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La trinchera

Maximiliano Benitez

Cada vez tengo más claro que la poca o mucha afluencia de público a un evento cultural independiente (y cuando digo independiente me refiero precisamente a las actividades que no gozan del apoyo de los grandes medios) está circunscrita al círculo íntimo del autor. En la medida que éste conozca más gente, más posibilidades tendrá de llenar las butacas vacías del auditorio de turno. Independientemente del valor o la calidad literaria o artística del material, el círculo íntimo se desplazará a donde sea (bueno, sin exagerar, claro) para apoyar al artista o literato en ciernes. Y por supuesto que el autor espera esta reacción de sus amistades y familiares y lo agradece con sincera emoción. Al fin y al cabo, estaba sólo, sólo desde varias perspectivas.

Pero íntimamente, lejos de los apretones de manos, los abrazos, las miradas cómplices y las cervezas posteriores; en su fuero interno, con el alma en tensión y esa áspera sensación de soledad de la que también se nutrió su obra, el francotirador, que hoy viste de autor, aguarda la llegada de sus hermanos sin rostro. Es una de las pocas oportunidades en las que el tirador sale de la trinchera, la trinchera de la noche.

Todas las almas solitarias que oyeron a lo lejos el sonido de la campana centenaria, la luz vacilante de la llama en la lejanía, la metafísica del vínculo entre dos solitarios: el que lee (que necesita hacerlo) y aquel que escribe (y que no puede evitarlo, aun sabiendo que probablemente nadie oirá jamás sus gritos desde la otra orilla, desde la trinchera de enfrente).

La presentación va bien en cuanto a cantidad de público. Afortunadamente el francotirador que hoy viste de autor tiene un amplio círculo de conocidos. El éxito fue rotundo, sin duda. Se vendieron los ejemplares disponibles y se tomaron decenas de fotos que el autor, en el fondo una vez más (siempre todo sucede en el fondo, en esa marea interna) no desea realmente. Lo hace por cortesía, por el cariño recibido y el que tiene por todos ellos. Pero la sensación de vacío no le abandona.

El francotirador permanece (como decía Freud “solo en medio del gentío”) atrincherado aún en su soledad olímpica. Puede que una de esas almas solitarias estuviera ahí mismo, sentada en las últimas butacas, casi como avergonzada, agazapada. Pero no llegaron a conocerse. Ni todos lo brindis posteriores lo sacaran del foso. Nadie es igual después de tantas nocturnidades. Ni el que buscó durante tanto tiempo el disparo certero ni quien lo recibió. Es algo tan íntimo que ni uno ni otro hablara con nadie de aquel desencuentro. Es la soledad y la comunión encerradas en un libro. En un libro carísimo para la mayoría, pero para estas almas, algo invaluable.

El francotirador regresa al foso. El cargador aún lleva un proyectil más. Ese que usará para volarse la tapa de los sesos o para disparar al aire.

Curiosamente, y esto es lo más extraño, aquella bala en la recamara será el germen de su próxima historia. Aunque la trinchera apeste al hedor de los que no están, y aunque el desaliento le haga plantearse una y otra vez abandonar aquello y salir a la luz del día, el francotirador seguirá agazapado, a la espera. Siempre entregado a la larga y tediosa espera de la silueta en el horizonte.

Los brindis por la nueva novela se extienden hasta el amanecer. Pero nadie llegó a percatarse de que el tirador llevaba el fusil al hombro. Como si la trinchera fuera el mundo entero.

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