Casi siempre se da la feliz coincidencia de la rectitud personal con la corrección de los actos. Esto, que parece lógico, trae esperanza a un mundo impostor como el nuestro, en el que no falta quien se traiciona a sí mismo y actúa vilmente. Hoy, cuando me invade la nostalgia por el aniversario de la muerte de mi padre, me gustaría transmitirles una enseñanza que heredé de él pero que tuve la fortuna de apreciar, curiosamente, gracias a un pésame recibido por Internet.
Les contaba hace un año que me estaba estrenando en esta vida —la única que se nos ha dado y que conocemos— sin papá. Que había viajado para despedirlo, que me dolía su pérdida física pero, sobre todo, haber tomado conciencia de que me quedaba sin a quién preguntarle. Les decía también que las dudas de los hijos son intransferibles, porque el padre propio no se parece a nadie. Que aún habiendo llegado a adultos, un papá o una mamá siempre está ahí para nosotros cuando nos asalta esa inquietud de hijo que tenemos todos, a toda edad, tan solo por la necesidad infantil de saber que todavía contamos con el abrigo irremplazable de mamá o papá.
Disculpen la primera persona y los adjetivos que vendrán pero hoy, como hace un año, no puedo escribir de nada que no sea mi padre.
“Quito” tenía la virtud de hacerse querer y ahora descubrí cuál era su secreto. Como sé que algunos de ustedes se sintieron identificados conmigo cuando leyeron la columna titulada “Sin a quién preguntarle”, y porque creo que si divulgásemos el secreto de mi padre, y de otros como él, este mundo sería un poquito más amable, me permito compartirles —no sin rubor— la siguiente anécdota de una vecina de barrio que ella a su vez compartió conmigo por Internet y que fue para mí el mejor abrazo de condolencia, el más grande homenaje a mi papá.
“Oscar, lamento mucho no haber podido ir a acompañarte con Carlos, pero me parecía bonito contarte la última vez que vi a tu papi. Fue en el colectivo; al bajar, tuvimos una charla hasta la casa… Me contaba que había salido a hacer unos trámites y que después pasó por la casa de sus hermanas y una de ellas le preguntó si estaba apurado o qué tenía que hacer. Él respondió que nada, entonces su hermana le preguntó si podía acompañarla al supermercado. Y tu papi me dijo: ‘aunque me sentía cansado, lo mismo la acompañé, ¿cómo no iba a acompañar a mi hermana?’”.
“Así era Don Quito —continuó su relato mi vecina—, puro corazón, todo un caballero, y así lo voy a recordar siempre. Me daba nostalgia cuando charlaba con él porque me hacía mucho bien: sentía que charlaba con mi papá; era tan dulce, tan correcto como mi papá… Entiendo el momento que estás pasando porque ya lo viví, y me hubiera encantado que alguien me cuente algo que vivió con mi papá antes de su partida, por eso me tomé este atrevimiento que espero llene de amor tu corazón”.
Atesoro el mensaje de mi vecina Martita —como la llamamos en el barrio— en complicidad con Facebook. Recuerdo que por respuesta me nació contarle que estando postrado en la cama del sanatorio, la última vez que agarró el celular, Quito me sorprendió al revisar su Twitter (su cuenta casi no tenía movimiento) y leer un mensaje mío en el que publicaba socarronamente cómo su compañero de habitación ponía el Canal de las Estrellas; entonces, yo le pedía, como él me consoló tantas veces a mí: “dormite, papá, descansá”. Para dejarme tranquilo, me respondió que se sentía bien y que incluso después había podido ver a Tinelli.
Al día siguiente supe por las enfermeras que los dolores no lo habían dejado en paz. Pero Quito era así y procuraba la tranquilidad de los demás aunque él mismo la estuviera pasando mal. Así como acompañaba a sus hermanas, humanamente no quería causar preocupaciones a nadie.
Tal cual lo deseó Martita para mí, yo espero que esta pequeña historia de mi padre llene también sus corazones de amor. Estoy convencido de que todos tenemos (o tuvimos, o conocimos) un padre, una madre tal vez, que hizo de la rectitud y la corrección su secreto para hacerse querer.