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Covarrubias. Maestro ecléctico

En algún lugar de la bodega en La Paz, donde dejé mis cosas antes de migrar a México, está esperándome un precioso afiche de Miguel Covarrubias. Lo compré, si mal no recuerdo, en una exposición un museo en la Ciudad de México, seguramente el año 1990. La pintura es solemne, colorida, rítmica y sensual: una mujer negra, cantando, con un vestido verde ajustado, rodeada de otros músicos. Es jazz, es Harlem, es la tercera década del siglo pasado. Esas notas hechas color me acompañaron una larga temporada observándome desde una pared, cómplices de cada una de mis travesuras de alcoba.

Covarrubias (México, 1904-1957) fue un artista desobediente, autodidacta y creativo. Miembro de una generación de grandes nombres en la plástica mexicana (Rivera, Orozco, Siqueiros), supo construir una voz propia que no lo empate a ninguno de sus contemporáneos. Caricaturista, pintor, fotógrafo, etnólogo, ilustrador, muralista, documentalista; eso, y mucho más. Personalmente, es uno de los personajes que más me atrae de aquellos tiempos iluminados. Por supuesto que celebro su constante compromiso político con la izquierda mexicana -no militante de ninguna agrupación específica-, pero sobre todo me gusta su curiosidad por la otredad, su obsesión por mostrar al otro en sus lienzos.

A mediados de la década del 20 del siglo pasado, el pintor mexicano se traslada a Nueva York y se sumerge en la cultura negra en el afamado barrio afroamericano el Harlem. Buena parte de ese período de su obra está en la búsqueda de los rostros, los gestos, los rasgos de aquella poderosa experiencia cultural. Es un escenario curioso: un mexicano -que, según dicen, ni hablaba bien el inglés- dibujando al mundo marginal negro. En 1927 publica Negro Drawings, que recoge varias de sus ilustraciones sobre el tema.

En su constante movimiento, luego de dejar Estados Unidos, Covarrubias viaja por varios países; se queda largas temporadas en Bali donde también se esfuerza por retratar la cultura diferente. Vuelve a México con la intención de investigar sobre los pueblos indígenas, da clases de etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, dirige la Escuela de Danza del Instituto Nacional de Bellas Artes. Realiza murales y documentales e impulsa la antropología y la arqueología mexicanas.

Es un pensador, es difícilmente clasificable, por eso fue definido como un renacentista desde la caricatura cuya principal trinchera fue su imaginación. Transita por lienzos y cámaras con igual soltura, por la etnología o la escritura mezclando belleza y conocimiento, sin obedecer cánones que separan las disciplinas, guiado solo por su capricho por conocer, plasmar, descubrir y expresar.

En un reciente viaje a Oaxaca, tuve la atinada intuición de pasar por el Centro de las Artes de San Agustín -que es una antigua fábrica de hilados restaurada por iniciativa de Francisco Toledo-, y me encontré con la grata sorpresa de la exposición Miguel Covarrubias. Imágenes de un mexicano universal. Recorrí las piezas deteniéndome en cada una de ellas, tratando de seguir el trazo y la intención del maestro. Su visión de
Nueva York me recordó mis propias impresiones de aquella ciudad, su mirada del mundo indígena mexicano me devolvió a mis viajes por el encanto de tantas culturas en el México profundo. Sus videos me reanimaron las ganas por ser un coleccionista de imágenes.

Covarrubias es, sobre todo, una fuente que inspira, un promotor de la transgresión, una invitación a sacudir la inventiva de cualquier atadura de época: una refrescante brisa del pasado.

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