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El sapo

Los sucesos en la vida de las personas no se dan por azar sino como consecuencia.

Algunos de ellos tienen una lógica predecible, mientras que existen otros que se encuentran impregnados de una irracionalidad más vinculada al delirio que a la fantasía, si con fantasía nos referimos al poder de la imaginación humana.

Y esa mañana el pueblo de Burbury se hallaba sencillamente alborotado debido a un hecho que había ganado la calle desatando, en la misma proporción, una satisfacción desinteresada, por un lado, y un desinterés satisfactorio por el otro. Es que Salaberry era un petimetre petulante, engreído y desagradable, que había hecho, de manera natural, todo aquello, que cualquiera debería esforzarse en lograr, para rodearse de enemigos.

Toda la gente comentaba lo sucedido en el atrio de la iglesia, a la salida de la misa, y el cura intentaba minimizar los hechos repartiendo bendiciones a troche y moche. Las mujeres lo repetían más tarde en el mercado. Era motivo de conversación en la mesa del dominó de los ancianos, en el Club Social y Deportivo, mientras que los hombres mayores más jóvenes, lo charlaban en el campo de críquet, durante el partido.

Todos, en mayor o menor medida, se hallaban impactados por la noticia, y no era para menos, sin embargo, el inicio de esta historia nos refiere a unos meses anteriores, cuando Paulie, la hija del fabricante de sombreros, cumplió la mayoría de edad y decidió volver a vivir al pueblo, de donde se había ido, para estudiar veterinaria.

El caso es que Salaberry se había sentido impactado por la belleza de Paulie desde un principio, y su primer impulso fue no dejar de observarla, para lo cual dedicaba gran parte de su día, todos los días, a seguirla. Evitaba ser detectado, y disimulaba sus intenciones, con desopilantes tretas detectivescas. A veces la seguía de atrás, otras veces se adelantaba, para mirarla de frente, entraba a las tiendas a las que ella entraba, y compraba cosas, que a él le resultaban inútiles e innecesarias, con tal de no perderla de vista. Y como el dinero nunca fue un obstáculo para este hombre, se fue haciendo de una tracalada de objetos inútiles, que pensaba revender en cualquier pueblo vecino, a fin de no perder la inversión.

Era avaro y codicioso, sin embargo, esta vez, al gasto lo justificaba como herramienta para conseguir sus objetivos. Cuando colmó toda una habitación con las cosas inútiles que había comprado en su cometido, e hizo la cuenta del gasto que le significaba, cambió de estrategia, y decidió lanzarse a la conquista de la chica. Comenzó a visitarla en su casa, o en el negocio de su padre, llevándole regalos. O la interceptaba en la calle obsequiándole flores, cajas de bombones, perfumes, o inclusive muchas de las cosas que había comprado anteriormente. Al ver que su esfuerzo era estéril decidió elevar el valor de los presentes, y comenzó a asediar a la muchacha con anillos, brazaletes, collares y pendientes -uno más valioso que el próximo- que le eran devueltos en el mismo orden en el que los regalaba, y en el mismo momento. Entendió entonces que debía hacer otro cambio en su estrategia, y creyó conveniente ir directamente a la fuente. Decidió hablar con el sombrerero y proponerle un trato. Hizo hacer un análisis de la industria del sombrero, con una proyección evolutiva de los próximos cincuenta años, y confiado en que haría una propuesta irresistible, llevó una maleta con una suma de dinero para nada despreciable. Dicho en otras palabras, intentó comprarle la hija al padre. Demás está decir que fue sacado a patadas de la sombrerería junto con todos sus billetes.

Resultaba incomprensible, para él, que alguien pudiese resistir a la tentación del dinero, su concepto era que todo estaba en venta, y no tenía más religión que la moneda de curso legal. No obstante, y dadas las circunstancias, sintió que, cercenadas que fueron sus alternativas, solo dos le quedaban al alcance de la mano, una de ellas era secuestrar a la joven y llevársela por la fuerza, pero no se animó al riesgo de recibir otra paliza, así que usó la segunda, el último bastión, el manotazo de ahogado. Fue personalmente a ver a Isadora, la anciana gitana que leía el futuro, preparaba pociones mágicas, y elíxires para el amor.

En más de una oportunidad la había corrido de la vereda de su casa. Una vez en que la sorprendió durmiendo en un banco de la plaza la había golpeado con el paraguas, y en otra ocasión mintió que la mujer le había robado unas monedas y le hizo pasar unos días en la comisaría.

Sabía que, si la anciana recordaba todos estos episodios, no sería bien recibido, pero fiel a sus principios metió unos fajos de billetes en una bolsa de papel y encaró hasta la casa de la gitana. Llamó insistentemente, con la aldaba, a la puerta, hasta ser atendido por la mujer, que lo hizo pasar a una sala con muchas alfombras, cortinas y almohadones, despojada de todo tipo de mueble, para su decepción, puesto que él esperaba encontrarse con una sala penumbrosa, con una mesa central, en donde se hallara una bola de cristal para adivinar el futuro.  La anciana, que no había olvidado todas sus agresiones, insultos, y destratos, encendió una pipa, y se sentó entre los almohadones. Mirándolo con acentuada desconfianza, le hizo una seña a Salaberry, para que hiciera lo propio, y se dispuso a escucharlo. El hombre, arrogante, despreció la invitación y permaneció de pie. Fue escueto, le dijo “Quiero a Paulie”, y le arrojó el paquete con el dinero. Ella corrió el envoltorio hacia a su pierna, tanteando disimuladamente, su volumen, para tratar de adivinar la cantidad, y mirándolo fijo, tras una bocanada de humo, le requirió “Usted dígame exactamente lo que desea, yo se lo haré realidad” Ni lerdo ni perezoso Salaberry ordenó “Un primer beso, y después vivir con ella” La mujer lo miró, asintió con la cabeza, sonrió, y le dio unas indicaciones que debía cumplir al pie de la letra, junto a un frasquito con un elixir preparado por ella misma, y así fue. Dejó pasar doce días, por recomendación de la profesional, y el viernes a la noche se coló por la ventana del dormitorio de la joven, se arrodilló junto a su cama, bebió la pócima mágica, y la besó, suavemente, en los labios.

A la mañana siguiente, cuando Paulie despertó y vio sobre su almohada a ese sapo tristón, croar, lo tomó entre sus manos, lo sacó al jardín y, poniéndolo junto a una piedra, al pie de un paraíso, le dijo “Desde ahora vivirás conmigo, y este será tu hogar”.

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