huasacañada, provincia Vallegrande (Santa Cruz, Bolivia) el año 1952.
En enero del año 1981, durante el gobierno de Luis García Meza, salió del país, perseguido por haber publicado en cuento en el periódico Presencia. Logró exiliarse en Suecia, donde permaneció un año y medio, luego retornó al país.
Fue redactor de la Revista Infantil Chaski. Dirigió la revista de cuento Correveidile y la Editorial Correveidile. Ha elaborado antologías y diversas selecciones de literatura boliviana, siendo la última: Antología del cuento boliviano (La Paz, Biblioteca Boliviana del Bicentenario, 2016). Muchos de sus cuentos se han traducido al croata, inglés, sueco y alemán, y publicado en antologías.
Cuentos tristes, Andanzas de Asunto Egüez, Música de zorros y el ensayo Historia de Bolivia son sus libros más conocidos. Con Editorial 3.600 ha publicado, entre otros, Recuento de daños, Bolivian Spiritual, Y al día siguiente igual, La Paceñita, y cinco libros de cuentos para niños.