Andrés Canedo/ Bolivia.
Anoche, en el café, Emilio me contaba que había cantado en un Karaoke de amigos, Los ejes de mi carreta, de Atahualpa Yupanqui. Recordamos juntos, algunos de los versos rebeldes de ese canto, emocionándonos por la bella simpleza de los mismos, por ser o haber sido, alimento espiritual del pueblo. Le hablé también de otra canción de ese maestro, que él no conocía, El alazán, poesía mágica, música soberbia y otra vez las palabras simples para llegar al corazón de los otros. Rematé, citando algunos fragmentos de Hermanos, enfatizando el final: “Yo tengo tantos hermanos/ Que no los puedo contar/ Y una hermana muy hermosa/ Que se llama ¡libertad!”.
Seguimos hablando del folklore argentino, de su riqueza poética, manifestando nuestras preferencias, y yo le dije que para mí, lo más bello, eran las composiciones de Falú y Dávalos (“se abrió su boca en el beso/ como un damasco lleno de miel») y dos maravillas poco conocidas, “Para ir a buscarte”, de Daniel Toro, canción que se me repetía insistentemente, cuando regresaba de Alemania, en busca de la mujer que me esperaba, abriéndome así el sendero hacia su lugar en mi destino, llenándolo de luz, alimentándome de intuiciones de felicidad, levantándome el alma al fulgor del cielo prometido, sin saber, aunque debía haberlo sabido, del doloroso final que tendría esa historia, de los resquebrajamientos que produciría en mi vida. La otra maravilla, era la Zamba del ángel, de Ariel Petrocelli, con su estructura musical diferente, quebrada, diría, pero cuya poesía diseñaba mi sentir: El ángel de la guarda prometido por mi madre (por todas las madres), pero que se perdería en algún recodo del camino. “Cuando la luna en su viaje/ me rompe las noches en un ángel de alcohol, / me desangro en las mesas/ y la luz de un amigo/ es el ángel que guarda mi dolor,/ y la calle me junta/ con un ángel distinto,/ con un hombre cualquiera, como yo”. Le dije a Emilio esas palabras del poeta, que seguramente le golpearon el pecho, ya que al subir al vehículo para regresar, buscó la canción en el teléfono e hicimos el camino de retorno iluminados por esas palabras.
Todavía en el café, cuando hablábamos de Yupanqui, luego de la rememoración de los otros autores, le conté a Emilio, que estuve en un concierto de Atahualpa Yupanqui, cuando vivía en Berlín. Noté la sorpresa en su rostro, el movimiento de los ojos, las contracciones casi imperceptibles de los músculos de su cara, y claro, para mí, el recuerdo de aquel concierto, se llenó de circunstancias. Había ido al mismo con Suzanne (que hablaba perfectamente el español), con sus ojos de cielo, con su cabellera rubia como los trigales de Van Gogh, (sin los cuervos), porque ella estaba llena de amor, rebalsando de ternura y generosidad, soportando la inminencia de mi partida, la fatal transitoriedad anunciada desde el principio, mi próximo viaje en busca de la mujer (otra mujer) que se haría realidad; Suzanne aceptándolo todo, soportando la mezquindad de mi ser. Nunca supo Suzanne que la recordaría muchas veces, en noches como la que cuento; nunca supo de la marca que dejó en mi vida para siempre. En el invierno durísimo de Berlín, habíamos tendido un colchón junto a la estufa (hogar) de carbones de coque, que ardían con su resplandor naranja y nos brindaban calor, mientras nuestros cuerpos desnudos hacían el amor en las largas noches gélidas. Esa luminiscencia me permitía ver su cuerpo claro, sus ojos rotundamente azules, su pelo amarillo incendiado por la emanación lumínica de las brasas en la chimenea. Sus labios de miel, aunque podía verlos, no lo necesitaba, porque nuestras bocas, aun en la oscuridad más rotunda, sabían el camino hacia la otra, hacia las lenguas precisas, a las salivas nutrientes y embelesadoras. Fui cruel con ella sin quererlo, porque los naipes estaban dados de esa manera, porque yo, queriéndola, amaba casi a un fantasma, pues solo la había conocido durante cinco días, en cambio con Suzanne, había vivido dos meses, compartido sueños, comidas, dolores, picardías. Le cocinaba chuletas que a ella le sabían a gloria, aunque el dolor de mi fugacidad, se le había impreso en el alma como hecho por el metal ardiente para marcar el ganado. Yo lo sabía, y mi egoísmo lo permitía. Cuando me acompañó al aeropuerto Tegel, el último día, me regaló unos afiches de Lucas Cranach, el viejo, imágenes que junto a ella, había admirado en un museo de la ciudad. En el momento de dirigirme al avión, me dijo aproximadamente estas palabras: “No comprendo cómo puedes amar así. La has conocido unos pocos días, en cambio, yo he vivido contigo dos meses. Has sembrado en mí, bellas flores de pesadumbre, pero ellas son tu legado. No lo comprendo, pero sé, que me gustaría que me amasen así”.
No la volví a ver. Nunca supe nada más de ella. La busqué en internet y no la encontré. Pero ya lo ven, suelo recordarla. Su cuerpo entero, sus momentos de triunfo: “¡Lo conseguí, amor! ¡He alcanzado el orgasmo por primera vez en mi vida!” Y a partir de entonces esas culminaciones se repitieron y la aferraron más a mí. La vida nos hace trampas. Yo entonces, casi ausente, en cambio ayer, hoy, la busco y la encuentro en mi mente, en la parte grande de mi espíritu que le corresponde y veo su cabello rubio, incendiándose a la luz de los carbones de la estufa de su sala, mientras hacíamos el amor.