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Los intercambios celestiales

Andrés Canedo

Ella pintaba. Además, era hermosa y apasionada. Pero, por sobre todas las cosas lo amaba a él. Él escribía, era relativamente guapo y pleno de pasión. Pero, por encima de todo, la amaba a ella. Ambos vivían, sin embargo, en el país del desengaño y por consiguiente sus obras, aunque bellas, no pasaban del efímero resplandecer de una llama de fósforo; el fulgor y la luz de un momento, y luego el olvido y la oscuridad. En consecuencia, se refugiaban en su amor, y cuando sus cuerpos se entregaban, todo se iluminaba en luminiscencias gigantescas que inundaban sus almas y hacían relumbrar el cuarto en que vivían. En un arroyo que habían descubierto y que cantaba sus voces de ensueño, sumaban la polifonía armónica de sus gritos incendiados. Ambos se dotaban de vida, y esa vida seguía alentando sus sueños. Pero, pasado un tiempo, él, ya únicamente la pintaba en palabras, y ella, olvidada de lo demás, sólo a él lo escribía en trazos mágicos de pincel. Así, las obras de cada uno copiando su visión del otro, se dilataron por meses.

Sin embargo, mientras ella florecía con las palabras que él tejía en sus poemas para ella, a él, cada pincelada con que la pasión de su mujer, iba construyendo aquel retrato de cuerpo entero de él, parecía arrancarle un pedazo de vida. Era tan intensa la exaltación de ella al pintarlo, que por ejemplo, cuando ella terminó de plasmar una de las manos de él en el lienzo, esa mano, con la que solía provocarle erupciones de placer, y ese brazo se paralizaron. Pero tenía la otra mano para seguir escribiéndola en los días y en las noches de reconcentrado amor. Luego, cuando ella terminó el diseño del pie derecho de su amado, esa pierna se le murió. No obstante, ambos podían seguir amándose y hacer estallar sus cuerpos en el diálogo fértil y estruendoso que las noches les concedían. Y él redactó respecto del corazón de ella las imágenes más bellas, y ella, al pintarle el pecho, buscó que la luz del corazón amado de su hombre, surgiera en los trazos de color a través de su pincel.

Ambas obras estaban terminadas, magníficas, resplandecientes, frutos del amor y el arte. Pero cuando ella dio la última pincelada para eternizar el pecho de él, el corazón del hombre se apagó para siempre. Ella se sumió entonces en las penumbras de la soledad, pero su cuadro en el que aparecía el hombre amado, la hizo rica. El dinero, sin embargo, no le aportó ni una pizca de luz para arrancarla del padecimiento del amor perdido para siempre. El poema de él permaneció ignorado porque ella quiso conservarlo como la única posibilidad de alivio a su huérfano corazón. A veces, volvió al arroyo a escuchar su renovada y antigua voz, y esos ecos del ayer la reafirmaron en la vigencia de la melancolía. Ella, no volvió a pintar.

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