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Hacer sociología en Azcapotzalco

Hace unas semanas, la embajada de Bolivia en México tuvo la generosidad de proponerme presentar mi texto Hacer sociología sin darse cuenta en la Feria del Libro de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco (UAM-A), en la cual Bolivia era invitado de honor. Para mí, el evento iba a ser muy especial porque la UAM-A fue la primera universidad que pisé en México, cuando llegué a estudiar a finales de 1988.

Tenía solo 18 años y en esas aulas empezaba a descubrir un mundo de conocimientos, sensaciones, experiencias nuevas. Provenía de La Paz, de un colegio católico y conservador de clase media alta; el pequeño ambiente de mi barrio (San Miguel) y la estrechez de un origen social tan encarrilado no me permitían ver más allá de los dos kilómetros que me rodeaban material y simbólicamente. Llegar a la UAM fue descubrir miles de cosas.

Recuerdo un maestro, anarquista, creo que de la asignatura Doctrinas Políticas y Sociales II –o algo así–, que al final del trimestre se reunió con cada estudiante y nos pidió que nos autocalificáramos. Yo estaba contrariado, en mi colegio jesuita jamás había sucedido nada por el estilo. Le dije que merecía la máxima nota, y me la puso. Todavía no había leído a Foucault y sus reflexiones sobre cómo el examen es un momento donde se expresa y concentra el poder del maestro, tampoco sabía de Bourdieu y su militancia por desenmascarar las sutiles formas que ocultan jerarquías y que son aceptadas por todos como si no hubiera otro camino. Y, sin embargo, mi profesor estaba ahí, enseñándome que el conocimiento y su transmisión no requerían de mediaciones.

También tengo en la memoria otro profesor, gay, creo que enseñaba Técnicas de Investigación y Aprendizaje. Desde el primer día, además de invitarnos a varias exposiciones en las galerías de arte de la ciudad, nos invitó a escribir un diario. “¿Qué es eso? ¿Eso es sociología?”, pensé confundido. Resulta que, aplicado como soy, hice la tarea en mi máquina de escribir Olivetti, muy propia de los estudiantes de la época. Decía el maestro que si no se nos ocurría nada especial, simplemente contáramos alguna cotidianidad, pero que no nos fuéramos a dormir sin haber pasado por el teclado. Periódicamente le mostrábamos nuestros escritos, que eran corregidos con empeño. Tampoco sabía todavía que un sociólogo como Richard Sennett, a quien leí lustros más tarde, sugería algo similar y abogaba por “el acto de escribir” como una tarea regular e ineludible de los cientistas sociales. Hasta hoy sigo cumpliendo la tarea.

No tengo en mente el nombre de estos dos profesores, mejor así, me quedo solamente con sus enseñanzas, que son las que trascienden; ese es el sueño de todo buen maestro. Fue en esos intensos meses –solo estuve un año en esa unidad, luego me cambié al sur porque me quedaba más cerca– cuando tuve claro mi proyecto de vida: en algún salón luego de alguna lectura o clase, antes de llegar a los 20 años, decidí que iba a ser doctor y que me dedicaría a la academia.

Quizás desde esos años es que se forjó mi vocación universitaria y mi convicción de que es en las aulas donde se construyen horizontes nuevos. A estas alturas tengo poca fe en ofertas políticas o religiosas, pero sigo confiando en la universidad como lugar de transgresión y creatividad.

Compartir mi libro en ese espacio, acompañado de las palabras lúcidas y cálidas de Laura Moya, destacada profesora de la UAM-A que me honró presentándolo, fue como cerrar un círculo, 30 años más tarde.

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