Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Me encanta hablar con peluqueros y taxistas. Peluqueras los últimos años, mexicanas, a pesar de la postura machista que siempre tuve de no permitir mujer hurgando con tijeras mi cabeza. La vida me derrotó y al final no me arrepentí.
Taxistas también. Ilya Ehrenburg reclamaba al genial Isaac Babel por haberlo llevado a un bolichón de mala muerte. La vida está aquí, lo interesante, replicaba el odesita. Soy de esa escuela y prefiero conversar con gente que tiene la existencia en la punta de los dedos y no con señoritos graduados en “literatura”.
Todos Santos. Me gustaba ver en mis viajes por el campo las flores negras y púrpuras de papel, adornos, algo que iba más allá de la simple congoja, cómo en un par de colores se podía expresar la intensa ligazón con el otro lado, con la memoria. Las “mesas” campestres, llenas de comida y golosinas, dispuestas a ser volteadas por rezadores profesionales que excediesen límites en alabar al fallecido o muertos que tal parafernalia agasajaba. Lo hicimos con amigos, no teníamos ni veinte años, en el camino de tierra de Charamoco, el que iba hacia Buen Retiro. No volteamos la mesa pero nos dieron en bolsas lo suficiente para llegar a destino barriga llena. Un arriero pasaba, solitario, con charango interpretando kaluyos.
Peluqueros y taxistas, modestas profesiones, archivos humanos e históricos, incluso sin ser completamente fiables, que enriquecen el sentido de mi vocabulario. Ángel, Angelito, me cortó el cabello desde que tenía tres años hasta al menos mis sesenta. Se inició en la peluquería Berlín que alquilaba un hueco entre los muros de piedra de Santo Domingo, calle Santiváñez. Luego abrió no lejos y de manera individual su propio local en la Junín, a la vuelta del que por un tiempo fue consulado de Dinamarca. Cuánto aprendí con él, no puedo contabilizar. Acerca de sindicatos gráficos, a uno de los cuales yo pertenecía, a cuitas de clientes respingados y mucho más. Bellas desnudas de revistas en las paredes, una anciana fotografía del Wilstermann, revistas en español que le regalaban los alemanes, Manchete brasileño. El hijo o la esposa le traían a mediodía su almuerzo. Sopa, por supuesto, y quizá segundo. En ese entonces la calle Junín bajaba; hoy sube.
Shhh, se desliza la navaja afeitadora en el cinto de cuero para afilar que cuelga al lado. Chorritos de alcohol sobre el cuello al terminar la faena para cerrar los poros. Nunca aburridas sesiones, en él se depositaba a diario un sinfín de historias que supe utilizar. Habrá muerto Ángel, la tienda no abre ni hay cartel. Me preguntaba de Estados Unidos y conversábamos de guerras y golpes de estado, de la profusión de malentretenidos en la política nacional. En Denver, Calderón, Susana, mi peluquera de Chihuahua recordaba la angustia del narco, los sufridos cruces de frontera, árboles de la Sierra Madre. Ya abandonó el negocio, su hombre, indocumentado salvadoreño, se hace rico con una empresa propia limpiadora de alfombras. Alquiló el lugar a una compañera que cada vez lloraba añorando a su hija de diez años que le secuestraron y de la que nunca más supo. Venía de Nayarit. Cierta vez me trajo bellísimas artesanías de su región, hechas de cuentas coloridas, porque sabía que las coleccionaba. Me gusta la salsa picante de Nayarit, tono de tierra mojada, de greda. También la cumbia, diferente a la de Monterrey pero con mucho ritmo de los indios huicholes. Todo popular, sin ínfulas de grandeza, con estrecha relación al quehacer común, las amas de casa con los críos y los hombres que se marcharon al norte para proveer a sus familias. Veinte años sin ver a los hijos, teléfono diario mientras en el disco se cocinan carnitas cubiertas de chile serrano.
Coronas rosadas de papel sobre las tumbas. No he visto verdes ni amarillas.
Tomé un taxi hacia Trojes hace poco. Conversador, el chofer me dijo que se había jubilado y que luego de vivir veinticinco años en Tapacarí se vino a la ciudad. Subimos a Tapacarí desde Arque en la juventud, le comento, y derivamos la charla hacia la pobreza de la región, la hermosura de lo árido que es causa de tragedia. Que yo tengo, o tenía, tejidos de Tapacarí, ponchos sobre todo de gran colorido y arte. No con demasiado diseño a diferencia de sus vecinos de Leque que son fantásticos o de una pieza de museo que valoro, un awayo chico, originario de Challa, en la cumbre.
De Challa se puede ir al pueblo, o seguir hasta Independencia en la provincia Ayopaya, rincón olvidado de tradición y riqueza. Subir en temporada seca por el río del mismo nombre, apenas pasado el pueblo de Parotani. Son casi cincuenta años que no voy, le cuento, pero intentaré ir a la próxima fiesta de la virgen de Dolores. Vienen de todo el mundo, dice, cada año, a atragantarse de comida, de nostalgia y de chicha que la suaviza. A veces la empeora…
Las tierras fértiles se ubican en el sector aymara, arriba. Las más pobres pertenecen a los quechuas. Común el trilingüismo. Sé, por cierto, que mi abuela Neptalí y sus hermanas Murillo Coscio lo eran, en Sanipaya, Ayopaya. Aymara, quechua y castellano. Mis tías abuelas Angélica y Josefina, apodadas Anki y Uchipa en lengua natural, pasaban de un idioma al otro sin dificultad. Envidia la mía. Tristeza porque no aproveché al notable maestro de quechua que era mi padre, autor de un detallado diccionario trilingüe que incluía el inglés. Joaquín y sus primos rubios, los tres de ojos claros, reían los sábados cuando se reunían a jugar cacho y conversar divertidos en quechua, mi madre y nosotros ajenos a aquel mundo privado.
El chofer habló del cabrito asado de Tapacarí y de la murmunta. ¿Qué es eso? Explicó que el “caviar campesino” se recolecta en las qochas (charcos, estanques, lagunas, de las alturas). ¿Huevos entonces? No supo decirlo pero aseguró que no venían de peces. Supuse batracios o reptiles. Indago en la red y encuentro que es un alga muy popular en el Perú, de forma parecida a la uva (llamada cushuro o llulluca), de grandísimas propiedades alimentarias y curativas, además, con mayor proteína que la quinua y más hierro que la lenteja. Variedad de platos, guisos, sopas, ensaladas, en polvo después de secarla, etcétera. Veo al fin en un periódico de Cochabamba, publicación de años, la murmunta de Tapacarí, servida en las ferias gastronómicas de agosto. La montaña provee suplementos necesarios a quien tiene hambre. Tendré que probarla.
Llegamos a destino, casa de mi hermana Elena, y agradecí al maestro por una preciosa lección. Me anima a seguir en los recovecos de un país que es mío y que me quieren hacer creer que no. Me interesa la murmunta, los tejidos, teñidos naturales, historias y leyendas, mientras que a los oligarcas nativos y la turba que suele seguirlos solo los dólares, vender polvo blanco a los calabreses y posar en Maseratis. Pues no lo permitiré y tendré que refregarles en la cara un pasado que prefieren olvidar. “Deregentes”, los llamaba el tío Hugo en una voluminosa novela inédita que escribió (El Deregente); deregentes son.
Algo de antropofagia antes de que se consuma la noche. Café negro con t’anta wawas, pan dulce boliviano de Todos Santos, con cuerpo humano y carita de niño. Las chocolaterías lo han sofisticado y lo cubren con el elixir del cacao. Como sea, sabroso; la noche se absorbe en mi café y ando a tientas guiado por estrellas, devorando cabezas infantes.