“Lo peor del coronavirus en Latinoamérica está por venir”, sentencia The New York Times, explicando que “la desigualdad, una tara de larga data que antes de la pandemia se estaba reduciendo, ha vuelto a acentuarse y millones de personas han vuelto a ser arrojadas a la vida precaria que pensaban que habían dejado atrás durante un relativo auge regional” (Semana.com, 30/4/2021).
Es lamentable decirlo, pero un diminuto virus vino a confirmar una indeseada situación, un gran temor.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en su Informe de 2016 titulado Progreso Multidimensional: bienestar más allá del ingreso, sin mediar siquiera la premonición de la pandemia en curso, pero tomando en cuenta la fase declinante del ciclo económico que se vivía entonces, se preocupaba ya por las 25 a 30 millones de personas -más de un tercio de la población que salió de la pobreza en Latinoamérica y el Caribe desde 2003- en el sentido de que corrían el riesgo de recaer en la pobreza, según me dijo Dennis Funes, Representante Adjunto del PNUD en Bolivia, en mi reciente visita a La Paz.
Recordé entonces el Informe Anual de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), dando cuenta del incremento del número de pobres en la región, número que trepó a 209 millones a finales de 2020, con 22 millones de “nuevos pobres” más que el año anterior, haciendo retroceder décadas de avance en materia socioeconómica (Panorama Social de América Latina 2020, Cepal, 4.04.2021).
Grave situación, porque a la preocupación del PNUD de hace 5 años, se suma ahora el desasosiego que provoca la pandemia global, cuya expresión en esta parte del continente -más allá de la muerte y el dolor que provoca- deja a su paso una profunda pobreza, revirtiendo los avances logrados gracias al macrociclo de precios altos que duró hasta 2014 y que, hay que decirlo con todas sus letras, no fue aprovechado por la región latinoamericana y el Caribe para cambiar estructuras productivas, sociales e institucionales, para poder enfrentar con mayores posibilidades de éxito una situación tan complicada como la que se está viviendo hoy, de manera generalizada.
Volviendo al Informe del PNUD referido supra, Funes reflexiona que más allá del ingreso per cápita que no necesariamente refleja el grado de avance de la población, está el Índice de Desarrollo Humano (IDH) como un mejor indicador de bienestar, destacando que lo que en verdad incide para la salida de la pobreza, es distinto a lo que previene que las y los latinoamericanos vuelvan a recaer en ella. “En la década pasada, los mercados laborales y la educación fueron los grandes motores para dejar la pobreza. Sin embargo, es fundamental que las políticas públicas de nueva generación fortalezcan los cuatro factores que impiden retrocesos: protección social, sistemas de cuidado, activos físicos y financieros (como un auto, casa propia, cuenta de ahorro o dinero en el banco que actúan como ‘colchones’ durante las crisis), y calificación laboral. Estos elementos clave componen lo que el IDH denomina canastas de ‘resiliencia’, que es la capacidad de absorber shocks y prevenir retrocesos, lo que es fundamental para la región en este momento de ralentización económica”, concluye.
Lamentablemente, el avance en estos cuatro frentes no se ha dado de una manera generalizada, como se hubiera esperado durante los tiempos de la bonanza, de tal manera que “estamos viendo ahora mismo por el impacto del covid-19, cómo las personas vulnerables están en picada para recaer a la pobreza por estos temas”, indica Funes.
Duele decirlo pero, esta historia no ha terminado, casi comienza, apenas…
Cabe cuestionar, si estamos haciendo lo suficiente para enfrentar los retos de un entorno que se presenta cada vez más amenazador, al no tener que ver ello solo con la vida, sino con la calidad de vida de la gente. Si las políticas públicas no se enfocan en ello, morir por coronavirus hoy, podría resultar menos doloroso, que morir mañana por pobreza.