Si entendemos a la corrupción pública como una acción estrictamente humana que transgrede, de forma consciente y responsable, normas legales y principios éticos causando un daño con la subsecuente sanción, no será difícil concluir, siendo mesuradamente pesimistas, que detrás de cada funcionario público “humano” se anida el germen de esta desviación, un dato que no es menor para la economía pública considerando el ostensible crecimiento de nuestro aparato burocrático, en aproximadamente un 676% entre 2001 y 2013 (Soruco, 2015). Lo peor es que las medidas hasta hoy tomadas han demostrado no ser eficaces y los mecanismos preventivos se van cerrando a solo dos ámbitos de acción concreta, a saber, el de la moral y la ética, por un lado, y el de los controles previos y la ingeniería de procesos administrativos, por otro.
El primero incluye elementos importantes y sobre los que sin duda hay que insistir, pero que, al operar en el fuero interno de las personas, llevan a la ingenuidad toda pretensión de exigir de ellas un comportamiento acorde con lo bueno y lo deseable, sin mayor incentivo que el de solo hacer lo correcto, ingresando a un campo por demás subjetivo y harto difícil de medir e instrumentalizar en acciones concretas para luchar contra este mal. Así, los constantes llamados de muchos actores a un comportamiento decente y ético en los funcionarios o a una formación integral cimentada en valores, caen en lo demagógico.
En el segundo, confluyen desde la planificación y el diseño de protocolos de intervención, hasta la aplicación de los a veces engorrosos trámites administrativos que, al pretender evitar distorsiones en la gestión mediante exigentes filtros, provocan precisamente lo contrario, pues es obvio que, a mayor intervención de los burócratas en tales actividades, mayor la posibilidad de arbitrariedades y actos reñidos con la ética. A esto se suman los crecientes déficits de institucionalidad en toda la región y los bajos grados de confiabilidad interpersonal reinantes en todas las esferas de la vida pública y privada. Si ya nadie confía en nadie, menos lo harán en el vetusto y devaluado cuerpo de funcionarios estatales.
En este orden de ideas, el problema parece estar menos en los procedimientos y en los sistemas de organización que en las personas encargadas de su manejo. La gente ha perdido la fe en las instituciones públicas y sus operadores, quizás irreversiblemente, habiéndosele despojado de los incentivos necesarios para participar en política mediante los mecanismos tradicionales, no resulta pues siendo extraño que a día de hoy se opte más por procesos deliberativos directos en la “nube” (redes sociales) antes que las reuniones y mítines de los viejos partidos o corporaciones, con esporádicas manifestaciones callejeras de violento descontento, pero sin mayores perspectivas de futuro.
Bajo estas condiciones, antes que romperse la cabeza buscando formas de recuperar la confianza de la gente en la democracia y en las instituciones, debiéramos pensar en opciones creativas para alejar a las personas del manejo de la cosa pública, sí, aunque parezca radical y hasta contradictorio, y esto es hoy posible con los avances tecnológicos que están demostrando ser altamente eficaces para ese tan escurridizo “buen gobierno”, que no es más que un manejo eficiente y decente de los siempre escasos fondos públicos, un objetivo que resultó demasiado para unos hombrecillos que optaron por actuar regidos por sus bajas pasiones antes que por el bien común. Dejemos la administración, o al menos una gran parte de ella, a las máquinas, sí señor, a esos robots informáticos que en base a la inteligencia artificial, son capaces hoy de desarrollar de mejor manera muchas de las funciones y actividades antes reservadas a las personas, sin el riesgo de caer en las tentaciones de piel o bolsillo inherentes a lo humano.
Pero siempre habrá quien ponga reparos, es obvio. Unos dirán que en alguna fase de todo proceso informatizado se requerirá de la intervención humana, y es verdad, pero mientras ésta sea menor, será también menor el riesgo de infracción, y más si todo trámite se transmite on line en tiempo real, cual reality show –veremos quién se anima a pecar frente a los ojos del mundo entero–. Otros, echando mano de un tema harto sensible –más en un país donde el mayor empleador es el Estado–, se rasgarán las vestiduras denunciando que esto eliminará puestos de trabajo para la gente, lo que sin duda ocurrirá y es además correcto que así sea, pues ya es hora de dejar de ver al Estado como botín político o agencia de empleo.
En fin, es normal que quienes vean afectados sus intereses, principalmente políticos y burócratas, se empeñen en satanizar todo aquello que no les convenga, en este caso la tecnología, con divertidos fundamentos para reivindicar la “santa mano” del hombre en la administración, pregonando cuestiones del corazón y no de la cabeza, que la política es tanto razón como sentimiento o que la calidez y la poesía deben encontrar su lugar también en el Estado, etc. Todas frágiles justificaciones que terminarán cediendo ante la necesidad mayor de recuperar los mecanismos centrales de dirección social y asignación de recursos. Es solo cuestión de tiempo y prioridades.
El llamado “gobierno electrónico o digital” es una herramienta que no podrá sustituir del todo la intervención humana –es cierto y tampoco se espera aquello–, pero la automatización coadyuvará al alejamiento de los operadores de carne y hueso de las fases más delicadas de cada proceso, haciéndolo más rápido y eficiente, además de abrirlo a la vista de todos mediante herramientas en línea. Solo así la trasparencia tendrá posibilidades reales de naturalizarse como un elemento inherente a la gestión.
Todo proyecto político seriamente comprometido con el buen gobierno y la democracia, tomará a la tecnología como una de sus mejores aliadas, pues si la gente perdió la fe en sus pares para el manejo de la cosa pública, y con sobradas razones, quizás llegue a confiar en los “no humanos” para tal cometido. ¡¡¡Los robots al gobierno!!!
El autor es doctor en Gobierno y administración pública