Enver Joel Torregroza
La clásica distinción entre hecho y valor puede parecer un contrasentido. No precisamente porque sea imposible distinguir entre un conjunto de datos y las opiniones que podamos tener sobre esos datos, sino porque puede hacernos creer que un valor y un hecho son comparables, como si se tratara de manzanas de la misma bolsa. Comparar hechos y valores es como comparar el viento marino con las tildes: resulta evidente que son diferentes, pero no precisamente porque se opongan. Si hay una distinción relevante es la que debe hacerse entre hechos verdaderos y falsos y entre valores reales y aparentes. Al no hacer parte de la misma categoría, hechos y valores no pueden ser los términos de una disyuntiva. No se escoge entre los hechos y los valores, pues no podemos vivir sin ninguna orientación fáctica y valorativa y resulta imposible renunciar a una cosa en función de la otra: constatar la realidad sin valorarla, valorar la realidad sin constatarla. Los hechos, es más, no son cosas, y los valores menos: ni a los hechos ni a los valores se les puede aplicar el régimen de las entidades con las que nos desenvolvemos en el mundo, no son como las cucharas o las mesas o los árboles. No hay modo de poseerlos, de apropiarse de ellos. No pueden venderse, comprarse ni intercambiarse. Hechos y valores, o lo que es lo mismo, la constatación fáctica y la valoración dependen de la concurrencia de más de una persona, de las colectividades, las sociedades y su dinámica histórica y en este sentido tampoco nos pertenecen como individuos. La manipulación de las verdades y de los valores en provecho individual es justamente eso, nada más: una manipulación. Los hechos (verdaderos) y los valores (de verdad) escapan al control individual o grupal y nos trascienden.
Lo dicho hasta aquí puede sonar bastante extraño y hasta anacrónico, atendiendo al estado de cosas contemporáneo y el clima mental compartido —clima «espiritual», diría un alemán—, que no sólo desprecia los hechos, sino también (y desde hace décadas) los valores. Pues es un hecho que vivimos en un mundo, una sociedad o unos Tiempos nihilistas, que es como Wendy Brown titula uno de sus libros más recientes. Publicado en 2023, Tiempos nihilistas es resultado de las Conferencias Tanner pronunciadas por Wendy Brown en la Universidad de Yale en 2019 a propósito de dos textos clásicos: La política como profesión y La ciencia como vocación de Max Weber. Justamente Wendy Brown estuvo recientemente en Madrid, en el magnífico Festival de las Ideas comisariado por Javier Moscoso, y hay que decir que su intervención destacó, pues demostró que, igual que en sus libros, su pensamiento tiene una voz propia, profunda y clara.
En Tiempos nihilistas. Pensando con Max Weber la escogencia de Max Weber para hablar de la depreciación contemporánea del valor no es para nada casual y está lejos de ser arbitraria. Weber sin duda es muy recordado por haber conceptualizado y teorizado el desencantamiento del mundo que ha generado su racionalización moderna, producto de la acción conjunta del auge del capitalismo, la ciencia y el Estado modernos. En este sentido, Weber es un referente irrecusable —junto a Nietzsche— en el diagnóstico del nihilismo como drama constituyente de nuestra época —la contemporaneidad—. Pero a Brown no le interesa en este libro sobre los tiempos nihilistas limitarse a repetir el diagnóstico ni a reincidir en sus tópicos, sino que recurre a dos conferencias clave de Max Weber, La política como profesión y La ciencia como vocación, para buscar respuestas a la debacle de los tiempos, tratando de encontrarlas en la misma diagnosis weberiana de toda una época, pero sobre todo en la descripción del ethos de dos figuras altamente responsables del destino de los asuntos humanos en nuestra época: el político y el científico. Sin duda, tal y como Brown reconoce en sus páginas, apelar a figuras y roles individuales no es para nada suficiente cuando de lo que se trata es de enfrentar la crisis contemporánea con respuestas sociales que movilicen responsabilidades colectivas desde la base, y que permitan una construcción más democrática de la sociedad y el poder (que no es solo el Estado). De hecho, una de las principales críticas que Brown le hace en su libro a Weber es que este reduce la acción política relevante para «re-encantar» el mundo al papel carismático de un tipo ideal de político responsable que animaría a las masas necesitadas de orientación y las liberaría de la indiferencia y rigidez de la máquina burocrática. Con ello, Weber habría estado reanimando —por la puerta de atrás, es cierto— al ancestral filósofo rey de la politeia platónica, reencarnado esta vez en una especie de profeta —como el que defiende Alfarabi— que pone en práctica el estoicismo militante de la ética protestante en vez del pragmatismo estratégico del ethos clásico musulmán. Pero esta crítica a Weber no nace precisamente de su rechazo —el de Brown— al populismo. Antes bien, Brown habla de la necesidad de reconocer las movilizaciones sociales y el poder ciudadano y en este sentido es crítica del weberianismo en las ciencias sociales contemporáneas que ha incentivado el desprecio politológico sistemático por el liderazgo político (y el populismo), cuando en realidad en La política como profesión habría una valoración del importante papel del carisma y la retórica para la vida política. La izquierda actual —afirma Brown— ha perdido oportunidades y poder al entregarle por completo a la derecha el uso del carisma y la retórica —siempre legítimo en la área política—, en vez de recoger las enseñanzas weberianas de un tipo ideal de líder político responsable, capaz de tomar distancia de su propia causa —al ser consciente de su relatividad—, pero lo suficientemente carismático para defenderla y movilizar a otros para hacerla realidad, introduciendo el necesario pathos que debe habitar en la política y que Weber quería expulsar problemáticamente de la academia.
La postura de Wendy Brown es por ello muy distinta a la de Weber, aunque juega con sus categorías y distinciones. En algunos pasajes su libro se eleva de la simple contraposición de ideas característica del estilo scholar americano politológico o filosófico normativo —el típico «estoy de acuerdo con esto, pero no con esto otro, por tales y tales razones», etc.—. Brown, en cambio, lúcidamente dibuja un gesto deconstructivo en su lectura de Weber, haciendo decir a Weber cosas que una lectura convencional no vería, pues esta se limitaría a subrayar sus obvios elementos «conservadores, masculinistas, nacionalistas, antidemocráticos y metodológicos». El pivote que sostiene la crítica que Brown le formula a Weber es la estricta separación entre el universo de la ciencia y la arena de la política, a pesar de que tal separación se deba defender. Aquí está el encanto de la deconstrucción, pues con las mismas armas de la distinción, la misma distinción se cuestiona: la ciencia debe mantener su independencia de la política —normal, diríamos hoy— y en este sentido ni las universidades ni los profesores, como investigadores o educadores, deben entregarse a adoctrinar o reproducir ningún programa político de ninguna clase, pues la universidad como espacio debe permanecer como escenario de crítica y toma de distancia —incluso de sí misma— de la sociedad y la época en la que está inmersa. En la universidad todo se debe cuestionar, y esta debe continuar siendo un lugar de pensamiento sin condición —por más paradójico y fácticamente imposible que eso pueda parecer—.y así lo argumentó Derrida en una conferencia —también—, esta vez en Stanford, en 1998. Brown no se va al extremo derrideano, pero sí que valora la diferenciación de espacios entre la política y la actividad científica, para que la política no se convierta en un dominio más del control tecnocientífico —el algoritmo, la IA, por ejemplo— y se conserve en cambio como el escenario que es de conflicto y disputa entre valores construidos. También para que el ámbito científico preserve aquella independencia que necesita la verdad, pues el interés por el conocimiento es en sí mismo un valor que no se tiene porqué subordinar a otros intereses. Si no fuera porque no encaja para nada en el registro de autores que referencia Brown —y, bueno, porque es una intelectual norteamericana de izquierda— yo diría con libertad —siguiendo a los filósofos alemanes de la generación escéptica Odo Marquard y Hermann Lübbe— que la ciencia necesita de la neutralización de la política y la moral del mismo modo que necesitó en su momento, hace un par o trío de siglos, la neutralización de la cuestión teológica. Si quisiéramos hacerle justicia a la generación escéptica de la filosofía alemana de la posguerra, habría que decir lo mismo que dice Brown de Weber, a la hora de hacerle justicia en su contextualización histórica: tanto afán por separar la ciencia de la política en realidad quiere vacunar a la sociedad del totalitarismo —al que no se quiere volver en la posguerra alemana— y también de la demagogia populista que solo quiere el poder irresponsable por encima de la razón, la ciencia, el Estado y la ley —que es a lo que no se quería llegar en la República de Weimar de Weber—. Sin embargo, Brown rápidamente advierte del riesgo contrario: entregar la universidad a la búsqueda socialmente miope y moralmente ciega del conocimiento científico reducido a su capacidad de implementación técnica y, por tanto, también reducido a su utilidad al servicio de la sociedad; y ya sabemos —o el lector se podrá imaginar— cómo la mentalidad neoliberal interpreta este ambiguo lema de la política universitaria en términos de una universidad subordinada a la innovación «productiva» —industrial, digital, financiera, pero no precisamente poética, artística o pensante— y también, por supuesto, como una universidad reducida a la formación laboral. Weber habría separado los terrenos de la política y la ciencia para protegerlos, pero con ello también, argumenta Brown, se puede abrir la puerta para que se disminuya la capacidad que tienen las instituciones productoras y divulgadores del conocimiento —las universidades, las disciplinas científicas, el profesorado y el estudiantado— para transformar el mundo y para contener su oscuridad. En este sentido, la universidad también se debe esforzar en «educar el deseo» (pág. 63) y ayudar a construir sentido —valor— con sus propias prácticas y procedimientos —que no son los de la política— para impedir el auge de «demagogos irresponsables que se aprovechan burdamente de los miedos populares, el sufrimiento, el supremacismo herido y la búsqueda de chivos expiatorios […], que, además, no están controlados por la responsabilidad ante los hechos, la ley, las constituciones, las instituciones, la humanidad o los ecosistemas» (pág. 67), y para impedir el auge correspondiente de «excitadas masas movilizadas» (Ibíd.) por esos «demagogos irresponsables a cargo de enormes maquinarias estatales y económicas, y que a menudo claman por la guerra» (Ibíd.).
La propia Brown culmina su libro con un epílogo que es más que un epílogo, pues pone sobre la mesa varias de las cartas en juego al exponer abiertamente su postura frente a las discusiones contemporáneas sobre la función de la universidad, el papel de la ciencia y la investigación y el tipo de educación que requieren las nuevas generaciones. Todo en el libro de Brown me parece valioso, puesto que se trata de un ensayo inteligente y estimulante, que no incurre en posturas superficiales ni lugares comunes y que es capaz de adentrarse en la reflexión cuidada de temas que son difíciles, pues constitutivamente son paradójicos: como la relación entre praxis y teoría, entre pensamiento, conocimiento y política, o la necesidad de tomar distancia con procedimientos críticos y objetivos para conquistar por esa vía lo que en apariencia es su opuesto, pero que en realidad es su finalidad y su consecuencia más significativa: una valoración verdaderamente justa de la realidad. Así que cada línea del libro vale su lectura. Pero lo que más me gusta es el epílogo pues es una invitación abierta y crítica a un nuevo tipo de pedagogía universitaria. Brown no echa en saco roto el tema abordado por Weber en La ciencia como vocación y arremete contra «la erosión del acceso y la calidad de la educación superior pública, así como la denigración de todo valor a la universidad que no sea el de su formación para el trabajo», puesto que las considera «estrategias infravaloradas del asalto combinado del neoliberalismo y la derecha a la democracia durante las últimas cuatro décadas» (p. 109). Y añade la necesidad de que profesoras y profesores asumamos seriamente la tarea de poner a pensar al estudiantado en cada clase manteniendo una conversación inteligente sobre las cuestiones que al estudiantado verdaderamente importan y que son las que nos importan en el fondo a todos: «¿En qué mundo quieres vivir? ¿Cómo deberíamos o podríamos los humanos ordenar nuestros acuerdos comunes en esta coyuntura de la historia mundial? ¿Qué escala de valores debe organizar nuestra existencia?» (p. 112), se pregunta Brown y nos invita a preguntar en la universidad. «Preguntas posnihilistas», las llama. Un nombre muy adecuado porque creo con Brown que el deber de la universidad es responder esas preguntas posnihilistas y que su tarea actual es desarrollar un pensamiento posnihilista.
Enver Joel Torregroza es profesor del Departamento de Filosofía y Sociedad en la Universidad Complutense de Madrid.