La virgen puta. Una novela negra y punk por entregas de Patxi Irurzun con ilustraciones de Juan Kalvellido.
Cuando llegué todavía Picio y Lorea no estaban allí. Puse un disco de los «Cica», lié un canutito y esperé viendo como los minutos se desvanecían en humo. Más tarde me entró el muermo y me quedé dormido. Me despertaron los golpes de alguien aporreando la puerta. Era Angelita, la vecina de abajo.
-Te llaman por teléfono, Felisín, es Picio, parece importante- me dijo.
La vecina de abajo se enrollaba, nos permitía usar su teléfono. Yo creo que se sentía sola. Hasta hacía poco había compartido piso con su hermano, y no solo eso, se había roto la espalda fregando suelos para pagarle los estudios de Medicina y cuando éste se había convertido en un importante cirujano si te he visto no me acuerdo.
-¿Qué pasa?- pregunté, una vez en casa de Angelita, a Picio.
-Felisín, estoy en comisaría.
-En comisaría ¿aún?
-Sí, nos han detenido.
-¿Por qué?
-No
nos han querido dar las fotos, dicen que se ha velado y Lorea ha
montado un cirio que no veas… Está como una cabra la tía. Ha usado su
llamada para pedir una pizza.
-Joder.
-Tienes que ir a ver a su padre. Dice que él nos sacara de aquí, que pagará la fianza. Ahí va la dirección.
Anoté los datos. Era una urbanización de la zona acomodada de la ciudad. Me despedí precipitadamente de Picio y colgué.
-¿Está bien?- preguntó la vecina, y su voz se retorció un poquito. Sentía cierta debilidad por Picio.
-Sí, Angelita, no pasa nada- intenté tranquilizarla, y luego aproveché para pedirle dinero para el autobús.
La línea que debía tomar recorría la montaña que rodeaba la ciudad. En sus faldas se asentaban al sur las barriadas de latón, los poblados chabolistas, y al norte las lujosas zonas residenciales. Ambos lugares los unía un cinturón en el que se incrustaban los diferentes servicios sanitarios de Jamerdana, hospitales, manicomios, cementerios, como si un fino hilo entre la vida y la muerte los conectase y una cosa no pudiese existir sin la otra, vencedores sin vencidos, opulencia sin miseria.
El autobús en el que me monté olía fatal, era una especie de cubo de la basura con ruedas. Me senté junto a una pareja, en la última fila. El resto de los pasajeros parecían tristes y demacrados. Creo que eran ellos quienes despedían aquel hedor. Fueron bajándose en las distintas paradas. Una señora con un ramo de flores en el cementerio. Un viejecito en el hospital. Un tipo con un mono sucio de grasa en una de las barriadas… Después el autobús cruzó un puente bajo el cual pasaba un río crecido por las últimas lluvias. Pensé si al chófer no le habría tentado nunca la idea de pegar un volantazo y ahogarlos a todos. Tal vez no, su recompensa era llegar a las urbanizaciones caras, mirar los bonitos chalets, los jardines, los Lamborginis aparcados a la puerta…
De repente la pareja junto a la que me había sentado se besó y vi los ojos del conductor espiándoles por el retrovisor. Sonrió y yo me sentí fatal: siempre buscaba la cara triste y sucia de todo.
Llegamos
por fin a mi parada. Me bajé y me dirigí a la dirección que tenía
anotada. Era una réplica de un caserío de montaña, con sus tejados
picudos, las contraventanas de madera y tras la verja un mastín del
Pirineo recostado cachazudamente.
Llamé. Salió una muchacha.
Supuse que sería la asistenta, aunque no estaba muy seguro porque bebía
una lata de cerveza y me recibió con un eructo.
-Busco a Lorenzo Peruchena- dije.
Ella me hizo pasar sin hacer preguntas. Aquello también me extrañó. Se suponía que en una zona como esa deberían temer que un tipejo como yo les ensuciase la alfombra.
El interior de la casa tampoco se correspondía con lo que cabía esperar. Había pufs y alfombras árabes en todas las habitaciones, y en las paredes pósters del Ché, Anti-Otan, y por los rincones acuarios iluminados y con peces de colores, o plantas de marihuana… Eso sí, todo estaba muy limpio y parecía muy caro.
La chica me señaló una habitación. Entré. De espaldas a mí me encontré con un hombre de unos 45 años, vestido con pantalón y camisa vaqueros inclinado sobre una mesa y sorbiendo por la nariz. Estaba metiéndose un tirito.
-Hola- saludé cuando terminó.
El hombre se
volvió tambaleante. Tenía el cabello rizado, con algunos claros y un
bigote de muchos colorines, negro, rojo, blanco… Sobre él la nariz
colorada, con marañas de venitas reventadas y unos ojos embotados entre
unas impresionantes bolsas en los párpados. Pero la mirada, allá al
fondo, era la misma que la de Lorea, los dos cañones de una recortada,
más peligrosa incluso, porque estaba borracho como una cuba.
-¿Qué quieres?- preguntó.
-Soy amigo de Lorea… -No, hombre, digo para beber, o para drogarte, si lo prefieres.
-Bueno, pues una cerveza.
Se
acercó a un pequeño frigorífico y sacó una lata de «Heineken». El se
preparó un güisqui. Nos sentamos en un par de aquellos pufs.
-Así que eres amigo de Lorea. Quieres decir que te la follas ¿no?
-Bueno, yo, no sé- murmuré, en parte porque aquella pregunta me desconcertó y en parte porque era cierto: no lo sabía.
-¿Y en qué lío se ha metido esta vez?
-La han detenido. Dice que usted pagará la fianza.
-¿Eso dice? Pues mira, se equivoca. Que se joda, esa tonta del culo- dijo.
Estuvimos casi cinco minutos sin abrir la boca, tomándonos las bebidas. Yo intentaba, cada vez que tragaba, no hacer ruido.
-Anda, vamos- dijo finalmente el hombre, y al intentar ponerse en pie le falló una rodilla y volvió a caer sobre el puf.
Le ayudé a levantarse.
-¿Sabes conducir?- me preguntó.
-No.
Supuse que le extrañaría. Todo el mundo esperaba de la gente que tuviera algo, un carnet de conducir, una licencia militar, un trabajo, y aunque uno prefiriera empequeñecerse frente al mundo para sentirse mejor no podía porque le pisaban como a una cucaracha. Pero no dijo nada. Sólo:
-Pues yo no puedo conducir en estas condiciones. ¡Pili!- llamó a la asistenta.
-¿Qué le pica?- contestó ella, asomándose a la puerta.
Entre las manos llevaba una nueva lata de cerveza, sin abrir.
-Tienes que llevarnos en el coche.
Ella tiró de la anilla, pegó un tragó y asintió soltando otro eructo. Pensé que a veces un carnet de conducir tampoco venía tan mal. La chica, sin embargo, era una buena conductora. Quiero decir que ella también había bebido, e iba a toda pastilla, enseñándoles el dedo corazón tieso a los demás conductores, pero a la vez te sentías seguro, excitado, el amo de la carretera… Igual era porque llevaba a pleno volumen música de “AC/DC» (aunque en una versión de Siniestro Total).
En apenas diez minutos llegamos a la comisaría del casco viejo. Tampoco tardamos mucho más en salir.
El padre de Lorea entró a pagar la fianza y yo esperé en el pasillo, sentado en un banco. Tenía sueño. A gusto me hubiese liado un canutito pero me pareció un poco fuerte en un lugar como aquel, así que me conformé con cerrar los ojos.
-Hombre, Felisín, como me gusta verte por aquí- escuché.
Era la voz del Comisario Pedernal. Últimamente todas mis pesadillas eran reales. Abrí los ojos y allí estaba, frente a mí.
-No se haga ilusiones, sólo estoy de paso- dije.
-Sí, pero lo que tú no aprecias es que eso es porque yo lo consiento.
-¿Que quiere decir?
-Tú vives en una casa okupada ¿verdad? Eso es un delito.
Sonrió irónicamente y se alejó hacia su despacho. Antes de entrar en él se giró y volvió a hablarme
-Por cierto, una casa muy bonita- dijo, y cerró la puerta.
-Hijoputa- murmuré.
Me tenía cogido por los huevos, pero no me dio tiempo a patalear, porque en ese mismo momento aparecieron Picio, Lorea y su padre, estos dos últimos peleando.
-No vas a madurar nunca- decía él.
-No quiero madurar, papá, no quiero ser perfecta, tengo sólo veinte años- decía ella, y los dos se encañonaban con sus miradas.
Se encontraban tan ensimismados en la discusión que al pasar a mi lado ni siquiera se dieron cuenta de que yo estaba allí.
Recurrí a Picio. Venía arrastrando su enorme cuerpo, embozado en una gabardina de cuero recubierta de imperdibles y asomando su trémula tripa bajo una camiseta sucia de tomate y con una foto del Tiñoso. En una mano llevaba una caja blanca y rectangular. Sonreía.
-Es una cachonda- señaló a Lorea -Le ha hecho pagar al papá mi fianza y además me ha regalado la pizza- dijo, agitando la caja.
-Todavía quedan algunos trozos ¿te apetece?
La verdad era que sí. Llevaba todo el día sin comer y los acontecimientos habían sido tantos y tan precipitados…
-Sí, pero vámonos a casa- dije.
Quería estar tranquilo. Lo que se me olvidaba era que la pizza era comida rápida, para gente muy ocupada.