Son tres décadas de la Participación Popular, el programa de gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada que fue la última propuesta coherente para gobernar Bolivia. Esa Ley fue el clímax de la acumulación de fortalezas del poder local.
Desde 1985 había elecciones municipales, retomando antiguas experiencias y profundizando la flamante democracia.
La coparticipación tributaria, la valorización de las organizaciones territoriales, la importancia de la sociedad civil y de las culturas originarias dieron un impulso inédito a los municipios, incluso en las orillas del país.
El entusiasmo desbordó la prudencia en más de un caso; se crearon alcaldías para contentar a poblados o a políticos en sitios que no tenían ni mil habitantes. Apareció la democratización de la corrupción y los informes de la Contraloría (que hoy ya no existe) desvelaban un agujero negro donde chorreaba la esperanza del desarrollo.
Urgía intentar coordinar entre municipios por provincia, por región más allá de un departamento, y la metropolización de las capitales con poblaciones cercanas.
El primer golpe al proceso fue en el Gobierno del General Hugo Banzer donde la bancada mirista desordenó la normativa con leyes que distorsionaban la LPP.
En ese fin de siglo, en Colombia (Bogotá, Medellín), Brasil (Santa Catarina, Porto Alegre), Perú (Lima), el poder municipal transformó la calidad de vida de los habitantes. La cultura ciudadana fue la columna vertebral de ello.
En Bolivia, el municipio paceño estuvo a la vanguardia de las nuevas prácticas para una convivencia más armoniosa. Proyectos como el de las “Cebras”, la Noche de Museos y las ferias culturales semanales, el sistema de transporte del “Pumakatari” y del parqueo racionalizado, el turismo sostenible, el control de riesgos, la meritocracia, aportaron a esa meta.
Hasta la llegada del Movimiento al Socialismo la influencia de las buenas prácticas se extendía a Zongo, Pongo, Hampaturi, y a municipios vecinos como Mecapaca, Achocalla, El Alto. El MAS boicoteó la perspectiva de caminar juntos.
Actualmente, lo poco avanzado en el contexto de tantas dificultades, La Paz se hunde en el desgobierno de un Ejecutivo y un Concejo sin brújula, sin concepto y con una absurda dosis de personalismo.
Entre la gasolinera de Kantutani y el Parque de Las Cholas hay una decena de gigantografías del alcalde Iván Arias. No son precisamente carteles como el de Anita Ekberg en la película de Fellini, sino el rostro de un hombre con colores de Pinterest, a quien alguien le ha hecho creer que cruzar los brazos convencerá a la ciudadanía. O poner letreros con la palabra “súper”, siguiendo la tendencia de otros políticos que sueñan con los superhéroes infantiles.
En ese trayecto ni en ningún otro de la ciudad hay campañas para cuidar el uso del agua potable, aunque al frente de su gran sonrisa, decenas de cisternas extraen agua de los pozos sin control alguno; o, en larga salida a los Yungas hay lavaautos con mangueras que tanto tiran agua que el asfalto ha desaparecido; o, hacia Río Abajo, la moda es cocinar cerdos sobre las veredas y calzadas sin medidas de protección.
Jesús Vera, procesado por quemar 60 buses municipales, goza de impunidad y amenaza a los antiguos funcionarios, ante el silencio cómplice del GAMLP.
El remate son las múltiples construcciones de los “cerricidas” y de empresas que no se preocupan en las consecuencias de sus profundas excavaciones. Hace un siglo, la marca de la urbanización paceña era Emilio Villanueva. En 2023, los premios son para Las Loritas, el símbolo de la cultura “traqueta” de la clase emergente que se ha apoderado de La Paz, con mucho dinero, escasa creatividad y pésimo gusto.
La decadencia del poder municipal tiene en la sede de gobierno su mejor/ peor ejemplo. Solo queda del hermoso contorno la luminosidad del atardecer, mientras el Illimani está perforado por los chinos, la Muela del Diablo por los avasalladores y el cielo nublado por los chaqueos.