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Reinas y caudillos: entre coronas, tarimas y ambiciones

Mientras en Santa Cruz las luces se encendían para coronar a una nueva Miss Bolivia, en alguna sala cerrada del Chapare se tejían nuevas estrategias para sentar nuevamente a Evo Morales en la silla presidencial. Dos escenarios distintos, pero con hilos parecidos: la tarima, la necesidad de protagonismo y una puesta en escena que, en Bolivia, parece ser siempre más importante que el contenido.

La reciente elección de Miss Bolivia vino cargada de imágenes, titulares y debates en redes sociales, como cada año. Pero esta vez, quienes estuvieron atentos notaron un detalle no menor: las previas realizadas en San Ignacio de Moxos y Rurrenabaque marcaron una gran diferencia. Mientras en San Ignacio se vivió un evento organizado, con despliegue técnico, cultural y turístico que mostró al país una postal de orgullo beniano, en Rurrenabaque el espectáculo fue otro. El contraste fue tan evidente que muchos se preguntaban si ambas galas pertenecían al mismo certamen.

Y aunque parezca anecdótico, el fondo es serio: lo que estaba en juego era mucho más que una banda y una corona. Son oportunidades de mostrar gestión, de atraer visitantes, de posicionar una región. Pero mientras algunos lo entendieron, otros simplemente dejaron pasar la oportunidad. Porque en Bolivia, tristemente, muchos actores públicos siguen sin comprender que gestionar es más que improvisar un acto y sacarse fotos con la reina.

Al otro lado del mapa, en el escenario político, Evo Morales insiste. Y no solo insiste: ahora suplica. Contacta, negocia, ruega a partidos menores que lo postulen como candidato. ¿El argumento? “Conmigo no solo salvan su sigla, también pueden llegar al poder”. El exmandatario, que alguna vez arrastró multitudes, ahora se ofrece como el salvavidas de agrupaciones que no llegarán ni al 3% del electorado. De líder de masas, a último recurso de los partidos sin base.

Y es aquí donde la pasarela se transforma en mitin. Evo, que construyó su imagen desde la fuerza del sindicalismo cocalero y el discurso antiimperialista, ahora se presenta como figura decorativa de cualquier sigla disponible. La paradoja es cruel: quien decía que sin él no había proceso, ahora se postula por descarte. Y en ese camino, también se convirtió en personaje de memes, de burlas, de chistes. Un caudillo que insiste en competir, aunque el país ya compite con otros problemas.

Lo curioso es que tanto en el certamen de belleza como en la política electoral, se repite el libreto. Personajes que buscan brillar en una tarima, discursos ensayados que no convencen, promesas huecas envueltas en aplausos programados. La diferencia es que en el Miss Bolivia, al menos las candidatas se preparan: estudian oratoria, tienen coach de imagen, ensayan respuestas. En cambio, en política, los candidatos —y peor aún, sus acompañantes— llegan sin formación, sin ideas, sin vergüenza.

Y no es exageración. Basta con escuchar a algunos candidatos a vicepresidentes que hoy figuran en la carrera electoral. Que no saben qué es el PIB, que confunden leyes ambientales con perros, que no distinguen sus atribuciones ni el rol que aspiran a asumir. Si en el Miss Bolivia hubiera ese nivel de respuestas, no llegaban ni a la gala preliminar.

A la reina se le exige presencia, coherencia, discurso. Al político, lamentablemente, solo se le exige presencia. Así estamos: aceptamos la mediocridad como estándar y nos conformamos con el menos peor, tanto en el reinado como en el gobierno.

¿Y qué pasa con el ciudadano? En ambos casos, observa. Aplaude o se aburre. Pero rara vez exige contenido. Rara vez se pregunta qué hay detrás de cada tarima. Porque el problema no es el espectáculo, sino que nos hemos acostumbrado a vivir en él sin cuestionarlo.

San Ignacio entendió que mostrar su cultura y su identidad en el certamen era una forma de hacer gestión. Rurrenabaque no lo entendió. Evo Morales no entiende que su tiempo pasó. Y muchos votantes no entienden que seguir aplaudiendo sin exigir solo nos hunde más en el show.

Y entonces, el país se parece a una gran pasarela: unos se pasean con vestidos de gala, otros con trajes de campaña; todos con discursos de cartón. Unos quieren una corona, otros un trono. Y el pueblo, desde su asiento, con helado en mano o cédula electoral, asiste a un mismo espectáculo: el del poder por el poder.

Es cierto, necesitamos espectáculo. Pero más que eso, necesitamos contenido. Ideas. Propuestas. Proyecto. Que se corone al mérito y no al marketing. Que se elija por lo que se propone, no por lo que se grita. Que la política y la cultura dejen de parecerse tanto a un circo.

Al final, mientras una nueva reina se ajusta la corona, y un viejo caudillo mendiga escenario, queda una pregunta para todos: ¿hasta cuándo seguiremos confundiendo protagonismo con liderazgo?

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