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El demonio del poder

Es una verdad de Perogrullo: el poder llama, convierte, transforma, domina, controla los más nobles espíritus. Nuestra historia está llena de almas frágiles que han sucumbido ante tremendo caballero. En los ochenta, el poder logró que Jaime Paz cruzara “ríos de sangre”, que se olvidara de sus mártires, de su pasado, de las horas de tortura y llanto que vivió poco tiempo atrás. Ser presidente era más importante, logró un acuerdo con Banzer y se colgó la tan ansiada medalla.

Un par de décadas más tarde, Evo, el sindicalista que vino de abajo, que subió en los hombros de las ánforas a la Plaza Murillo como nadie lo había hecho, no pudo controlar su deseo de quedarse por siempre ahí. Sucumbió al canto de las sirenas, prefirió desoír un referéndum, torcer la Constitución, impulsar un fraude, con tal de no irse del palacio.

Áñez, que fue recibida con esperanza por un amplio sector de la población, que logró controlar la tensión del año pasado y marcar una agenda de consenso, incluso llegando a acuerdos con el MAS en el Parlamento, decidió dejar de ser una presidenta transitoria y se convirtió en candidata hasta hace algunos días.

No recuerdo quién afirmaba que un político jamás dejaría su sed por sentarse en la cabecera de la mesa al menos que fuera obligado por múltiples circunstancias. El deseo de mantenerse en el poder marca el ritmo de la política. Se lo ha dicho tantas veces.

¿En qué se parecen Morales y Áñez? En muchas cosas, entre ellas, en que ambos besaron la misma araña y quedaron atrapados en esa red. 

Evo pudo renunciar a su candidatura, defender el proceso de cambio desde otra trinchera, dar paso a Arce o Choquehuanca antes de tanta movilización y muerte; pero no, prefirió decir y hacer creer que era irremplazable. Áñez tuvo la oportunidad de ser una presidenta que pase a la historia como la que organizó las elecciones más transparentes, necesarias, decisivas, limpias, participativas. Su misión era clara: la transición. Su ambición pudo más. Quiso, como Evo, quedarse en la silla más allá de lo colectiva e institucionalmente acordado.

Su testarudez solo polarizó más al país ya malherido. En pocos meses demostró que se podía tener un gobierno desastroso, y en algunos temas, acaso tanto como su antecesor, el cual había logrado ese título en 14 años. Su capricho colaboró a la rearticulación del MAS, partido que había quedado lastimado, lo unificó hasta extremos impensables, como lograr el coqueteo del Mallku con Choquehuanca. Indirectamente promovió que Camacho se consolide como un líder sólido en Santa Cruz. 

Logró tirar por la borda el capital político de lo mejor de la izquierda institucional que fue Sol.bo y no permitió el crecimiento de Mesa. Áñez es como las “relaciones tóxicas”: quema a quienes tiene cerca y fortalece a quienes tiene lejos. Simplemente si Áñez no hubiera jugado a ser candidata, otra sería la baraja. Pero claro, el “hubiera” no existe en política.

Vuelvo a la pregunta. ¿Qué tienen en común Áñez, Evo, Jaime (para no hacer una lista inagotable)? Que todos responden a la definición que el último utilizó para sí mismo: “Un político de raza”. O dicho de otro modo, todos son “animales políticos”. Se parecen demasiado.

Tolkien en El Señor de los Anillos dibujó una manera de relacionarse con el poder que va más allá de tiempos y territorios. El problema es que en Bolivia parece que nos sobran Gollums, y nos faltan Frodos.

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