Cuando apenas estamos entrando en el túnel, según el presidente ya se ve la luz al final de la pandemia. Muchos mexicanos quisiéramos mirar esta catástrofe con el optimismo que pareciera campear en Palacio Nacional. Pero no hay diagnósticos, datos ni decisiones que respalden tales apreciaciones.
Estamos formalmente en la anunciada fase tres, aunque la saturación de hospitales y la abundancia de contagios en la Ciudad de México y otras zonas permitieron considerar que días antes ya nos encontrábamos en esa etapa de más intensa transmisión del virus. Cualquier medida para enfrentar esta emergencia tendría que haber sido tomada hace semanas, o meses. Pero como todos sabemos el equipo de protección para médicos y enfermeras es insuficiente, los respiradores no alcanzarán, la información sobre la capacidad de los hospitales es contradictoria y ni siquiera disponemos de cifras completas y confiables para apreciar el avance de la epidemia.
La información sobre la cantidad de infectados cambia de parámetros a cada momento. Sabemos que en pocos días, a lo sumo dos semanas, estaremos en el ojo de este huracán. Y advertimos, eso sí de manera indudable, que el gobierno carece de capacidad suficiente para guiar al país en esta circunstancia.
El impostado optimismo del presidente Andrés Manuel López Obrador les sirve de poco a las familias que no encuentran sitio en los hospitales para sus enfermos o que ya sufren las consecuencias de la irregular suspensión de actividades. Sólo había dos caminos para enfrentar la tragedia económica que acompaña al desastre sanitario. Una, es la acción del Estado para compensar los ingresos de quienes dejan de trabajar y cobrar sus salarios, para dotar del equipo necesario al sistema de salud y para dinamizar al mercado en ausencia de actividad productiva en numerosos sectores. La otra vía, es cargar a la sociedad los costos de esta hecatombe económica.
Ahora resulta claro, incluso para quienes han mantenido una tenaz esperanza en la capacidad del presidente para reaccionar con sensibilidad y aunque fuese con tardanza, que López Obrador eligió la segunda opción. No quiso tomar el timón y enderezar el rumbo del país propulsándolo con la fuerza del Estado. En vez de ello persiste en reducir los recursos estatales, se niega a incrementarlos, traslada a la sociedad la carga de esta crisis. Todos los presidentes mexicanos después de la Revolución, cada uno a su manera, reforzaron las capacidades del Estado. En contraste con esa tradición, pero además en contradicción con lo que hacen los gobiernos en todo el mundo, desde Alemania, España y Francia hasta Canadá y Estados Unidos, pasando además por casi toda América Latina, en México López Obrador propicia el repliegue del Estado e impide la reorientación de recursos para enfrentar esta crisis.
Las obras públicas que mantiene el presidente son de dudosa utilidad social: las cien universidades que carecen de seriedad académica, el riesgoso aeropuerto en Santa Lucía, la quimérica refinería en Dos Bocas, el innecesario Tren Maya. En vez de que los recursos para esos proyectos se destinen a la verdadera emergencia que tenemos hoy en el sistema de salud, los caprichos del presidente mantienen vigentes tales obras. En plena cuarentena, cuando ha sido necesario que cierren fábricas y se suspendan construcciones de toda índole, en todo el país, las obras del presidente prosiguen a costa de la salud de los trabajadores que las llevan a cabo. Disponer que esos obreros y empleados sigan trabajando es de una enorme irresponsabilidad.
Para el presidente la política económica no existe. En apariencia tiene una concepción medrosa de la economía, como si su obligación fuera simplemente gastar poquito pero con honestidad. Desde luego la transparencia y el decoro en el ejercicio de los recursos públicos son indispensables, pero el gobierno las cumple solamente a medias. Pillado por la emergencia, contrata adquisiciones sin licitar o incluso acudiendo a proveedores de fama discutible en vez de haber comprado insumos sanitarios hace más de tres meses.
Que paguen otros, es la divisa del gobierno ante la emergencia. A partir de ese principio reduce hasta en una cuarta parte los salarios de funcionarios públicos, que en los niveles intermedios no son precisamente cuantiosos. De manera ilegal, se cancelan aguinaldos para esos servidores públicos y se les obliga a simular que son ellos mismos quienes solicitan tan injustas reducciones.
En vez de utilizar los recursos del gobierno para paliar la caída en el consumo, López Obrador suspende el 75% del gasto en servicios generales y suministros. Anuncia 3 millones de créditos para personas y pequeñas empresas familiares pero a partir de padrones que han sido levantados de manera incierta y discrecional. A esas familias y personas, en todo caso, les prestarán dinero que tendrán que pagar. Lo más adecuado habría sido sufragar un ingreso mínimo de emergencia, a cargo del Estado. Pero, como se ha dicho, la política del gobierno es que esta crisis la paguen los mexicanos.
Nadie sabe, a estas alturas, en dónde se abrirán, en qué condiciones, ni por cuánto tiempo, los dos millones de empleos que el presidente ofrece a diario. Mucho menos ha dicho de dónde saldrán los recursos para esos empleos. Sin precisiones, en ausencia de partidas presupuestales específicas y sin proyecto, esos empleos siguen siendo parte de la retórica, ahora además cargada de un optimismo que no se compadece con la realidad, que predica el presidente.
Si no hubiera anunciado con tanta seriedad las diez medidas que ofrece para “las clases medias”, podría pensarse que se trata de un sarcasmo del presidente López Obrador. Para tranquilizar a ese segmento de la población (que según el INEGI involucra a 4 de cada 10 mexicanos) el presidente asegura que no habrá corrupción, que se garantizarán las libertades, que habrá Estado de derecho y paz con justicia. Todas esas son obligaciones del gobierno. ¿Quiere decir el presidente que sólo debido a la emergencia hace esos compromisos? Y si ya los había asumido, ¿cuál es la novedad?
Otros ofrecimientos son medidas que no dependen del presidente, como el compromiso para que no aumente el precio de las gasolinas (en buena medida está supeditado a los precios internacionales) o la reducción en las tasas de interés (que determina el Banco de México). Uno más, el inicio del tratado comercial en América del Norte, ya estaba acordado con Estados Unidos y Canadá.
Tres medidas más, son equivocadas y harto discutibles. La reducción en los gastos del gobierno puede complacer los prejuicios de quienes consideran que en el sector público sólo hay dispendio y trapacerías pero, hoy como nunca, hace falta una fuerte inyección de gasto fiscal para empujar al resto de la economía. El anuncio de que habrá inversiones públicas parecería adecuado pero, como se ha dicho, se trata de obras innecesarias y que obedecen a caprichos como la refinería en Tabasco y el Tren Maya.
Un compromiso más, para que no haya aumentos de impuestos, es una renuncia a las capacidades del Estado para enfrentar esta crisis. Por supuesto a los trabajadores de ingresos medios sería inicuo imponerles una mayor carga fiscal. Pero el segmento de la población que más gana y más gasta podría y debería tener impuestos más altos, como sucede en todo el mundo. Ese anuncio del presidente no tranquiliza a las llamadas clases medias sino a quienes están en la cúspide de la pirámide social.
Lo mismo sucede con las empresas. Los establecimientos de más dimensiones podrán sobrevivir a esta recesión pero las misceláneas, tlapalerías, peluquerías, la mayor parte de los restaurantes, los profesionales independientes y una gran variedad de pequeños y medianos negocios, sufrirán durante años y muchos ya se enfilan a la quiebra. La postergación en el cumplimiento de obligaciones fiscales les ayuda, pero de ninguna manera es suficiente.
El Banco de México dice que habrá recursos destinados a créditos pero faltan reglas y cauces para emplearlos. Hay una excepcional iniciativa de mico, pequeños y medianos empresarios que proponen créditos para proteger el empleo, renegociación de créditos ya existentes, postergaciones en el pago de cuotas y apoyos directos, entre otras medidas. Presentada por Nicolás Alvarado y respaldada por centenares de ciudadanos, muchos de ellos empresarios, esa propuesta parte de la certeza de que el final del túnel es lejano e incierto.
ALACENA: Riesgosas falsedades
Hasta ayer eran más de 400 los profesores de periodismo y comunicación de todo el país que han firmado una carta abierta destinada a los directivos de los principales medios de comunicación para que dejen de transmitir en vivo las conferencias de prensa en donde el presidente, todos los días, habla del coronavirus con datos falsos.
Debido a que el presidente emplea esos espacios “como plataforma para malinformar y desinformar acerca del COVID-19, se han convertido en una seria amenaza a la salud pública, un asunto de vida o muerte, para las audiencias que no pueden identificar fácilmente sus falsedades, mentiras y exageraciones”. Por eso los firmantes del documento solicitan a las estaciones de televisión abierta, lo mismo que a las de cable, que dejen de transmitir esas sesiones en directo. Deberían “presentar únicamente la información que proporcione actualizaciones por parte de autoridades de salud acerca del progreso y los avances en la mitigación de la enfermedad”.
os profesores de comunicación consideran que las conferencias de prensa presidenciales “han degenerado en mitines políticos y en foros para que el presidente denigre a sus enemigos”. Debido a las abundantes falsedades que allí se dicen, “el riesgo de dejar pasar información errónea y sugerencias dañinas es demasiado grande. Las empresas de medios necesitan examinar cuidadosamente lo que él dice y sólo compartir información que puedan verificar de manera independiente”.
Esa exhortación es promovida por los profesores Susan Douglas de la Universidad de Michigan, Todd Gitlin de la Universidad de Columbia, Jay Rosen de la Universidad de Nueva York y Barbie Zelizer de la Universidad de Pennsylvania y con ella se pretende que los medios pongan en contexto y dejen de difundir las falsedades que a diario predica el presidente Donald Trump.