Andrés Canedo
Estaba a punto de salir a sus clases de la noche, era profesor, claro, cuando sonó el teléfono. Contestó, porque todavía estaba a tiempo y su mujer, Yolanda, estaba en el dormitorio ocupándose vaya a saber de qué cosas. Él, Sebastián, oyó el “Hola, ¿Sebastián?” y, en su mente, viniendo desde la memoria, se produjo un alud de imágenes, de voces, de sensaciones físicas perdidas, de sentimientos lejanos. Ese vendaval de recuerdos lo llevó 25 años atrás, y le sacudió el cuerpo, le agitó el alma. Todo duró menos de un segundo, porque quien hablaba desde el otro lado de la línea, se presentó enseguida, y dijo: “Habla Claudia. ¿Te acuerdas de mí?” Él se repuso al instante y, a pesar del tiempo, de la geografía distinta, contestó: “¿Claudia, mi compañera del colegio San Ildefonso, allá en el pueblo lejano?” “La misma”, respondió ella, respondió solamente eso e hizo una pausa, durante la cual él recordó que, dos años antes, después de 23 años de no saber nada de ella, había reaparecido con una carta, desde otro país que no era ni en el que ambos habían ido al colegio juntos, ni el país en el que él vivía ahora. “Claudia, ¡qué lindo oírte! ¿Dónde estás?” “Estoy aquí, estamos de paso, con mi marido, y nos quedaremos dos días. Queríamos, quiero, ir a verte”. Por la correspondencia iniciada con aquella inesperada carta de ella, él supo, entre otras cosas, que se había casado con un hombre rico, del Canadá francés, de Quebec, que vivían en Río de Janeiro, que ella era entonces una dama de vida acomodada y rutilante. “Por supuesto, ¿cuándo, a qué hora, quieren venir?”, respondió él. “Dentro de una hora, ¿te parece? Dame tu dirección, porque tenemos un auto contratado con chofer, y él conoce toda la ciudad. Estamos alojados en el hotel Sheraton.”, “Claro”, contestó él, y empezó a darle los datos de su vivienda que no quedaba lejos del indicado hotel, “pero como vivo en un piso 14, los esperaré en una hora, en la puerta del edificio”. Colgaron, él llamó a su trabajo y avisó que no podría asistir. Por el rabillo del ojo vio a Yolanda que salía del dormitorio, bella, resplandeciente como siempre, y que se detuvo a prudente distancia.
Cuando él concluyó su llamada, Yolanda le dijo: “¿Así que no vas a ir a trabajar? ¿Quién es esa Claudia por la que vas a faltar al trabajo? No me dirás que es ese tu amor de adolescencia, que reapareció así, de la nada.” “Sí, es ella”, replicó él, y casi inadvertidamente enfatizó, “viene con su marido, estarán dos días aquí y ella quiere verme después de tanto tiempo”. Él le había contado a su mujer, como corresponde, de sus viejos amores, aun los de su primera juventud y, desde luego, Claudia ocupaba un lugar sobresaliente en su historia amorosa. Pero lo que no le había dicho era sobre esas cartas que Claudia y él habían intercambiado hacía un par de años. Se lo ocultó, por algún sentimiento de culpa bastante difuso e inexplicable. En realidad, no sabía por qué no se lo había dicho. Tal vez por el rumbo que tomaron esas cinco cartas que cada uno se había enviado en aquel tiempo. “Ponte linda”, añadió, “que quiero lucirte”. Yolanda, le respondió sólo con una mirada, entre misteriosa y sarcástica, y al volver al dormitorio agregó: “Ajá”, que podía significar muchas cosas: aprobación, te agarré, o simplemente, sorpresa. Su mujer era hermosa, y en su belleza basaba su poder; en realidad, si alguno de los dos podía ser celoso, era él, ya que a ella siempre la miraban con codicia, con deseo indisimulable, y ella lo sabía y él también.
Estaba nervioso, sentado en la sala. Se le venían recuerdos con su mezcla de imágenes, de sensaciones corporales, con la reviviscencia perfecta del tacto acariciando aquella piel de Claudia. Ella y él, en la sala de la casa de ella, tocándose con impudicia, tapando sus gemidos con la música que salía del tocadiscos, con sus manos explorando el sexo de Claudia todavía virgen, haciéndolo madurar a fuerza de dedos que se sumergían en un subterráneo vertiginoso y placentero. Pero el viaje era siempre incompleto, era un apenas un viaje preparatorio para el que llevara finalmente a destino. Él la ve, la siente, la huele, todo aquello revive no solamente en su memoria, lo revive en los dedos, en las manos, en el palpitar de su corazón. Yolanda reaparece. Se ha puesto un poco de maquillaje que le resalta los rasgos, pero que en realidad no lo necesita. Sebastián la admira, sabe que la ama. Ella le lanza estas palabras: “¿Pensando en la muchachita del ayer?” Él le dice como respuesta: “No seas tonta, estoy dejando pasar el tiempo”. “Ajá”, vuelve a decir ella, y agrega: “Voy a la cocina a preparar un poco de café. Algo tendremos que invitarles, y aquí no hay ni siquiera bebidas decentes. Aunque no sé si servirá ese resto de vino ordinario que compraste el otro día”. “Puede servir”, le responde él y añade: “Además debe haber una botella de Coca Cola”. Ella hace un gesto con los brazos, como para mostrarse a sí misma y agrega: “Como verás, sólo me puse un jean un poco más nuevo. Es que mi ropero es casi tan pobre como tu bar. No hay mucho para ofrecer”, y se adentra en la cocina. Su ropero pobre, piensa él, y entonces, como si fuera la explosión de un nido, los pájaros impetuosos de la memoria le traen otro ropero, allí, donde lo habían escondido cuando la llegada repentina del padre de Claudia, hizo que lo ocultaran en el ropero de ella. Y él revive, junto al lejano temor, la sensación maravillosa de estar entre los vestidos que Claudia se ponía sobre su cuerpo anhelado, todavía apenas intuido por él, y un latigazo de placer lo invade como lo invadió aquel día. Y suma recuerdos, los diez minutos o un poco más en que el papá recién llegado, tarda en meterse a la ducha, la salida temerosa del guardarropa maravilloso, el abandonar sigiloso de la casa con la sensación de que en cualquier instante un balazo le entraría por la espalda, la libertad y la alegría de la calle; la enorme alegría de haber sentido en sus manos, en su rostro, en su olfato, aquellos vestidos que cubrían la piel de sueños de aquella muchacha amada.
Y quince minutos antes de la hora señalada, le avisa a Yolanda que va a bajar a esperar a los invitados. Trata de darle un tono de indiferencia a su anuncio, que, sin embargo, a él mismo le suena forzado, pero su mujer otra vez responde, “Ajá”, y luego agrega con indisimulable socarronería, “es que no te aguantas, galán decadente”. Y él no quiere responder y no responde, abre la puerta y sale, toma el ascensor y finalmente se encuentra en la calle nocturna. Y esa semioscuridad le trae imágenes vivas de cuando iban al cine con Claudia, de los besos clandestinos, de sus artimañas precoces de fémina cruel, cuando en las penumbras del cine, allí en la última fila a la que siempre iban, ella se quitaba los zapatos y en un despliegue de contorsionismo le apoyaba sus pies desnudos sobre los muslos de él, para que se los acariciara. Y tiene tiempo todavía para rememorar, detalle a detalle, la primera vez en que le hizo el amor, de pie, entre toallas, en la clandestinidad del baño de su casa, la de él, y la sensación de los cuerpos mutuamente poseídos, de los sonidos apagados que salían de sus bocas por temor a ser sorprendidos, de su deliciosa inexperiencia, de esa piel de ella que se le abría para revelarle panoramas de cielo y de infierno. Está perdido en esas remembranzas, cuando el vehículo que trae a sus visitantes, llega.
Sebastián inmediatamente la reconoce y agita su brazo para indicarles que es él, ellos descienden del automóvil pomposo, ella le da un beso en la mejilla, su marido, le estrecha la mano. Intercambian palabras de circunstancia. Sebastián, en un acto de voluntad, mira a Pierre, así se llama el marido de Claudia, descubre que es un hombre imponente, guapo, bastante mayor que ella, y con todos los atributos que brinda el dinero abundante. Pero ha tenido unos instantes para mirarla a ella, para reconocerla en su hermoso rostro, en su boca, en el brillo de sus ojos. En esos instantes también ha descubierto la mirada fugaz y escrutadora de ella que igualmente hace un balance de él. En el ascensor la situación se vuelve un poco incómoda, aunque Sebastián hace algunas preguntas de rigor… el viaje, sus impresiones sobre el país, y en el tiempo breve de subir los catorce pisos, en un momento él recuerda las cartas de ella, de dos años antes, en que en la primera le contaba que en una fiesta había conversado con un boliviano que conocía dónde trabajaba Sebastián y que por eso le escribía a la dirección de la institución en que él laboraba. La carta no tiene casi nada más, habla de la amistad, del reencuentro. Hubo dos cartas sucesivas, con las respuestas de Sebastián, igualmente insulsas, formales: el contarse algo de sus vidas actuales, sin rozar en emociones ni profundidades, sin evocar el pasado. Entran al departamento. Yolanda los saluda, respetuosa, pero al contrario de su costumbre, sólo le extiende la mano a Claudia; no le da el beso que suele dar cuando conoce a otras mujeres.
Están sentados en la sala. Pierre, ha tenido el buen tino de no aceptar el vino, ambos sólo piden Coca Cola. Aunque la conversación es forzada, a tropiezos, el marido de Claudia comunica que al día siguiente visitarán Tiahuanacu e invita a Yolanda y Sebastián a acompañarlos. Sebastián agradece, dice que les comunicarán su decisión al hotel en que están alojados, al día siguiente a primera hora. Yolanda no responde, en realidad no habla, sólo responde con algunos monosílabos cuando le hacen alguna pregunta. Está francamente antipática. Sebastián, aunque se siente doblemente vigilado, por Yolanda y supone que también por Pierre, aprovecha de algunos instantes insospechables para mirar a Claudia, sus enormes ojos almendrados, su boca que todavía le parece tentadora, lo poco que revela el vestido comprado posiblemente en una tienda de lujo en Regent Street en Londres o en alguna otra ciudad europea, o tal vez en Nueva York. Sebastián aprecia que en ella el tiempo casi no ha pasado, pero sí ha pasado, como supone que lo mismo sucede con él. A ratos, sus miradas se cruzan, pero es apenas un fulgor, una breve ráfaga. “Pensar que contigo, dama tan formal sentada frente a mí, nos revolcábamos en la cama, nos exprimíamos los cuerpos, nos arrasábamos con las bocas”, se sorprende Sebastián pensando, y no sabe si se avergüenza o se regocija de ese pensamiento infiltrado como un contrabando en su conciencia. Claudia, en un momento en que sus ojos se cruzan con los de Sebastián, se asombra y se ruboriza con el pensamiento que le viene como el aliento del aire: “Loquito mío de ayer, maniático de mi cuerpo, que ahora estás ahí trastabillando, tratando de hacer soportable esta reunión de infierno”.
Sebastián, que se ve obligado a llevar la conversación, aprecia el buen español de Pierre, pero siente que su propia charla es incoherente, pues los recuerdos no dejan de asaltarlo. Las cartas de hace un par de años… la cuarta de ella empezó a llenarse de subtextos, de casi inapreciables sugerencias sobre el amor vivido entre ambos. La respuesta de él también se preña de significados entre líneas. Finalmente, la quinta, en la que ella le dice que su marido ha leído la última que Sebastián le envió, y que ha esbozado, discretamente, el haber percibido algunas rarezas en ese texto; que mejor, sigue diciendo Claudia, ya no se escriban más, que su marido es muy perspicaz y que, claro, ella lo ama. Mientras tanto, Yolanda se está superando a sí misma; un rato de esos, lanza una risita totalmente extemporánea, como si estuviera absorta en su propio mundo y totalmente ajena a lo que allí sucedía, o peor, porque al notar que la miran, ella lleva su mirada un poco irónica hacia Claudia que, a pesar de ello, mantiene incólume su dignidad. Pierre, se maneja con soltura, con la suficiencia de un empresario acostumbrado a mandar, aunque sus participaciones son esporádicas. En realidad, la conversación insustancial y precaria, se da entre Claudia y Sebastián. Los otros dos, sobre todo Yolanda, son apenas espectadores. Pero Claudia, está molesta. Siente como si estuviera siendo sometida a una especie de examen. Siente también las miradas fugaces de Sebastián y sabe que él, como ella, están evaluando el antiguo territorio del amor y llenándose de recuerdos. Yolanda, aunque no quiere admitirlo, aunque se sabe 15 años menor que Claudia y, por lo menos, tan linda, está un poco celosa. Pierre, aparenta no advertir nada extraño, pero también se siente incómodo.
“¡Qué hermosa noche para disfrutarla!”, dice Claudia en su intento de mejorar las cosas, en uno de los baches de la conversación. Los otros tres, hasta Yolanda que quiere borrar su torpeza anterior con la risa inoportuna, afirman que sí. Pero esa expresión le trae a Sebastián una andanada de recuerdos, porque el amor con Claudia, aunque no contínuo, se extendió en el tiempo, en casi cada reencuentro que tenían. Y así, una vez al reencontrarse en el pueblo luego del primer año en la universidad, en una mañana de llovizna tenue, ella lo vio y se acercó a él, y en vez de saludarlo le dijo: “¡Qué hermosa mañana para suicidarse! ¿No te parece?” Y esa mañana, en vez de suicidarse y aprovechando que la casa de Sebastián estaba vacía porque sus padres habían viajado, se fueron a hacer el amor allí, durante horas y horas, hasta el agotamiento, sin que la saciedad llegara, pero sintiendo, como les solía suceder, que a pesar de todos los que habían pasado por sus cuerpos, se pertenecían el uno al otro y que esa pertenencia sería mientras ambos vivieran.
La vida suele desengañarnos de muchas cosas, y aquella noche, en la reunión imperfecta, Claudia y Sebastián, ya no se pertenecían. Pierre, expresó que era hora prudente para retirarse. Sebastián los acompañó hasta la calle y en el momento en que subían al vehículo que los esperaba, les reiteró que al día siguiente, a primera hora, él les avisaría si podían ir con ellos a Tiahuanacu. Cuando el auto partió, pudo ver que a través de la ventanilla Claudia lo miraba, con enorme nostalgia, con gran resignación. Los ojos de ella permanecieron en él, como si le hubieran puesto una fotografía de los mismos, delante de la cara. Los vio alejarse hasta que el auto se perdió en la distancia y, aunque la mirada final de Claudia permanecía en su percepción, entendió que esa era la última vez, que a partir de ese momento ya empezaba a tejerse el manto definitivo del olvido. Volvió a su vivienda, Yolanda ya se había acostado. Se metió en la cama con ella y Yolanda giró para darle la espalda, para indicarle que no había nada que hablar. Sebastián no le reprochó nada, se dijo que no tenía ningún derecho a hacerlo. Le costó dormir, pero en medio de esa vigilia, aprendió que la bella mujer que dormía de espaldas a él, era su presente y su realidad. Al día siguiente, cumplió con comunicarles telefónicamente a Pierre y Yolanda, que no podrían acompañarlos a la ciudad precolombina, a las ruinas, aunque muy bellas, que quedaban de ella. Al desayunar, Yolanda no le dirigió la palabra. Ya se le pasará, pensó Sebastián. Y mientras tomaba su café en silencio, se le vino la imagen de Tiahuanacu: bellas, sorprendentes, misteriosas ruinas del pasado, de algo que no se podrá resucitar. Sonrió casi imperceptiblemente, cuando sobreponiéndose a la forma de esas piedras talladas, se le apareció, como en un fundido cinematográfico, el hermoso y ya lejano rostro de Claudia.