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La ahijada

La vergonzosa irrupción en escena de una mujer que se autoidentificó (casi escribo autoinculpó) como ahijada del Presidente y, al parecer, muy convencida luego se encargó de dividir las aguas con los “pititas” al salir de una fiesta en plena pandemia, es una referencia bastante aproximada del actual momento político del país.

Antes de avanzar en el fondo del asunto, preguntas a quemarropa: ¿representa Andrea Martínez a la nueva militancia del Movimiento Al Socialismo (MAS)? ¿Es así como se presenta públicamente la generación joven de ese partido, enrostrando credenciales de protección política a base de padrinazgos?

Las bajezas intelectuales se manifiestan de variadas formas y no dejan de sorprender, pero en ciertos casos al menos rayan en la comicidad y, así, compensan el mal trance dando al mismo tiempo algún sentido a la política criolla, uno que por supuesto no puede ser serio. Habría que tomarla entonces como esa distracción ocasional con los diálogos sobreactuados de las telenovelas que ahora llevan títulos curiosos: “Sin senos no hay paraíso” o —para qué ser tan estrambóticos si se puede ser más imaginativos— “Diseñando tu amor”.

En primer lugar, la supuesta ahijada del Presidente encaja a la perfección en el casillero del ciudadano básico que lo piensa todo, pero todo, en binario, como parte del maniqueísmo reinante: “yo, masista; tú, pitita. Yo, bueno; tú, malo”. Y viceversa porque del otro lado pasa lo mismo: el pitita elemental es igualmente pobre de ideas y piensa (por decirlo de algún modo) así también.

Esta triste y engañosa manera de reducir la realidad a dos únicas posiciones antagónicas ha terminado por instalarse en la sociedad como una verdad incontrastable. Algo nada casual sino producto de un paciente trabajo de gente interesada en perpetuarse en el poder (o en llegar a él) alentando un estado de polarización que es pernicioso para la democracia.

Cuando la “ahijada” se planta firme ante un grupo de personas y sin empacho, sabiendo que la están filmando, vomita sus verdades de un solo tirón al abandonar la oficialista sede de los trabajadores campesinos de pronto convertida en salón de fiestas, no hace otra cosa que desnudar el odio y el resentimiento que guardan los apasionados seguidores del MAS (porque hay seguidores y seguidores; ella, basta mirar sus cuentas en redes sociales, es de las vehementes) desde la crisis de 2019 y las consecuentes persecuciones ejecutadas durante el gobierno de Añez por el exministro Murillo.

Esos sentimientos negativos, esa bronca contenida por la sensación de injusticia que se viene alimentando en los últimos años tras la abrupta salida de Evo Morales del poder (y que con matices hemos visto también en las antípodas, si se hace una revisión objetiva de los hechos, en los días de la “revolución de las pititas”), lleva a reacciones irreflexivas, violentas y contrarias a la urgencia de hermanar el país en lugar de dividirlo aún más.

Pero, cualquiera que no sea iluso sabe que hay cúpulas partidarias —de ambos bandos— empeñadas en que los bolivianos se distancien y no se unan, como estrategia ruin para beneficiarse a sí mismas y perjudicar a los demás.

Los fanatismos, de cualquier orden, se fundamentan en dogmas que, dentro de una congregación, son prácticamente imposibles de rebatir; por fe ciega, su cumplimiento es obligatorio. Ocurre también en las organizaciones políticas, sobre todo en aquellas que basan su accionar en ideologías cerradas, o bien, como pasa en los tiempos que corren, concentradas en la vendetta, con animosidades que se han ido incubando —entre otras razones— por la malintencionada falta de un diálogo respetuoso y sincero, profundamente democrático, en el campo de disputa del poder.

Ese terreno hoy, en Bolivia, es agreste y está lejos de ser fructífero debido a la ausencia de una voluntad de acercamiento entre oficialistas y opositores (si ustedes maniqueamente quieren: masistas y pititas), en una suerte de responsabilidad compartida, para la configuración del actual descrédito de la política nacional, entre el político “profesional” y el descuidado ciudadano común. En ese sentido, Andrea Martínez es el mejor ejemplo del espécimen político-ciudadano que no necesitamos.

Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.

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