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Cuatro objetos y un recuerdo

Carlos Decker-Molina

Son cuatro objetos totalmente vinculados a la vida de un niño. Hoy ese niño no se reconoce cuando se mira al espejo, pero recuerda esos cuatro objetos tan ligados a su familia.

No es la primera vez que cita a Kierkegaard. “La vida debe ser vivida hacia adelante, pero sólo puede ser comprendida hacia atrás”

Y, ese niño mira hacia atrás y advierte el afán de la Máxima por llenar de carbón la plancha de fierro, no de la abuela, sino de la madre de la abuela.

Esa masa de hierro que aloja carbón había sido puesta en la maleta de madera con un tremendo parecido a un cajón de circo.

La vieja viuda despidió mustia y llorosa a su única hija.  La niña Juanita se fue sin mirar a sus espaldas para no llorar como su madre y para no ver cómo el valle de su infancia se iba volviendo un punto verde en el horizonte breve porque los horizontes en estos sitios se chocan a cada momento con los cerros de la cordillera.

La niña Juanita se iba a una lejana finca de Entre Ríos de la cercanía de Quime, su madre, la vieja viuda, la había prometido a la familia del negro Sarmiento, pero en aquel largo camino de ingreso a Entre Ríos apareció un jinete con polainas sucias de viajar, la saludó tocando con sus dedos el ala de su sombrero sudado, se paró en los estribos y pulsó la guitarra que tenía en bandolera.  Sobre el lomo del caballo manchado de negro y café oscuro, perecía una escultura ecuestre. El jinete cantó – nadie sabe a ciencia cierta qué – unos dicen que fue una canción de su país, otros que fue una melodía italiana o quizá española. Embrujó a la niña Juanita que había cumplido los 16 años. Se la llevó con la maleta de madera que en su interior llevaba la plancha de hierro forjado, un orinal adornado con flores, una jarra, un bañador, cuatro platos, dos planos y dos hondos, dos tasas y dos tazones, ropa de cama y ropa de ella. Además, conquistó al séquito para que acompañen a la niña Juanita hasta la salida del pueblo, pero la siguió eternamente, como si su destino estuviese amarrado a su patrona, la Máxima que también parecía embrujada por el flaco cantor y guitarrero.

La Máxima, a todas sus empleadas las llamaba así, planchaba y la abuela llamaba por el teléfono a manija

 – Aló, aquí la telefonista de la estación de Aguas Calientes, ¿saben dónde anda mi marido?

Dicen que se perdía guitarra al hombro por fincas y comarcas. La vez que aparecía como esos fantasmas de libreto teatral llegaba con un regalo para aminorar la tensión de la bronca, esta vez fue una máquina de coser con manivela.

 – Para que cosas la ropa de los niños, te entretengas y me extrañes menos.  

La casona estaba poblada de hijos, dos cuatro hombres y Juanarosita y mi madre.

El mayor figuraba en la lista de los convocados a defender la patria y el otro, el que le seguía, también quiso ir a pelear por la patria, aunque no le correspondía por la edad. Se anotó, desoyendo el llanto de su madre. El viejo jinete de aquel caballo manchado de negro y café, se mordía la uña del dedo gordo, comiéndose la rabia. – Ni siquiera es mi patria – le había dicho a doña Juanita, quien le suplicó se los llevara allende los mares de dónde él venía – No es delito ser desertor si sólo son mitad de este lado, la otra mitad son de tu lado –  le había suplicado – Es la voluntad de los chicos. No podemos sino llorar – y lloraron abrazados. Ni la guitarra fue consuelo, porque doña Juanita se la había emponchado en el último nacimiento el de la niña Evita.

La última farra tuvo un epílogo grave, doña Juanita casi muere de parto de una niña que nació con dificultad. La guitarra terminó astillas consumidas en el horno para hacer pan.

Sonó el viejo teléfono de manija, una voz con eco dijo que el segundo de los hijos murió en una cañada con nombre inglés impronunciable.

El otro volvió y vivió escribiendo en esa vieja máquina de escribir en la que el niño también aprendió los secretos de la escritura. 

Al hijo vuelto de la guerra le decían el loco porque escribía historias truculentas de luchas cuerpo a cuerpo, bayonetas que atravesaban cuerpos, cuerpos que rodaban embarrados y mutilados. Hambre, pero, sobre todo sed – Agüita, quiero agüita – Ojos desorbitados que miraban el más allá. – Es puro invento – decían los que leían los escritos del loco. – Es que no saben lo que es la guerra – se defendía.

Un día dejó de escribir, hizo una fogata con sus los papeles escritos a golpe de teclas y usó por última vez el teléfono de manivela para decirle al niño que vendiera los cuatro objetos, pero no el recuerdo. –  ¡Al mejor postor! teléfono, plancha, máquina de coser y máquina de escribir. Es el único capital que te puedo dejar, porque me voy de viaje al otro mundo y se escuchó el disparo.

El niño no vendió nada.

Hoy es un abuelo rodeado por esos cuatro objetos que, sin hablar, le siguen contando historias de su familia.

Pone atento el oído y con voz ronca se las dicta a un niño que escribe en una tableta digital. El niño protesta porque no conoce los cuatro objetos, no los ha visto nunca y lo regaña

– Te estas inventando abuelo, esas cosas no existen.  

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