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Capítulo 10: Okupa, Okupa

La virgen puta. Una novela negra y punk por entregas de Patxi Irurzun con ilustraciones de Juan Kalvellido.

La puerta parecía consistente pero junto al marco había dibujado un signo de okupazión, lo cual quería decir que era un piso con posibilidades. También en ese mismo portal había otro «squat».

Yo conocía a quienes lo formaban, «Los Pilindrajos», un grupo de titiriteros que tenían unos números muy divertidos con marionetas que imitaban a grupos, los «Sex Pistols», «La Polla Records», y te partías de risa viendo a los monigotes pegar brincos, aporrear la batería… Les había entrevistado hacía relativamente poco y entonces había fichado aquella casa. Un okupa siempre tenía que estar al acecho.

Cogí carrerilla y pegué una patada. Se escuchó un estruendo terrible, que fue extendiéndose en ondas por todo el edificio, pero la puerta no cedió. Oí el ruido de un cerrojo y también ví una sombra espiándome por la mirilla del piso de al lado. Tenía que darme prisa. Pegué una nueva patada. Nada. Otra. Tampoco.

-Oiga ¿qué hace?- escuché finalmente a mis espaldas. Ya estaba. La había cagado.

-Yo, esto, bueno…

-Le voy a enseñar yo- dijo.

Era un tipo como un armario y venía directo a por mí. Me aparté y su paquidérmico cuerpo se desplomó sobre la puerta, reproduciendo el estruendo, sólo que esta vez multiplicado por diez. Tampoco entonces la puerta cedió, y se oyeron nuevos cerrojos.

-Coño, pues es verdad, se resiste- dijo el grandullón.

No me lo podía creer, me estaba ayudando.

Al cabo de un rato había ya una docena de vecinos en el rellano, discutiendo cual era el mejor método para derribar la puerta, y al cabo de ese otro rato todos empujábamos, como en una de esas películas de Ivanhoe, con un estilete -en realidad era un viejo y oxidado calentador- eé, pum, eé, pum, hasta que abrimos un hueco y alguien deslizó la mano a través de él y consiguió girar la cerradura, y entonces entramos, y el piso era algo increible, tenía luz, agua y había crucifijos, retratos de santos por todos los lados, y las ventanas eran vidrieras de esas con colorines, con escenas bíblicas.

Me explicaron que los anteriores vecinos pertenecían a una extraña secta religiosa, que se pasaban el día cantando el «alabaré, alabaré», y que a veces lo hacían a pleno pulmón, porque a lo que en realidad se dedicaban era a flagelarse y pretendían disimular los latigazos y los aullidos de dolor. No querían que volvieran a aparecer por allí.

Luego llegó alguien con una botella de pacharán, y subieron «Los Pilindrajos» con sus marionetas, hicieron una actuación…

La fiesta de bienvenida se prolongó casi una hora, hasta que dieron las diez, comenzó un partido televisado del Sporting Jamerdana y mis nuevos vecinos fueron retirándose y me dejaron a solas.

Me tumbé en el sofá, un estupendo sofá-cama que había plantado en el centro del salón. Las cosas no podían resultar mejor. Había imaginado que sería como las otras veces, aquellas primeras noches con una vela y un colchón, rodeado por paredes que parecían de hielo y tras las cuales había pegados vasos de cristal, y a los vasos orejas, y a estas vecinos desconfiados a los que tendría que ir levantando las tapas de sus corazones poco a poco.

Me hubiese quedado allá mismo, saboreando aquella sensación hasta que me narcotizara por completo y cayera pánfilamente dormido, pero recordé que había prometido volver con Picio. Y, sobre todo, quería ver de nuevo a Lorea.

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