El profundo análisis de dos obras con las que el Nobel de Literatura obtuvo su madurez como escritor: ‘Esperando a los bárbaros’ (1980) y ‘Vida y época de Michael K.’ (1983).
Rafael Narbona
John Maxwell Coetzee, Nobel de Literatura 2003, es un escritor crudo y demoledor. Aunque en sus novelas aborda el tema de la expiación y la redención desde una perspectiva no religiosa, no se hace ilusiones sobre la posibilidad de una humanidad liberada de sus egoísmos, mezquindades y aberraciones morales. Sus libros son breves y su estilo, minimalista.
Inteligibles y con una estructura lineal, no representan un desafío para la comprensión, pero su aparente sencillez no es sinónimo de banalidad, sino de una aguda exigencia estética y moral. Sus ficciones reflexionan sobre el sexo, los afectos, la soledad, la discriminación racial, la violencia de la cultura occidental, la creación literaria, el vínculo entre el ser humano y la tierra, el espanto de la colonización, que el caso de Sudáfrica, su país natal, desembocó en el monstruoso apartheid.
A pesar del pesimismo imperante en ese orbe literario, siempre hay zonas donde la penumbra se atenúa y se esboza una tibia esperanza. Algunos europeos redimen los pecados de su civilización mediante la solidaridad. Algunos humanos se compadecen de los animales y se esfuerzan en proteger la naturaleza. Algunas veces la crueldad retrocede y centellea la ternura. Quizás no haya motivos para ser optimista, pero la belleza y la compasión también acompañan a la condición humana.
Coetzee adquirió la madurez narrativa con Esperando a los bárbaros (1980), y con Vida y época de Michael K. (1983) logró la consagración, pues fue galardonada con el Booker Prize. Ambas obras manifiestan una honda preocupación por los pueblos maltratados por la colonización y una admiración sincera por las culturas consideradas inferiores, pero con una sabiduría ancestral más compatible con la vida y el equilibrio natural que la sociedad industrializada, donde todo deviene mercancía y se descuida e hipoteca el porvenir de las futuras generaciones.
El verdadero sentido de la tortura
Esperando a los bárbaros es una fábula política y moral que especula sobre los efectos de la dominación y la tortura en un Imperio imaginario, cuyos caracteres intemporales posibilitan una amplia identificación. Se trata de un texto que recuerda la novela de ideas de la Europa de entreguerras, cuando autores como Kafka o Unamuno despojaban a sus ficciones de los rasgos circunstanciales que limitaban sus pretensiones de acceder a la universalidad del mito. La posibilidad de trasladar a otro contexto la historia del Magistrado que se rebela contra los métodos de la policía colonial imprime al relato una fuerza capaz de trascender cualquier circunstancia.
El puesto fronterizo y el árido desierto que lo circunda desbordan la referencia a lo concreto. Se trata de un espacio metafórico donde se muestra el lenguaje del poder, su ambivalencia, sus oscilaciones entre la expresión y el ensimismamiento. La amenaza, a veces difusa, otras nítida y alarmante, de una invasión que reduciría a ruinas un orden identificado con la civilización, servirá de justificación para utilizar la violencia contra unas comunidades indígenas, cuya existencia frena la expansión de un Imperio que percibe la diferencia como una grieta capaz de resquebrajar su unidad. La desproporción entre la maquinaria militar y los rudimentarios arcos de un pueblo de nómadas refleja la lógica de un poder que necesita evidenciar su fuerza.
Esperando a los bárbaros
John Maxwell Coetzee
Debolsillo, 1980. 224 páginas. 9,95 €
Cuando unos soldados torturan brutalmente a una mujer nativa, no esperan hallar información, sino aplicar esa biopolítica teorizada por Foucault en Vigilar y castigar. La búsqueda de pruebas es un pretexto, pero también el rasgo de una cultura que ha adoptado el dogma del positivismo científico. Frente a la intuición, la evidencia empírica de los huesos dislocados; frente al sentimiento telúrico, la explotación de la naturaleza hasta esquilmar la feracidad del suelo. No hay otro sujeto que esa civilización que conquista, clasifica, ordena y reprime. Fuera de ella, todo deviene objeto. Eso explica la deshumanización del otro, su asimilación con algo que puede ser destruido, sin recibir otra consideración que la piedra o el tronco que obstaculizan la marcha del arado.
El Magistrado se hará cargo de la muchacha torturada. Ciega y con los tobillos fracturados, no establecerá con ella una relación erótica, sino una servidumbre que incluirá abluciones y aceites. Al lavarla y perfumarla, tendrá la sensación de expiar la crueldad de una civilización que ha consumado la transmutación de los valores, identificando la potencia de obrar con la excelencia. Dentro de ese orden, la crueldad nunca es gratuita. Al martirizar la carne, habla el poder. El cuerpo es la tablilla sobre la que se escribe su alfabeto. La necesidad de redención del Magistrado le empujará a organizar una expedición para devolver la muchacha a su pueblo. Ese gesto le costará la pérdida de su cargo y la acusación de traición. Interrogado por un joven oficial, descubrirá el verdadero sentido de la tortura: recordarnos que vivimos en un cuerpo.
La tortura es un ejercicio de desposesión que reemplaza el yo por «un montón de sangre, huesos y carne». Al torturado, se le despoja de todo. No es más que cuerpo, articulaciones doloridas, tumefacciones y edemas. Solo gemidos que imploran, sonidos que sustituyen al lenguaje y al sentido. Sin embargo, cuando el dolor cesa el Magistrado ha recuperado la libertad. Su derrota es su victoria. Es por primera vez un hombre sin ataduras. Ya no está uncido a «la flor negra de la civilización». Al arrojar sobre sus hombros la salvación de la muchacha martirizada, ha restituido en sí mismo esa humanidad que le habían arrebatado.
Es un nuevo san Cristóbal, que soporta el peso del inocente para ayudarle a alcanzar la otra orilla. Su conocimiento del mal le revela la ignominia de las palabras solemnes, que hablan de orden y seguridad. «¡En verdad que el mundo debería pertenecer a los cantantes y a los bailarines!». Los pueblos que bailan y celebran las estaciones, aceptando la necesidad de la muerte, no viven en la historia, sino en el tiempo y son «como el pez en el agua o el pájaro en el aire». La redención del Magistrado se oscurece ante la sospecha de no ser más que el lado benévolo del Imperio.
La tortura es un ejercicio de desposesión que reemplaza el yo por «un montón de sangre, huesos y carne»
Sin embargo, la expiación se consuma cuando, sin negar la existencia de zonas de sombra en nuestra alma, asumimos que somos nosotros mismos y no los otros los que «debemos aceptar la crueldad que llevamos dentro». El misterio de la escritura de los bárbaros, unas tablillas indescifrables con unos signos arcaicos, insinúa que el paraíso se encontraba en el estado anterior a la historia. La imposibilidad de regresar a ese momento solo certifica el fracaso de una civilización que, al repetir una y otra vez sus gestos de violencia, ha caído en la esterilidad del movimiento perpetuo, una rueda que gira eternamente sobre el vacío. Pues es la Nada y no el Imperio lo que impone su dominio, convirtiendo cada puesto fronterizo en un Leviatán que permanece largo tiempo en estado de incubación para luego manifestarse brutalmente.
Al situar la acción en el límite entre dos mundos, Coetzee se aproxima a Dino Buzzati, pero no se demora tanto en las expectativas incumplidas como en el análisis del poder, evocando las consideraciones de Canetti sobre el carácter paranoico del totalitarismo, cuya preservación depende de su capacidad de producir muerte, sin distinguir entre amigos y enemigos. Esta forma de obrar se apoya en la sombra de una amenaza inminente. De esa manera, se anega al individuo en la masa, se borran todo lo que nos garantiza una identidad, se transforman nuestras palabras en el sonido inarticulado de un cuerpo que pierde su capacidad de hablar y argumentar. Es la derrota del ser humano mediante la tortura, la herramienta más eficaz del poder, como advirtió Joseph de Maistre.
La relación de Michael K. y la tierra
Vida y época de Michael K. comienza con la conocida cita de Heráclito que atribuye a la guerra la distinción entre reyes y esclavos. De escasa inteligencia y con el labio leporino, Michael K. es un humilde jardinero sudafricano acostumbrado a sufrir la discriminación inherente a su color y a sus limitaciones físicas e intelectuales. Sin horizontes, su existencia discurre con una amable monotonía hasta que su madre enferma gravemente y manifiesta el deseo de morir en su región natal. Los disturbios políticos en Ciudad del Cabo le ayudan a emprender un viaje hacia el corazón del país que le irá alejando cada vez más del ya escaso contacto con sus semejantes. Pese a la muerte de su madre en el camino, Michael llegará hasta su destino y se instalará en una granja abandonada.
Convencido de que su alma es una «tierra estéril», intentará infundir vida en una propiedad invadida por el polvo y el olvido. Sembrará los campos con las cenizas de su madre y se adaptará a una existencia regulada por los cambios de luz y temperatura. Arrancar las malas hierbas, luchar contra el viento y el sol, distribuir las semillas por los surcos de tierra. Durante meses no conocerá otra rutina, hasta olvidarse de su vida anterior y experimentar «un vínculo de ternura» aparentemente indestructible.
Vida y época de Michael K.
John Maxwell Coetzee
Debolsillo, 1983. 192 páginas. 9,95 €
Por primera vez, es dueño de elegir sus servidumbres, pero esa situación apenas durará. La visita inesperada de un desertor le obligará a abandonar la granja. Refugiado en un campamento para vagabundos e indigentes, se hundirá de nuevo en esa apatía que siempre le ha impedido percibir su condición de sujeto, de hombre depositario de una conciencia capaz de elegir y planificar. Al observarse, se ve a sí mismo como «una partícula minúscula sobre la superficie de una tierra demasiado aletargada como para sentir el paso de las hormigas, el mordisqueo de las orugas, la caída del polvo».
Su fuga del campamento y su regreso a la granja solo le confirmará la indigencia de una época, donde un hombre únicamente puede preservar su libertad viviendo escondido. Michael irá descubriendo que ha sido condenado a no ser nadie, a vivir como una bestia, sin descendencia ni amor, confundido con una tierra que le ofrece su útero para morir estragado por la sequía. No tiene nada que legar ni nada por lo que vivir.
Su relación con la tierra no es la de una mano que siembra vida, sino la de un parásito que dormita en un pliegue del intestino. Su presencia en la granja le aproxima al menos al origen, a ese silencio anterior al tiempo, cuando aún no tenía un cuerpo que alimentar ni una conciencia donde enterrar emociones, condenadas a ser exhumadas por una mente sin control sobre sus pensamientos. Ensimismado, replegado sobre sus temores y fantasías, Michael se entregará a la contemplación, palpando las semillas que renuevan la vida, pero renunciando a alimentar un cuerpo cada vez más enjuto. Cuando el ejército ocupa la granja y le detiene como presunto colaborador de la guerrilla, el ayuno le ha situado al borde de la muerte.
Su deteriorada conciencia no cesa de recordarle que, al igual que su madre, no quedará nada de él, salvo un puñado de polvo que el tiempo irá lavando, dispersando y transformando en hojas de hierba. Sin embargo, algo le ata a la granja, a esa tierra que ha cuidado durante meses en completa soledad. De hecho, cuando los soldados comienzan a sembrar de minas el huerto donde antes él cultivaba calabazas, no podrá evitar el sentimiento de asistir a una profanación.
Internado en la enfermería de una prisión, un compasivo médico se esforzará en salvarle la vida. En su diario, irá anotando la evolución del enfermo, advirtiendo que esa madre que primero le obligó a emprender el viaje y luego se encarnó en un pedazo de tierra, dejándole exhausto y en el límite de su resistencia física, es «la gran Madre Muerte». A pesar de su voracidad, el alma de Michael todavía alienta, «virgen de historia», moviendo sus alas, mostrando su sencillez, su proximidad a lo elemental. Su alma no habla; escucha. Es el hombre que precede al hombre, esa humanidad prerracional que no percibe ninguna heterogeneidad entre su yo y el mundo. Frente a ella, el Poder, el Castillo –la alusión a Kafka apenas se disimula- que no puede tolerar las regresiones hacia lo primordial.
Condenado a ser un extranjero en todas partes, Michael regresará a Ciudad del Cabo para comprobar una vez más que no pertenece a este mundo
Ocupado en sembrar el desierto de hojas de calabaza, Michael está demasiado absorto en su tarea para «escuchar la rueda de la historia». Su aparente insignificancia es completamente falsa, pues «significa algo». De hecho, su existencia, de aspecto tan anodino, está saturada de sentido. Michael es un fugitivo, pero su huida no es la de un prófugo que huye del sistema carcelario, sino la de un hombre que renuncia a la civilización, a un orden establecido sobre el miedo, la culpa y la vergüenza. Su regreso a la tierra es un intento de recrear lo humano, de reemplazar la cultura de la muerte por una cultura de la vida, donde la semilla simboliza la posibilidad de un nuevo comienzo. Condenado a ser un extranjero en todas partes, Michael regresará a Ciudad del Cabo para comprobar una vez más que no pertenece a este mundo.
Coetzee nos deja un retrato sobrecogedor de «la flor negra de la civilización». Sus novelas corroboran la famosa frase de Walter Benjamin: «No hay documento de cultura que no lo sea al tiempo de barbarie». La civilización europea ha logrado la hegemonía gracias al desarrollo industrial y tecnológico, pero ha sembrado la infelicidad en todo el planeta. Su expansión ha acarreado la desgracia de los pueblos invadidos y no traído la felicidad a la próspera metrópoli, contaminada por la injusticia y la desigualdad.
Coetzee no plantea un programa de reformas. No es un político ni un visionario, pero sus libros nos invitan a reflexionar y a buscar alternativas para habitar el mundo de una forma más humana. Aún es posible que la vida haga retroceder a la muerte y el tiempo no sea una carrera hacia ninguna parte.