Aníbal Fernando Bonilla
El dos de noviembre es un día dedicado a la recordación de los muertos. En el caso de los pueblos indígenas, esta fecha tiene una particular connotación, dentro del calendario festivo ancestral, con influencia católica. Es así, que en los camposantos se reeditan antiguas tradiciones ligadas a la cosmovisión andina, en el marco de la comprensión de la existencia humana.
Los indios invocan por el descanso eterno a través de la plegaria propagada por el místico animero, quien transita sigiloso con la campanilla y la Biblia en sus manos, en pos del responso y el sosiego de las almas. Este acto de fe se complementa con la preparación y consumo de la comida comunitaria, la cual reposa como ofrenda especial encima de la tumba. Varios son los alimentos compartidos entre los deudos: mote, papas, gallina, cuy, habas, fréjol, tostado, chochos, melloco, guagua de pan, champús, mazamorra con churos, colada morada, frutas, chicha o un refresco adicional. Este ritual es conocido como el wakcha karay, en concordancia al recuerdo del difunto y a un acto solidario y de fraternidad colectiva.
La muerte en la apreciación indígena es vista como una conversión del estado material a un nuevo estado espiritual. Por ello, se aminora el sufrimiento, ya que el deceso se acoge como un designio superior. Aquella creencia se advierte desde tiempos inmemoriales. Hernán Rodríguez Castelo considera que: “A la muerte se llega con extraña mezcla de sentimientos. Hay dolor, claro está, por la partida del ser querido, pero consuela saber que irá a estar con los antepasados que también tienen derecho a verlo. Hay, he llegado a pensar desde un mirador bastante exterior a esos hermetismos que en esta hora se multiplican y adensan, nostalgia por dejar la tierra con su maíz y su chicha, con su sol y su agua; pero hay la obscura certeza de que el morir es un volverse a la tierra, al más entrañable abrazo de la allpa mama” (Otavalo entre lo dicho y lo secreto, IOA, 2001, p. 30).
Las comunidades originarias mantienen latente esta vivencia cultural, cuya energía se aferra a los designios de la madre tierra, al influjo telúrico que guarda en sus entrañas aquellos tótems perennizados en el paisaje de la serranía ecuatoriana.
En el cementerio indígena de Otavalo (Ecuador) la ritualidad del dos de noviembre se expande en un episodio frecuente todos los lunes y jueves del año, reconociendo así las bondades y virtudes de la persona extinta por parte de sus allegados. Las creencias provenientes de la cosmogonía indígena se fortalecen en esta celebración contemplativa en donde los muertos reciben la evocación, el rezo y el sentimiento nostálgico de su entorno familiar.
Según la convicción cristiana, la muerte es tan sólo la transición a otra etapa de la vida. Poéticamente, Carlos Suárez Veintimilla dice: “No temas a la muerte / porque hay muertes más muertes en la vida: / muerte de los afectos a las puertas / mudas, cerradas, de las almas frías”. (Camino, Centro de Ediciones Culturales de Imbabura, Tomo III, 1996, p. 132).
(*) Tomado de Evocación de la tierra habitada, El Ángel Editor, Quito, 2014, 2da. Edición.