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Carlos Rimassa Mercado / Cuento

Rapsodia casi triste

Esa quieta edad cara al cielo…

Primero fueron las puertas, la oscuridad, las luces de las ventanas cuando uno se asoma a cierta altura, ventanas largas, redondas, cuadradas, con matices que van del rojo al azul, algunas de color ceniciento que pertenecen a la noche. Sé que siempre hay alguien detrás de esas ventanas aunque no lo vea; gatos que corren por los tejados de oscura cerámica; por la calle, gente triste; llueve ahora y es como una cortina que apaga el brillo de las luces, afuera y adentro. Pensamientos nada alegres, historias de miedo contadas por las empleadas. Grises hojas de los árboles en invierno, pequeños espacios de brillante verde, cerca de los postes de luz, hombres parados sin rostro, tal vez ladrones esperando su momento para entrar, no sé en qué casa o en qué tienda, tal vez la mía… Estatuas en los parques, tan serias y tan frías; montañas que se adhieren al negro de las noches, bocinas de automóvil con un contrapunto de los grillos.

Propietarios de almacenes, concupiscentes, personajes que tal vez regalen un juguete  barato a sus hijos; una madre gorda, un padre de bigotes, la dueña de la tienda donde a veces tomaba desayuno. El carabinero que hacía su ronda siempre borracho. Los partidos de fútbol en la calle y la pelota que desaparecía detrás de un muro justo en mi calle.

Un hombre alto y desgarbado que vivía en la casa de en frente, nosotros, estábamos casi seguros, que tenía tratos con el demonio, porque era masón y jamás iba a la iglesia del barrio, todos vivíamos cerca de todo.

Un sastre con un perro llamado Rex, Alberto, otro amigo de la calle largo y jorobado con su lento andar, talvez le costaba mantener el esqueleto erguido por su altura, fácil de enojar y violento en sus reacciones.

Recuerdos que se deshacen de viejos, justo al tocarlos como materia de sueño. La vida quieta, tristeza que crece en mis manos, mundo que cambia día y día, aferrado a los perfumes de mi jardín, a una cuadra de mi casa, el parque; allí la vieja iglesia con su única torre; el kiosco en el que vendían empanadas de queso, los zaguanes mortecinos, luciérnagas y mosquitos en verano, árboles detrás de las bardas.

Y esto no es lo primero, mi abuelita siempre vestida de negro con largas faldas, moño en la cabeza, dos empleadas, Natty y Carmen. Natty la de los grandes senos, me cargaba en su espalda y yo sentía un estremecimiento con su contacto. Mi abuela que vivió años en el trópico, se encariñó con los animales, teníamos en la casa loros, monos, tortugas, canarios, hasta un tejón que llenaba de agujeros el jardín. El zaguán de mosaicos blancos y negros, era la entrada a la casa, luego el jardín, a cierta hora de luz dorada le daba un fantástico aspecto. Mariposas nocturnas en los crepúsculos, la casa de tres patios era una isla en la ciudad. Mi madre siempre con la aguja en las manos, mi padre sólo existía pocas veces al año, cuando llegaba de una mina de cobre en Oruro, una ciudad a la que se llegaba en tren, nos acordábamos de él cuando nos amenazaban con su nombre –le voy a contar a tu padre- recién años después se incorporó a la casa, al vender sus propiedades y volver a Cochabamba; y ese olor a la leña y humo de la cocina compitiendo con el perfume de las flores del jardín, siguen aquí conmigo.

Mi profesor de primer grado, flaco y de anteojos, con un hijo en el mismo curso, a quien perseguíamos en los recreos; profesores y sacerdotes, en mis años de colegio fueron tantos que a través del tiempo han sido sepultados en el olvido; pero el peso de mí mismo, se fue construyento, ladrillo sobre ladrillo, o igual que adoquines tras adoquines de las calles; y en medio del dolor aparecen los postes de luz mortecina, casas blancas, gente caminando no sé donde o para qué.

El primo de mi madre, decían, que era un pintor buenísimo porque había estado en París, en un mágico lugar de ensueños junto a los relatos de Verne y Salgari, y sólo por eso era considerado un gran acuarelista. Vivía en el primer patio, allí había armado su taller; caballete, marcos, pinturas, que daban al lugar un aire mágico, eso creía yo aquél tiempo y a mi edad; corría por las calles buscando la luz del sol en los días lluviosos, salía a mojarme en los charcos y una taza de chocolate caliente me curaba de cualquier resfrío.

Cada persona de la casa en su lugar, cada flor, cada piedra, cada insecto en su espacio, las voces suspendidas en torno a mi, silbidos de mis amigos para una cita. Las calles silenciosas en la noche, espesos muros aislaban una morado de otra, niños que de pronto pasaban con pisadas que el eco aumentaba su urgencia, montañas a lo lejos presentes en las ventanas.

El mundo se agranda con los años, ese afán de conocerlo todo, de sentirlo todo, dueño del mundo, los amores que se convertían en lamentables aventuras, mi pensamiento que no podía apartarse de ellas, buscaba el amor total, los sentimientos enteros, la entrega absoluta. Un cierto ascetismo me hacia diferente a mis compañeros de Universidad, éstos confundían sus complejos con un libertinaje sin originalidad, alcohol, cigarrillos, sexo con una aplicación digna de cualquier materia académica, me volvía contra todos y todo por ser diferente, tenía la lucidez de no querer lo mismo que otros.

Escribía a mi madre cortas misivas desde la Universidad porque no encontraba que decirle y sabía que en vacaciones la iba a ver irremediablemente. Jamás pensé que podía morir, porque decían que las madres son eternas. Mi habitación de estudiante, tan igual a otras, cama, velador, un mueble tipo ropero, con espejo que a cierta distancia distorsionaba la imagen, un pequeño escritorio, libros, un par de afiches de cine en la pared y otros de bellas y desnudas mujeres con grandes senos. Sartre, Hesse, Camus, novelas policiales y de ciencia ficción, gestos para poblar mi mundo. En el espejo quería ver cada día como cambiaba mi rostro por haber conocido algo más en este mundo; imitaba gestos para encontrar uno que revelara una fisonomía de hombre inteligente; o por lo menos alguna seña mía de esa identidad no elegida. Me mentía a mi mismo, sólo mi concupiscencia indecorosa, pero nada furtiva.

He amado todo lo que he podido, la satinada luz del atardecer, los libros que abrían un derrotero a otros libros, la música cualquier música, los paseos por el campo, días lluviosos, los panes recién horneados, la ropa nueva, los cigarrillos extranjeros, en fin, las noches y los días y sobre todo las mujeres.

Hay días que me quedo callado con la mirada perdida en mis angustias, talvez una vida simple enclavada en algún rincón del campo, sin noticias del mundo o mejor una vida complicada con libros, películas y viajes, con pinturas y dibujos, con un grupo de amigos exigentes y pocos enemigos. O conocer alguna persona que no te pregunte cuanto ganas para poder ser tu amigo. Porque todos quieren tener una casa grande, poderosos vehículos y dinero, mucho dinero en el banco, por supuesto viajar a Europa o el Caribe y sacarse fotos con el mar de fondo.

Estoy en mi casa, el sol se ha perdido y todo adquiere un color gris: las paredes, el cielo raso, las pinturas colgadas y la ventana que forma un cuadro más en el conjunto. Pienso en la gente que ya no veo o que ha muerto y me siento un superviviente, mis padres, tíos, a quienes miré en sus ojos y me sonrieron con un gesto que ha quedado fijo en el tiempo como una fotografía . Los seres se vuelven recuerdos congelados, una palabra lograría revivirlos.

Don Jorge sentado allí, quieto en su asiento, en sus ojos otro día que crecía, otro día como otros, solo allí como todos, no se si mira afuera o hacia adentro, su rostro siempre es el mismo, como “un idiota en medio del ruido”.

Federico mira pasar la vida, desde su oficina acomodado en un cómodo sillón lo acompaña el periódico cotidiano que le recuerda que él pertenece a este planeta y Eugenia a quien debo sensaciones inéditas y juveniles, llevando ahora a sus hijos al colegio y perdiendo día a día la esperanza de permanecer bella y deseada por todos. Gonzalo obsesionado por los malos y buenos espíritus a quienes convocaba todos los viernes en reuniones espiritistas como un médium, convencido que el otro mundo era más interesante que éste, torpe y brutal en el que vivimos.

Apenas abro los ojos y una sensación insalubre, de ajeno a todos y a todo, recorre mi invertebrada memoria; el invierno pegado a los edificios, pareciera que nadie mira a nadie y camino en calles arboladas, llevo mi espacio a cuestas. Para equilibrar esta vida tenemos que mentirnos.

Biografía

Carlos Rimassa nació en Cochabamba, Bolivia el 27 de septiembre de 1930. Arquitecto, pintor, dibujante, director de teatro, diseñador de escenografía, profesor de arte y poeta. Cursó sus estudios en la carrera de arquitectura de la Universidad Mayor de San Andrés en la ciudad de La Paz. Rimassa es miembro destacado del ambiente artístico y cultural de Bolivia.

Rimassa es reconocido por su trabajo prolífico como artista plástico desde los años sesenta, una labor que varía en técnica y medio desde ilustraciones de libros y acuarelas, hasta óleos de formato grande y murales.(1) En 1990 Rimassa dejó la arquitectura para dedicarse a la pintura y la enseñanza de arte a niños de edad escolar, ha mostrado sus trabajos en Bolivia y en el exterior y ha ganado una multitud de premios y menciones. Rimassa continua montando entre dos y tres exposiciones al año y participando en un sinfín de actividades culturales en su ciudad natal.

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