Roberto Navia Gabriel
Nunca antes la había escuchado hablar con la voz temblando. Esta vez, la boliviana Yenny Ribera Yale me enviaba un mensaje desde Sabadell (España), narrándome un escenario que no se había imaginado ni en sus peores pesadillas. Yo había visto un montón de imágenes sobre el drama mayor que se vive en Europa por culpa del coronavirus. Esas fotos y esos videos que las redes sociales escupen como si fueran pipoca. Pero ahora era diferente: Un ser humano que habla por encima de las palabras tiene el poder de mostrar las entrañas de una bestia que avanza con sus tentáculos afilados.
Yenny no es una quejumbrosa de oficio. Emigró de Santa Cruz hace quince años para buscar un mejor refugio para sus hijos. Lo encontró en Cataluña después de haber vivido jornadas duras que implicaron pasar hambre a escala mayor, dormir en los cajeros automáticos y en las camas calientes. Pero sobre eso nunca se victimizó y lo sobrellevó como una carga natural de un inmigrante. Pero ahora no pudo más. Su voz sonó como un grito desesperado global, un canto lúgubre ante una soledad infinita. Yenni estaba ahí, en una avenida de Sabadell, con su bolsita de pan y de leche en la mano. Una sola mujer encima de la capa de asfalto, sintiendo las miradas por las ventanas de las casas que se pierden por el horizonte.
— Hay permiso para ir de compras, pero solo puede salir un miembro de la familia —dice sin ningún testigo a su lado, ni a diez ni a cien metros. Muy lejos divisó una ambulancia. Nunca la vio, pero por el llanto de su sirena cayó en cuenta que no era la única habitante del planeta en la calle.
Caminó acompañada por la psicosis colectiva. Dobló una esquina y después otra. Vio a personas haciendo fila a una distancia remota, esperando su turno para recibir comida. Supo que era gente que vive en las calles. Yenny siguió su camino con la fortaleza de que en casa la esperan su esposo Tani, su nuera, sus tres hijos y el mío, Manuel Andrés, que estudia allá desde hace dos años.
— No te preocupes que ahora somos una sola familia, me tranquiliza.
Para romper el fantasma del miedo me empezó a hablar de Lion, su perro grande que también está pagando las consecuencias del virus.
— Solo lo puedo sacar por unos minutos para que cague, y de ahí, adentro, me cuenta.
—Es que la cosa es tan seria que hasta los perros entran en cuarentena, le digo, y su risa viaja como un eco mojado sobre las calles de vacías.