Según se anticipa, en septiembre se dictará el fallo de La Haya en la demanda boliviana contra Chile. El MAS sueña que así dará inicio a la campaña electoral que, con agua salada, amaine la hoguera del 21F. Ésa que embroma todavía más el humor del ala dura del oficialismo, ya de por sí agrio y de cejas infaliblemente fruncidas.
Si el fallo de La Haya trajera aunque sea una gota de buenas nuevas, sus padres y padrastros sacarán lustre a sus méritos reales e inventados, pero pocos se acordarán de la faena diplomática que queda; menos de la Cancillería, cuyo poder relativo debe estar parejo al de la Alcaldía de Porongo. No exagero. Según David Choquehuanca, el actual canciller debió preguntar a sus colegas ministros si su predecesor podía asistir a las audiencias en La Haya. Al final, no le encontraron lugar en el avión.
Al frente en cambio, la cancillería chilena se remoza. En una columna reciente, el excónsul de Chile en La Paz Jorge Canelas cuenta las reformas en curso de la diplomacia chilena. En temas que nos atañen, menciona “la atención que se dará a las zonas extremas en el quehacer de la política exterior vecinal; el énfasis en la protección de los recursos hídricos en las relaciones con los países limítrofes; y la adopción de una renovada agenda de integración física inteligente con Argentina”. Además, perfila el nuevo diseño institucional, aprobado por el Congreso chileno, para “aplicar criterios de planificación estratégica en los asuntos más sensibles de la gestión exterior”.
Mientras, Bolivia tiene un embajador activo, en Perú, conectado con el equipo de La Haya. Pero en los demás países capaces de influir en una eventual negociación con Chile, nuestros representantes traslucen el pesimismo fúnebre del Gobierno respecto a su propio potencial de influjo.
Y nuestros internacionalistas de peso andan dedicados a la cátedra, a cuidar a sus hijos o nietos, o a visitar alguna radio. Es como si sobraran los talentos. Por lo que se ve, la cancillería no aprovecha de quienes intervinieron en Charaña o en las negociaciones que le sucedieron, fiel al sino histórico del país de tirar por la borda el conocimiento y la experiencia, bienes tan escasos. Y el futuro no amenaza con mejorar, dadas las grescas que vienen.
Nuestro consuelo es Estados Unidos, de acuerdo con un reciente libro de Ronan Farrow. Él es abogado y ahora periodista del New Yorker. Desde ahí estropeó la impunidad del productor de cine Harvey Weinstein, adiposo autor de acosos y violaciones. Farrow lleva el apellido de su madre, la actriz Mia Farrow, a quien dedica vehemente (“for mom”) su libro. Es hijo de Woody Allen, pero sus fotos en internet no refutan los rumores de que su padre fue el crooner Frank Sinatra.
Según Farrow, es Donald Trump quien ha acabado una sañuda cruzada contra el Departamento de Estado. El hijo de Mia aduce que en Estados Unidos hace décadas se impone la visión bélica de generales y exgenerales como el jefe de gabinete de Trump. Como en Bolivia, es una era de camorristas, no de diplomáticos. El actual Secretario de Estado, Pompeo, proviene de la CIA. Su antecesor, Rex Tillerson, era cabeza de la Exxon Mobil y tuvo el dudoso honor de pedir al Congreso que recortase recursos al Departamento de Estado, para azoro de la opinión pública.
Para Farrow, Trump es la culminación de un proceso largo, en el que el sofisticado Obama no luce mejor. En el texto, un veterano diplomático compara la ocupación de Afganistán con Vietnam, delante del expresidente. Y Obama se impacienta porque tal vez cree que ahí la historia es paja, lanzando una voz de enojo: “¡fantasmas!” Como aquí, en la Casa Blanca las analogías históricas no están de moda. Todo se condiciona al rédito o al fracaso de corto plazo, de noticiero de TV.
Quién diría que nos íbamos a parecer en eso a los gringos, justo cuando en La Paz se los castiga más que nunca, de pensamiento, palabra y omisión. La diferencia quizá es que aunque la cancillería boliviana sufre el mismo desprecio que el Departamento de Estado, nadie le dedica un libro.