Roger Cohen escribía en el New York Times preguntándose si esta “América” de Trump era la de siempre, si no estábamos hablando de Turkmenistán.
Los congresistas republicanos adulan al Gran Líder. Dice Cohen que jamás se vio a un vicepresidente (el sombrío Pence) lambisconear con cumplidos a su amo “cada 12 segundos”. Hay, en su texto, en esta parte precisa, una mención a Mussolini. Il Duce rosado.
Existe fuerte oposición; gente muy capaz se desvive por introducir en el monumento al ego trumpista, una ruptura que eventualmente lleve a su caída. Lo de Rusia –no olvidemos que Donald “pertenece a Vladimir” en términos reales- avanza y muestra fuera de dudas la dependencia y la traición. No se contaba, sin embargo, que esta, la traición, había estado tan extendida en un país que vocifera patriotismo de manera estridente, que mata, invade, humilla a los demás en nombre de una patria que dista de ser sólida y leal consigo misma. A cuál más, los diputados y senadores del partido que tuvo a Lincoln entre los suyos, bregan por mostrarse adictos al régimen y aceptar de manera tácita que están en la boleta de pagos rusa. Así, a simple vista, es el fin de los Estados Unidos. Quizá en 20 años sea Turkmenistán. A eso apunta.
La economía florece. Trump se apropia del crédito de un proceso de recuperación que tuvo a Obama como su iniciador. El riesgo, de mantenerse esto así, es que el Supremo Líder sea reelegido por la masa estúpida y viciosa que lo encaramó; hasta por la “clase obrera”, dicen, recordando a Hitler. Una segunda presidencia sería devastadora: debacle para ser claros. Le daría opción a un plazo no muy largo de cambiar la constitución y crear otra dinastía de gente tarada como en su tiempo fueron los Borbones. Eso, hace unos años, era impensable incluso de debatirlo, pero no se descarta. Cuenta con jauría de Judas, felones, conspiradores dispuestos a todo, hasta a entregar hijas y esposas a la sevicia de iluminados que aboguen por armas de fuego, la probidad de Putin y el destino manifiesto de la raza blanca de regir el mundo. ¿Pedofilia, embuste, traición? Todo vale en la doctrina Trump, que es la de Sodoma y Gomorra aunque con aparente apoyo divino.
El televisor muestra los pinos de Cazorla. Había un poema, Lorca quizá, donde habitaba Cazorla. Un zorro rojo corre en medio de las marismas. Desde un lecho afiebrado leo notas del principio y fin del mundo. Cerezal derrocha dolida esperanza. Julio y Pablo Mendieta Paz suenan músicas dispares y bellas; Jorge Muzam me abraza desde el inhóspito sur. Ellos, y cada uno de tantos, no mortificados por no ser nombrados porque saben que están, desdicen esta conjura de ricos, el mal sueño que se cierne con sombra amenazante de crepúsculo.
Podría decir que en mis casi treinta años de inmigrante intocado, nunca domesticado, tuve amplia experiencia de los Estados Unidos. Mentiría si lo positivo no inclinase la balanza hacia el bien. Crecí dos hijas, mitad mías y mitad suyas, y de solo verlas y oírlas sé que el juego de dados no se define hoy, y que siendo esta tierra su tierra, y más por la extensión de las razas viejas que corren por mi sangre y nos dan pertenencia y territorio, sé –hay certeza- de que no permitirán el arbitrio de imbéciles jugando a monarcas, de milicos y leguleyos corruptos, cobardes. Puede Vladimir, el zar, arrojar sobre ellas, y hasta sobre nosotros, el poder de su peso inmenso para instalar títeres. Vladimir está lejos, y hoy, más que nunca, recordar que alrededor pasea la sombra de Henry David Thoreau, aporta por encima de la simple esperanza un dejo inconfundible de libertad. Eso no lo sabe el Supremo Ignorante, porque nunca aprendió a leer.