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Los días que brillan

Andrés Canedo / Bolivia

Antenoche vi dos películas que yo mismo pude elegir. Volví a ver, creo que por décima vez, All that jazz, de Bob Fosse, un excelente film norteamericano (que también los hay), al que, la primera vez que lo vi, fue en circunstancias especiales que contribuyeron a su impacto en mí, pues en ese tiempo los médicos me investigaban una hiperleucocitosis, posible leucemia, que me duró 30 años más, y hasta ahora, en que ya los valores son normales, como podrán apreciar, no me morí. Me salvó de ese horror, mi amor con Jucélia, que logró cambiar la obsesión por mi cuerpo, al cuerpo (y el alma inalcanzable) de ella. Luego, ya por puro gusto, debido a que es realmente muy buena, la vi nueve veces más.

Pero también vi antenoche, por vigésima vez (o tal vez más), Zorba, el griego, de Kakogiannis, (Cacoyanis), con libro del enorme Kazantzakis, con música de Theodorakis, y con actores gigantescos como Antony Quinn (el fabuloso mejicano), Lila Kedrova (rusa), Irene Papas (griega) y Alan Bates (británico), que no desentona para nada. Algunas veces, la vi en circunstancias que recuerdo muy bien. La primera fue en Córdoba donde yo cursaba el último año de medicina y escribía, para consuelo, algunos textos pretendidamente poéticos. La vi en un cine de nuestro barrio estudiantil (el Clínicas) donde el cine Moderno, que había sido un cine que pasaba programación normal, habitualmente norteamericana, en una estrategia de mercadeo que le resultó fantástica, pasó a convertirse en Cine Club, debido a los miles de estudiantes universitarios que vivían en el barrio. Me acompañaron amigos, creo que el Geta Lloret y Vichín Sanchez. La película me absorbió desde el primer momento y me fue metiendo en un estado como de trance, pues a la vez que veía sus imágenes, en algún oculto lugar de mí, también veía mi propia vida que se encaminaba hacia un destino pequeño burgués. Al salir, al cruzar las puertas del cine, me puse a vomitar en la vereda, ante la sorpresa de mis compañeros. Es que yo acababa de ver tanta libertad, que quería arrojar de mí, mi destino a ser un médico que ganaba buen dinero y se conformaba con la vida. Ahí estaba vomitando todo aquello que me repugnaba, y aunque terminé medicina, ya en ese último año empecé a hacer teatro, y si bien, de vuelta a La Paz, hice el servicio militar como subteniente médico ya seguía siendo actor, y al cabo de ese año, abandoné definitivamente la medicina, para dedicarme a ser actor durante el resto de mi vida, y al que sumé este oficio que ahora pretendo, de escribir. Nikos Kazantzakis, tuvo influencia en mi vida, ya que años después leí algunos de sus libros, entre ellos, Cristo de nuevo crucificado, La última tentación de Cristo, y la obra teatral más intensa que haya leído en mi vida y que compré en un acto verdaderamente mágico (que creo que alguna vez ya conté), Cristóbal Colón, que reafirmaron mi amor por dicho escritor y mis principios de vida. Intensidad, intensidad, intensidad… eso era lo que me enseñaba Kazantzakis. Intensidad emocional, intensidad poética.

La segunda vez especial que vi Zorba, fue en Berlín, donde asistí con Suzanne, mi culta y dulce novia alemana de aquellos días y perfecta hispanohablante, a quien le gustó, pero me dijo que le parecía una película un poco machista. Traté de hacerle entender que la obra retrataba un lugar y un tiempo en que las cosas eran así. Creo que no lo logré, pero el amor, con su don de generar maravillas, nos llevó plenos de ternura y de fuego, a la cama del apartamento berlinés que ella ocupaba y que yo compartía. Pero ya había visto la película un montón de veces y la seguí viendo cuando se las mostraba a mis estudiantes de literatura en el Cambridge College, de Santa Cruz. Antenoche, la encontré en internet después de algunos años, en un canal que creo que era ruso (por el tipo de letras que lo nombraba), pero donde Zorba el griego, se leía claramente en español. Esta nueva visión, me agarró con ojos limpios de adolescente, con la mente despejada del mundo que vivimos, de sus guerras horrorosas, y la disfruté tanto, como la primera vez.

En la noche de ayer, fui a la presentación del libro “Ezra Pound, una luz entre Homero y Dante”, de mi amigo y primo Gary Daher Canedo. Los presentadores, también amigos, hicieron tal despliegue de sabiduría, que me hicieron saber una vez más, que soy ignorante en muchas cosas referentes a la buena literatura. Revelaciones tan impresionantes como la de un fantasma que se quita la sábana, más las preguntas cultísimas de algunos de los asistentes, me dejaron en un estado de asombro que me duró varias horas. Gary, tuvo el enorme mérito y la responsabilidad, de traducir e interpretar, haciendo su propia poética, los siete primeros cantos de la obra de Pound. Me enteré así, que los “cantos”, provienen de la admiración que sentía Pound por los cánticos españoles, en realidad “cantigas”, de la Edad Media y de sus trovadores. Me enteré así también, del poema Usura del gran autor norteamericano y de su firme convicción anticapitalista, y que, hasta había sido condenado como “traidor a la Patria”, por una entrevista que tuvo con Mussolini, de la que después se arrepintió, pues el fascismo, no era de ninguna manera, algo en lo que podría apoyar su fe. Para que el perdón de la pena capital le fuera posible, además de la intervención de grandes poetas y escritores de la tierra, tuvo que aceptar que lo declararan loco, y lo enviaran internado durante algunos años a una institución psiquiátrica.

Más tarde, ya pasada la medianoche, vi un video de una hora sobre la próxima obra que bailará mi hija Adriana en Brasil, labor por la cual le pagan, y que es una hermosa adaptación de La bella durmiente, toda con música de Tchaikovsky, y el trabajo de cinco bailarinas mujeres y de un hombre. Me pareció algo mágico, deslumbrante no sólo por la gran labor de los intérpretes, sino por un bellísimo vestuario que usan principalmente las hadas; las luces con efectos láser, la historia que se entiende y se disfruta por la expresividad y la belleza de los cuerpos. Me produjo enorme satisfacción y orgullo, el saber que Adriana, además de su labor de científica camino de un doctorado, haya podido regresar a uno de los grandes sueños de su vida. El ballet, con la dureza de su camino, fue siempre algo que amó y que, por lo visto, sigue amando. Ahí, la acompaño como siempre (como lo hago con todos mis hijos), para que luche por lo que ama, para que trate de hacer realidad la utopía, que es el camino que tantos intentamos aun sabiendo que jamás la alcanzaremos completamente. Pero son esos lapsos de belleza, de espiritualidad, los que nos brindan un poco de paz en el derrotero de la vida.

Yo les cuento esto, que posiblemente sea intrascendente, porque creo que si hay alguna maravilla en nuestro deambular por la vida, es la intención de compartir algo con los demás, de hacerlo común. Algo tan bello, tan profundo y simple, como compartir el pan. Por eso yo les cuento, les comparto lo que me sucede, en la esperanza de que alcance los corazones de algunos de los que me leen.

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