Álvaro Cuéllar Vargas
Viajaba de la ciudad de La Paz a la yungueña población de Coroico en los asientos delanteros de un minibús, en las primeras horas de la mañana luminosa, y no pude sustraerme a la forma cómo mi eventual acompañante ponía toda su atención en la lectura de su frondoso libro, lo que me provocó la curiosidad de qué era aquello que mi circunstancial compañero de viaje leía con tanta atención, al punto que incliné mi cabeza hasta muy cerca del impreso, para intuir algo de lo que había allí, impertinencia mia que provocó un ademán de sorpresa y molestia del empedernido lector, quien de todas maneras continuó con su atenta lectura.
De improviso, así de pronto, sorprendidos el lector y yo [no sé si el resto], la l uz del día se esfumó, la oscuridad total se apoderó, interregno que probablemente tuvo una duración de algo más de 40 segundos, y cuando como un súbito amanecer la resplandeciente luz se reconstituyó, el sujeto que portaba su libro en sus dos manos extendidas protestó:
— Chofer, trate de evitar los túneles, por favor.
Usted debió fijarse que estoy leyendo…
