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Efímeras

Maurizio Bagatin

“La muerte es lo más cotidiano que hay” -Juan Rulfo-

Llevamos adentro una parte de nuestra historia. Hay herencias que van más allá de la sangre, de lo de que el ADN puede “narrarnos”. Más allá de lo efectual de la Historia.

No hablaremos del tiempo. Nadie habla más del tiempo. Lineal, monumental, cíclico. El tiempo es siempre histórico y biológico, el primero según el hombre del Antropoceno, el otro para la naturaleza, siempre. El día deja todo el tiempo a la noche, olvida y es el sueño que va desparramando todo en el porvenir. El tiempo: callos, arrugas, imágenes.

¿Qué damos, nosotros, al sol? Recibiendo la luz y el calor – la ley que ya está, la justicia por venir – la verdad, el don y el otro. Lo imposible y la libertad.

Muere quien ha dado la vida. Ayer el Tata Luis que nos enseñó la alegría en el trabajo, el placer de la convivialidad, la sonrisa siempre disponible. Compartir un rico acullico, una tutuma del néctar del valle, sus historias con el son cubano en la venas, la voz de Cesaría Évora que excitan sus manos dobladas por el tiempo. A pocos días de su amada fiesta, el surgir del sol desde el Monte Puncu. No deseamos muchos los hombres, cuando buscamos sin encontrarlo nuestro árbol genealógico, nuestro origen sin pureza. La historia del Tata Luis es el camino antiguo a los Yungas de Vandiola, donde los primeros cocanis entran y salen, son el trabajo duro y la dificultad en creer en la etimología del nombre este pueblo: Totora. Cuadros de acuarelistas contemporáneos que se dejan llevar por el imaginario tocar de un pianoforte que sale desde las ventanas entreabiertas en la canícula del verano. Largas historias que nos contaba, como la de “cuando los indios pobladores de Pocona avanzaron, ocupando las orillas del rio Llachoc-mayu, luchando duramente con los indios yuracares que a la época habitaban la región boscosa”. O la historia de La Cruel Martina que sabía contarnos con increíbles detalles alegóricos. Leyendas de brujas, duendes y de las ruinas de Inca Llajta. Heráclito lo acompaña en este panta rei, fluir universal de todos los seres.

Escribiendo uno va leyendo las vidas.

Narra Corman McCarthy, en su última novela El pasajero, que “A Dios no le interesa nuestra teología sino nuestro silencio”. Silencio que siempre supo describir con sus palabras lampiñas, que siempre me han parecido libres de pecados; un retorno a la gran narración, sumergiéndonos en las tinieblas de la apocalipsis adonde el ser humano posmodernista se ha metido: se pregunta “¿Y nosotros qué somos?”, sabiendo bien responder que somos: “Diez por ciento biología y noventa por ciento soplo nocturno”. Nos introduce en un asombroso y necesario delirio amoroso, de donde puede salir la verdad. Es el escándalo que intenta superar el miedo y la ignorancia, la sincera obligatoriedad diaria de mentir, diría Silvano Agosti.

En estos días de muertes, una poesía de Octavio Paz encontrada en un viejo papelito adentro de un libro nos hace reencontrar con la vida: “Dos cuerpos frente a frente/son a veces dos olas/y la noche es océano. /Dos cuerpos frente a frente/son a veces dos piedras/y la noche desierto. /Dos cuerpos frente a frente/son a veces raíces/en la noche enlazadas. /Dos cuerpos frente a frente/son a veces navajas/y la noche relámpago. /Dos cuerpos frente a frente/son dos astros que caen/en un cielo vacío”.

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