Andrés Canedo / Bolivia
Pequeña, nacarada, casi imperceptible, perdida en medio de ese vasto territorio deslumbrante. Sólo la vista con la prolijidad del amor, puede descubrirla. Y amarla con su geografía irregular, con su forma como de diminuta isla, en medio del mar a veces calmo, a veces exaltado de la piel que la rodea. El conocimiento de ella se da por los cinco sentidos. La vista que revela su forma y su brillo; el tacto que manifiesta el sutil cambio de relieves entre ella y el resto de suaves resplandores; el gusto, pues la lengua al recorrerla, percibe el quejido casi eléctrico de su morfología mínima; el olfato porque hay una inexpresiva modificación de aromas mágicos cuando la nariz la recorre; el oído, que al depositarse sobre ella, cree percibir las quejas de ese mínimo fragmento de carne dolorida en tiempos que ni el recuerdo puede recuperar. Así es la minúscula cicatriz que un día descubrí en la parte media del bellísimo muslo derecho de mi amor. Así es ese diminuto estigma que suma hermosura al contexto que lo rodea y que hace un tiempo hallé con la minuciosidad de mis caricias. Así es, dotado de luz propia en medio de toda aquella refulgencia. Así es aquella presencia de la que ella, la mujer que entonces amé, ignoraba los orígenes de la misma, sin saber que para mí se hará inolvidable, y que pasados los años y los abandonos, a partir de la pequeña cicatriz nacarada y casi imperceptible, yo podré reconstruir la figura completa de su ser de hembra mágica, su cuerpo entero de locura, su alma que me enredó en el infinito y en la perennidad de los sueños.